Una viuda del Evangelio
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Las notas de doña Ana María Busquets de Cano, la dolorida y al mismo tiempo valerosa viuda que parece haberse quedado defendiendo la espalda de su sacrificado esposo, destilan gotas de ausencia. Una ausencia que se hace presencia y tiene cierto tono mágico de resurrección, si la sombra conyugal permanece con ella, la consuela y fortifica. Admirable carácter el de esta mujer que aprendió, al lado del periodista, del humanista y del escritor, a conjugar la vida con grandeza y afrontar el destino con serenidad.
Hay seres que se engrandecen en el infortunio y tal es el caso de esta dama española —colombiana de corazón— que hace de su pena, como ejemplo para la viudez estremecida, un canto a la lealtad y al amor. Y al mismo tiempo una afirmación de la valentía. El mundo, que no será nunca de los pusilánimes —y mundo significa también evolución—, aprende a no detenerse con lecciones como las que desde su columna periodística escribe Ana María sobre el corazón de las viudas. Y las escribe, con dolor, para que se fomente el amor entre los colombianos, para que se salve el honor de la patria.
Tal vez el mejor homenaje que puede hacerle al compañero de todas sus horas, incluso de las presentes, es no dejar de escribir. Nunca dejó él de hacerlo, en las buenas y en las malas. Algo me dice, en el reiterado ejercicio de esta vigilante columna femenina, que es la manera lógica de comunicarse con él, de mantener los hilos del pensamiento, de no dejar flaquear el espíritu. Y de conservar reverdecido el corazón.
Es que ni siquiera la muerte, para quienes viven compenetrados en el sublime pacto de las mutuas pertenencias, consigue separar a las personas.
Por eso, a sólo pocas horas del holocausto, Ana María hablaba de perdón y olvido. No se rasgaba las vestiduras, como tantas viudas en el mismo trance, ni abominaba contra los asesinos, por más sangrante que llevaba el alma, sino que rezaba una oración al Dios de los desamparados para que contuviera el furor de las bestias y no permitiera que Colombia se disolviera entre más atrocidades.
Si viéramos más allá de la muerte, más allá de las lágrimas, su protector, a quien ella no cesa de invocar para sentirse valiente, le dicta estas notas de generosidad y nobleza, de pronto con alguna mezcla de ironía, para que los asesinos —estos sicópatas del siglo veinte salidos de las entrañas del doctor Jekill y Mister Hyde— aprendan a no disparar balas torcidas.
Sorprende, en esta época de cobardías inconfesables, que sea una mujer, una frágil y lozana mujer, la que nos enseña a ser fuertes. La que, olvidándose de su propio dolor, no se olvida del dolor de Colombia. La que desde su espacio periodístico —continuación de otra Libreta que no puede concluir— da orientaciones de moral y confraternidad. La que hecha viuda para volverse heroína, parece salir de las páginas del Evangelio con las heridas cicatrizadas y el ánimo altivo para no dejarse abatir.
Así derrota Ana María la soledad. Así mantiene encendido el espíritu. Los asesinos de su marido la mirarán, desde las penumbras de sus horrendas conciencias, con pavor y respeto. Con admiración, sin duda. Miedo le tendrán a esta viuda del Evangelio que apenas armada con la sencilla máquina de escribir heredada de su maestro y confidente —y Para leer en la mañana, como se beben las gotas de rocío—, frente a ellos que tienen envenenada el alma de balas monstruosas, de noches borrascosas, los ha conturbado con su sonrisa de perdón y con su temple de espartana.
El Espectador, Bogotá, 8-II-1987.