La colonización del Quindío
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
El Quindío es todavía un territorio sin explotar a la luz de los historiadores. No son muchas, en efecto, las páginas escritas sobre lo que puede llamarse el mito quindiano, que lo constituye una zona estrecha en geografía y densa en acontecimientos, surgida a golpes de hacha y bajo el afán descubridor del caucho y de las riquezas escondidas por los quimbayas en el fondo de una naturaleza encantada.
Toda historia arranca de algo mítico, sobre todo cuando el paso de los tiempos se encarga de cubrir las leyendas de toques de fantasía y retoques de poesía. Explorar en los inicios de una civilización, como con habilidad y espíritu crítico lo hace Jaime Lopera Gutiérrez en este breve y al mismo tiempo penetrante ensayo, es buscar la explicación de una raza, de una cultura. Aquí es preciso hablar de cultura quindiana como algo propio, la que habiendo brotado de la madre Antioquia y luego tomado ciertas variantes en el entorno caldense, adquirió características independientes.
Es el Quindío, bajo muchos aspectos, territorio de epopeyas. Primero fue la república de los quimbayas, hombres laboriosos y forjadores de riqueza, artífices del oro y maestros de la cerámica, que dejaron oculto su tesoro como un reto para la voracidad de otras generaciones. Son ellos inspiradores de leyendas fantásticas, como la laguna de Maraveles, la hermana de Guatavita, o el Tesoro de Pipintá, que supone impenetrables caminos; una y otro, al igual que el Pozo de Donato en Tunja, se hicieron sin fondo para que el nombre sea víctima de su insaciable sed de fortuna.
Vino luego la época de los encomenderos, piratas de la abundancia y despojadores de la riqueza bien habida, que finalmente se extinguieron por consunción luego de feroces enfrentamientos con los quimbayas. Más tarde irrumpiría el ímpetu antioqueño, la verdadera fuerza colonizadora de todo el territorio caldense, la cual, bajo el deseo de tierras, caucho y oro y atraída por la tentación de los cementerios indígenas, creó un imperio. Un imperio de tales proporciones que se dividiría años después, como una aventura más de la sangre antioqueña, en lo que hoy son los departamentos de Caldas, Quindío y Risaralda. Tres ramas del mismo árbol, pero de diferente contextura.
El café, que es otra epopeya, vendría luego como el mago prodigioso que habría de sustituir las riquezas de los quimbayas. Una aventura, esta del café, que parece brotar de la propia personalidad del antioqueño cuando no se detiene en una sola solución y se vuelve multiplicador de economías.
Una aventura que, para bien o para mal, representa hoy el motor más poderoso de las finanzas colombianas y que, ya en el ámbito del Quindío, le pondría cimientos a una idiosincrasia, a un estilo de vida único en el país. El café es para los quindianos su credo, su sangre, su dios, su razón de existir. Y parece que también su razón de morir.
Jaime Lopera Gutiérrez, estudioso de tiempo completo y autor de obras diversas (cuento, sociología, historia), acomete en su ponderado libro La colonización del Quindío, publicado por el Banco de la República, la magna tarea de aportar datos para nuevas incursiones sobre esta historia alucinante. Exgobernador del departamento, es un observador atento del proceso histórico que se llama el Quindío, tierra mítica, horizonte abierto para más investigaciones.
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Sea bienvenido su libro a la bibliografía de la región. Se trata de una obra polémica, de agudos enfoques, que se presta para mover inquietudes. A Calarcá, su pueblo, víctima de lo que él denomina localismo —»el idealismo en desuso de los grecocaldenses»—, la urge para que salga de la inercia, estado que significa, utilizando sus propias palabras, «el más auténtico y definitivo conformismo».
Bien visto el reto, este es un aguijón que se clava sensibilidad de todo el pueblo quindiano, para que reaccione ante la inmovilidad, para que busque otros horizontes, para que se libere del tradicionalismo conformista.
El libro está dedicado a Calarcá en el primer centenario de su fundación (1986). Es un homenaje y un motivo de de reflexión. Para Calarcá y todo el Quindío.
El Espectador, Bogotá, 28-II-1987.