Amistad colombo-panameña
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Hoy quedan pocos testigos de los sucesos que determinaron en el año 1903 la separación de Panamá como territorio colombiano. Los viejos sobrevivientes de aquella época no le perdonan al presidente Marroquín la entrega de esa zona estratégica para la comunicación interoceánica, bajo la presión de los norteamericanos, interesados en la construcción del famoso canal para su propio beneficio.
Surge así el sentido de lo que es la soberanía de las naciones, un sentimiento espontáneo del individuo, tan respetable y en ocasiones tan pugnaz como el propio vínculo de la sangre. Las guerras entre países, a veces de nunca acabar, tienen por lo general su origen en las discusiones sobre la extensión geográfica. En el caso de Colombia frente a Panamá, capítulo candente de nuestra historia, lo que ha existido es un juicio de responsabilidades contra los gobernantes de la época. Pero el paso del tiempo se ha encargado de borrar cicatrices y hoy las nuevas generaciones poco saben —y parece que tampoco les interesa— de aquellos episodios de 83 años atrás.
Mucho contribuyen, para mantener la deseable armonía entre las repúblicas, las personas que llevan la responsabilidad diplomática de los respectivos países. Hablemos de Panamá y concretamente de su embajador, el doctor Jorge Eduardo Ritter, que luego de fructífera estadía en Colombia por espacio de cuatro años, acaba de ser exaltado al cargo de embajador ante las Naciones Unidas.
Entrañable amigo de Colombia, consideró, gobernado por su hondo espíritu bolivariano, que esta era su casa y así desarrolló su ponderable actividad de buena vecindad.
Fuera de lo que es la habilidad del diplomático, el doctor Ritter posee motivos poderosos para sentirse grato en nuestra tierra. No es la primera vez que ha residido en territorio colombiano. Estudió en la Universidad Javeriana, donde se hizo abogado, y allí conoció a la dama colombiana María Isabel, con la que más tarde conformaría un hogar ejemplar. Sus nexos con Colombia no pueden ser más sólidos.
Su carrera pública, si bien vamos a extrañar su ausencia, no puede detenerse. Lo llaman responsabilidades superiores. Apenas con 36 años de vida, o sea, dueño de envidiable juventud, ya registra una trayectoria sobresaliente de servicios a su país, que se inicia como viceministro de Trabajo, luego secretario privado del presidente Royo y más tarde ministro de Gobierno. Con el general Omar Torrijos, su gran amigo, asumió actitudes de liderazgo en la vida pública. Por aquella época comenzó su amistad con García Márquez, otro indudable nexo colombiano.
Como hombre de cultura que es, mantuvo permanente contacto con nuestros escritores, poetas y artistas. Y para completar su identidad colombiana, su padre, el doctor Eduardo Ritter Aislan, fue también embajador de Panamá ante nuestro país en dos ocasiones.
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Una serie de circunstancias, en fin, que hacen deplorar su retiro. Pero nos congratulamos con su nueva distinción. Panamá contribuye así, con hombres de su categoría, a la hermandad entre países, que fue la mayor obsesión de Bolívar.
El Espectador, Bogotá, 16-II-1987.
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Misiva:
Unas líneas muy cortas para agradecerte las generosas palabras escritas en la columna de El Espectador. Desde luego no creo merecer la largueza del elogio que de nuestra gestión en Colombia haces, sino que las interpreto como una demostración de afecto que obliga a nuestra permanente gratitud. Algunos amigos nos habían hablado de esta columna pero jamás pensé que encontraría en ella tantas expresiones de cordialidad y cariño. Puedes estar seguro que lo reciprocamos de la única manera que sabemos: con un inmenso afecto y con un corazón agradecido. Jorge Eduardo Ritter D., embajador de la República de Panamá, Nueva York.