Usureros de la muerte
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Desde hace varios años se abre campo la idea de la cremación de cadáveres como fórmula indicada para la sociedad actual. Ya hoy no se debaten asuntos religiosos o escrúpulos de conciencia para admitir la incineración de los cuerpos como proceso práctico, higiénico y conveniente al bolsillo. Pero las autoridades, con sus insólitas tardanzas, han desoído este clamor que se escucha en el país.
La funeraria representa uno de los mayores y más siniestros sistemas de explotación humana. Morirse es en nuestro país un hecho económico de penoso manejo. En sana economía debería haber una reducción de gastos por la persona que desaparece y nunca un aumento. La muerte, como nadie lo ignora, es una de las cargas más gravosas que perturban la tranquilidad hogareña y para la cual pocos se encuentran preparados.
La vanidad social contribuye a hacer oneroso este acto de por sí simple. Es aquí donde hacen su aparición los usureros de la muerte, que colocan a precios increíbles esa serie de artículos y servicios que se aceptan en los momentos de mayor confusión y representan, para la mayoría de los afligidos parientes, todo un calvario económico que no se sabe cómo se recorrerá.
¿Cuánto vale morirse en Colombia? Existen, desde luego, tarifas diversas, pero todas son especulativas. Si el muerto es pobre, de todas maneras no habrá recursos para el modesto funeral. Y si es rico, la pompa se pagará con la generosidad que no se discute en estas vueltas de la arrogancia y el orgullo social. El alquiler de la sala de velación no va en proporción al espacio, a la calidad de los muebles ni al confort que se dispensa, sino a la importancia del cliente.
La tierra más costosa del mundo es la de los llamados jardines de la paz —con todos los variantes títulos que se han inventado—, y es inconcebible que la vanidad social haya establecido diversas categorías, con las consiguientes tarifas, en este territorio que no reconoce nombradías. El doctor Miguel Lleras Pizarro, muerto ilustre, dejó para los tiempos actuales la siguiente sabia lección, dispuesta en su última voluntad:
«1°- Mi cuerpo debe ser entregado a la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional para ayudar al estudio de sus alumnos, después de que se practique la autopsia.
«2°- Si es necesario satisfacer la necesidad social de la vanidad oficial o familiar, que se hagan exequias simbólicas sin gastar plata en féretro, obviamente vacío, y que no haya ‘velorio’, ni simbólico, porque no quiero de visitantes a personas que estarán contentas con el fallecimiento».
El horno crematorio, establecimiento patentado en la mayoría de países, es la respuesta lógica para los abusos que aquí se viven. No sólo responde a un sistema técnico sino que contribuye a hacer menos lúgubre la escena final del hombre. En Colombia, sin embargo, donde es la usura la que en verdad está patentada, el programa se ha resentido de lentitud y habría que sospechar, con fundados temores, en que hay peces gordos empeñados en no dejar avanzar la idea.
En Armenia, el Concejo aprobó desde el año de 1980 el horno crematorio, pero aún no funciona. En Bogotá vemos muy bien diseñado el lugar, con avisos llamativos y cierta propaganda que halaga las esperanzas de la gente, pero las obras caminan a paso de tortuga. A la artista Betty Rolando, que en días pasados falleció en esta ciudad, tuvieron que cremarla en Medellín para ser transportada a la Argentina.
El horno crematorio, que ya no tiene censura ni por parte de la Iglesia ni por parte de la conciencia, permanece apagado porque otros intereses, los de la usura, no lo dejan prender. Las autoridades, que deberían controlar este abuso que en forma drástica castiga la economía de los hogares, permanecen indiferentes. Al horno crematorio, como se ve, le falta candela. Y es preciso avivarla.
El Espectador, Bogotá, 28-VII-1986.
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Comentario:
Complacido leí su popular columna dentro de la cual habla de la incineración. Porque soy solidario con sus planteamientos sobre los Usureros de la muerte me permito adjuntarle el libro Escombros del olvido en uno de cuyos apartes se encuentra el poema Que me incineren. Germán Flórez Franco, Bogotá.