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Archivo para domingo, 30 de octubre de 2011

La cuerda loca

domingo, 30 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Es un libro irrespetuoso pero ne­cesario, me dice Fernando Soto Aparicio al entregarme su última novela, La cuerda loca, que acaba de publicarle Plaza y Janés. El éxito de la obra se mide en el hecho de que, a los tres meses de salida al público, se halla en preparación la segunda edición.

No sé cuántos sean los libros de Soto Aparicio en novela, cuento y poesía, pero creo que se aproximan a los treinta. Entre ellos, unas veinte novelas, su género más cultivado. Es de los escritores más prolíficos del país. Cuando la editorial le está sacando una novela, ya ha comenzado a escribir la siguiente.

Hay críticos que suelen disminuirle méritos por la extensión de su obra. Dicen que así se desperdiga el autor. Y tratan de rebajarlo por su dedi­cación a los guiones de televisión. Se olvidan, sobre esto último, de que es el único escritor colombiano que con perseverancia y profesionalismo ha afianzado la cultura de masas a través de la telenovela. En esto es un innovador. Sobre el volumen de su producción, que los envidiosos no quieren perdonarle, pero por ser valiosa, es preciso anotar que ha demostrado el derecho a permanecer en la literatura colombiana. En la latinoamericana, para ser más exactos.

Si por extenso se fuera menos es­critor, Balzac no sería famoso por las 97 novelas de La comedia humana. En ellas el escritor francés, dotado de portentosa imaginación y gran sentido crítico, logró el retrato per­fecto de la sociedad de su tiempo. Soto Aparicio, otro atento obser­vador de la humanidad, ha hecho de su literatura un filón de denuncia social. Esa temática, constante desde sus dos primeras novelas (que es­cribió cuando apenas tenía diez años de edad y más tarde destruyó), constituye el nervio medular de toda su producción.

Con el afán de desentrañar el misterio del hombre ha escrito sus mejores libros, entre los que pueden mencionarse La rebelión de las ratas, traducido a varios idiomas y con más de treinta ediciones en el país; Los bienaventurados, Premio Nova Navis en España; Viaje a la claridad, también premiado en España; Viva el ejército, premiado por Casa de las Américas en La Habana; Los funerales de América; Proceso a un ángel; Puerto Silencio; Hermano Hombre… En fin, es difícil fijar preferencias en una obra selecta.

Beatriz Espinosa Ramírez, licen­ciada en filosofía y especializada en la problemática americana, duró cuatro años investigando a los escritores más importantes del continente y descubrió que nuestro novelista es el que más identifica al hombre lati­noamericano. «Si Fernando Soto Aparicio hubiera escrito desde Europa tendría el reconocimiento universal que la crítica ha conferido a Morris West», es precisión que hace ella luego de este examen ex­haustivo.

Ahora, tras su permanencia por tres años como agregado cultural de la embajada colombiana en París, Soto Aparicio nos entrega La cuerda loca, el “libro irrespetuoso e irreve­rente” que de inmediato ha conquis­tado el interés del público colombiano y que ya va en camino al exterior.

En él pinta un mundo en conflicto que se mueve al borde de la guerra y que juega con átomos e hidrógenos como si se tratara de una diversión de ni­ños. Centrados los personajes en París, éstos tienen a punto de ex­plotar el planeta entre torpezas, frivolidades y odios ancestrales.

Mundillo diplomático pintado con gracia e ironía, donde entre champañas, mujeres bonitas y sexo generoso se debate la mentira de la paz con el dedo puesto en la palanca de la guerra.

*

Soto Aparicio supo aprovechar su experiencia diplo­mática. Regresó con otra dimensión. Y para decir verdades tuvo que ser atrevido. Entendió las falacias que se tejen en los dorados salones de la alta burguesía y se vino disparado a lanzar otra protesta social. Desde niño —y él dice que no conoció la niñez debido a su precocidad litera­ria— ya saboreaba a los escritores franceses, sus maestros de siempre. Se fue a París a husmear sus rastros. Vive enamorado de la palabra. Es su razón de ser. «Por la palabra —dice— he entendido personas, in­justicias, llamadas de auxilio, convulsiones sociales y plegarias”.

El Espectador, Bogotá, 18-III-1986.

 

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La caja de sardinas

domingo, 30 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Siempre que en el país sucede una desgracia mayor o se desborda un problema público, se toman me­didas apresuradas y enérgicas para enderezar o tratar de enderezar lo que ha debido controlarse en forma permanente.

Por lo general, los males son ya irremediables. Somos muy dados a la improvisación y a lamentarnos después de los per­cances, y carecemos en cambio de espíritu preventivo. Hay catástrofes que se ven llegar a ojos vistas y nadie hace nada por evitarlas; y si los medios de comunicación o la ciuda­danía advierten sobre el peligro, las autoridades son remisas para adop­tar a tiempo los sistemas correctivos.

Hace poco se incendió una buseta en una calle bogotana y murieron varias personas incineradas debido al sobrecupo de pasajeros y a la falta de puerta trasera del automotor para facilitar la evacuación. No era, por supuesto, la primera tragedia de la misma índole. Pero esta vez produjo mayor conmoción y las autoridades de Tránsito anunciaron toda suerte de acciones disciplina­rias.

Se comenzó, claro está, por pro­hibir el exceso de pasajeros, o sea, la eterna prohibición que siempre se hace y nunca se cumple. Se pre­gonaron sanciones drásticas. Se bloqueó la ciudad interviniendo busetas y regañando a los conductores. Es posible que se hayan impuesto algunas multas (y que otras se hayan desviado a bolsillos particulares bajo la mordida del soborno). Durante algunos días las busetas, más por temor que por colaboración, no vol­vieron a llevar sobrecupo.

Los usuarios, cosa inaudita, lle­garon a pensar que montar en bus era un placer (nunca lo ha sido), en lugar de la tortura que se deriva de los apretujones, los malos olores co­lectivos y el pésimo humor de los choferes. El transporte tendía a ci­vilizarse. Al fin se podía respirar en el interior de los buses y proteger los billetes y el reloj contra las uñas invasoras.

Los racimos humanos ya no colgaban de puertas y ventanas, ni los pasajeros salían disparados contra el pavimento, y los buses, por eso mismo, habían reconquistado su si­lueta dinámica, dejando el aspecto desastroso impuesto por la deca­dencia.

Esta sensación de alivio apenas duró breves días. Para ser más exactos, no pasó de la semana. Los dueños de busetas se quejaron de la baja de sus ingresos. Y alegaron lo que siempre alegan: la falta de ren­tabilidad. Los agentes de tránsito dejaron de importunar el paso de los vehículos colmados de pasajeros. Y así, poco a poco, volvimos a las mismas. A la misma pelotera y a la misma patanería. ¿Y la puerta tra­sera para prevenir emergencias? Una utopía…

Por las calles de Bogotá y de las principales ciudades del país continúan transitando, atiborrados más allá de lo que permite el uso de la razón, estas trampas humanas que en Co­lombia reciben el nombre de buses. Bus, en nuestro país, es sinónimo de suplicio, de raponazo, de despotismo, de muerte.

En otras partes del mundo, donde se trata de un real servicio público, es medio de confort y recinto de cultura. Aquí la autori­dad se monta y se desmonta con la rapidez de un accidente. Evaporados los muertos, vuelve la guerra del centavo y otra vez la pobre ciuda­danía lucha por caber en la caja de sardinas.

*

Hagamos otra breve memoria: un bus intermunicipal, destartalado, sin frenos y con el doble del cupo tole­rable, protagonizó en fecha reciente pavorosa tragedia en su ruta alocada hacia la muerte. Ningún retén lo detuvo, y en todos quedó constancia de esta carrera diabólica. El acci­dente ya está distante, y los muertos, que ayer fueron noticia y luego se extinguieron como peces en el mar, ya no pesan en la conciencia de nadie. Volverán a tomarse severas medidas —se supone— cuando suceda otra catástrofe. Así es Colombia.

*

Respuesta a Argos: En tu Gaza­pera del 20 de febrero relacionas los 17 cuentos que figuran en la edición de Seix Barral de 1983 y que te envió algún lector para sacarte del apuro (léelos, Argos). En el libro publicado por el Círculo de Lectores en 1973, 10 años antes, sólo aparecen 14 cuentos. Es decir, nos encontramos con dos Llanos en llamas. El acertijo es éste: a qué se debe ese hecho y en qué fechas fueron escritos los tres cuentos de la diferencia: Paso del norte, El día del derrumbe y La he­rencia de Matilde Arcángel. Averígualo,  Argos. Y no te olvides de lo misterioso que era Rulfo.

El Espectador, Bogotá, 28-II-1986.

 

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El reto de Resurgir

domingo, 30 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Una monja amiga mía me conta­ba en estos días, a propósito de la tragedia producida por el Nevado del Ruiz, algunas experiencias que vivió dentro de la catástrofe del terremoto de Cúcuta, siendo colaboradora social en un centro hospitalario de esa ciudad.

En aquella emergencia, al igual que ocurre ahora, se puso en evidencia la solidaridad humana con los damnificados a través de auxilios económicos, drogas, alimentos, co­bijas y diversidad de artículos indi­cados para la ocasión, que llegaban procedentes de colombianos y de gobiernos del mundo entero. Y a pesar de la abundancia que se veía llover sobre la zona del desastre, muchas cosas escaseaban.

En el hospital donde trabajaba la religiosa no se conseguían cobijas para gran cantidad de enfermos, y recursos tan elementales como los antisépticos y los calmantes, recibidos en profusión, no aparecían en los momentos de mayor angustia.

Con el tiempo se vio surtido el almacén de un alto funcionario del gobierno local con frazadas de di­ferentes marcas y procedencias, y las droguerías exhibían los medica­mentos que buscaba la monjita para aliviar el dolor de los heridos, muchos de los cuales habían fallecido por falta de recursos oportunos. Ella fue testigo, desde su discreta posición, del desvío de auxilios y del enrique­cimiento de los esquilmadores que nunca faltarán en las grandes ca­lamidades.

Es el mismo riesgo que ahora se presenta con la catástrofe del Ruiz, esta vez en mayores proporciones dada la voluminosa afluencia de todo género de aportes —incluidos los sonoros dólares— que han llegado y siguen llegando. Es explicable el caos que se origina por la dimensión del problema, del que nacen la vo­racidad y la rapacidad de quienes tratan de medrar a la sombra de las desgracias públicas. De ahí la tarea titánica que significa controlar el gigantismo y desenmascarar a los avivatos.

Para administrar la situación ac­tual el Gobierno fundó a Resurgir, presidida por el doctor Pedro Gómez Barrero y conformada por otros elementos que como él representan una garantía cívica y moral de la mayor prestancia. Es la entidad encargada de calmar la angustia de los desheredados. Entre sus planes de mayor alcance está el de la re­construcción de viviendas y la crea­ción de lo que podrían ser los prin­cipios de una nueva civilización.

Tarea nada fácil, por cierto. Manejar el caos no es empresa deseable para nadie. Para eso se necesita enorme capacidad de sacrificio y esa es sin duda la primera virtud que están demostrando los miembros de la junta.

Los damnificados de Armero, la población más afectada, hoy borrada del mapa, han comenzado a quejarse por la lentitud con que se atienden sus clamores. Piden que haya mayor rapidez para darles vivienda y que ésta, además, constituya solu­ción efectiva. Hay inconformidad por el reparto de los auxilios y se oye hablar de la aparición de los explo­tadores que pescan en este río re­vuelto. Los trámites aduaneros, tan engorrosos y a veces insalvables en este país de trabas, determinan que muchas mercancías se pierdan o se deterioren, como los alimentos y ciertas medicinas.

Por las calles de Bogotá acaba de desfilar una nutrida manifestación que protesta por la ineficacia de Resurgir y pide la aceleración de los remedios sociales, sobre todo la construcción del nuevo pueblo. Tal vez se exige demasiado en tan poco tiempo. Pero son explicables el dolor y la desesperanza de estas familias que se quedaron sin nada.

*

Al doctor Pedro Gómez Barrero, el apóstol de la hora calamitosa, se le enjuicia con exceso de rigor, y sin duda de incomprensión, pero él ha sabido entender las circunstancias y se enfrenta con estoicismo al reto social que supone esta empresa de dolor y desmesura, superior a sus propias empresas urbanísticas. Ante todo sabe que está prestando un servicio desinteresado a su patria y a su comunidad.

Y para él, sobre todo, queda el mensaje del terremoto de Cúcuta, donde una monja, hoy anciana, pre­senció los abusos, los desvíos, el en­riquecimiento de personas inescru­pulosas, la confusión y la anarquía.

El Espectador, Bogotá, 24-II-1986.

Un debate de altura

domingo, 30 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Se ha cumplido con evidente éxito el debate por televisión a que se sometieron los candidatos presi­denciales Álvaro Gómez Hurtado y Luis Carlos Galán Sarmiento, cuyos entrevistadores, tres periodistas de alta calificación que pertenecen a distintos estilos y matices políticos, presentaron un cuestionario de gran interés dentro de la actualidad co­lombiana.

Hay que aplaudir, ante todo, la altura con que se llevó a cabo el de­bate. Las respuestas de los candi­datos pueden calificarse de acertadas en ambos casos y representan dife­rentes enfoques sobre serios pro­blemas que afectan la vida del país en los campos económico y social, sobre los cuales giró esta primera ronda.

La opinión pública, que se calcula en diez millones de televidentes, o sea, cifra bastante superior a la que llegará el total de sufragantes, tuvo oportunidad tanto de apreciar la habilidad de los entrevistados para comunicarse con el pueblo que los interrogaba, como de pesar las so­luciones que ellos ofrecen a las apremiantes dificultades de la hora.

Los gestos, el lenguaje, la apariencia personal, la certeza o inseguridad de las respuestas son factores valiosos para que el público establezca sus criterios, que se traducen en prefe­rencias y por tanto en votos, alre­dedor de las figuras que se pelean el favor de las urnas. Debe tenerse en cuenta que gran parte del electorado situado esa noche frente a los tele­visores está compuesta por jóvenes y éstos no se hallan en su mayoría matriculados dentro de los partidos tradicionales: se inclinan más por las personas.

Galán, con la facilidad de expresión que lo caracteriza, consigue rápida penetración en las masas; y a esto se agrega el peso de sus argumentos, que despiertan entusiasmo. Ese desparpajo, empero, lo confunden algunos con fogosidad o ímpetu ju­venil. Gómez, más veterano y más reflexivo, no posee la misma fluidez verbal pero sabe transmitir sus ideas, casi en tono coloquial, empujándolas con la mímica y la firmeza de sus juicios.

El uno y el otro dijeron cosas in­teresantes. Dejaron puntos para meditar. Hay que quitarle a su ac­tuación el sentido de aparato o teatro que algunos, incluido el candidato del oficialismo liberal, han querido atribuirle, para hallar en cambio un juego de la democracia y una ocasión para que el electorado afiance sus convicciones o descarte sus temores. Es de lamentar que el doctor Barco haya subestimado esta invitación para medir fuerzas con sus conten­dores y dialogar con la nación desde escenario tan propicio.

Ambos salieron bien librados. Los dos expusieron importantes ideas para la controversia nacional, cada cual desde su ubicación partidista y utilizando las estrategias propias de las vísperas electorales. Y si hay un perdedor sería el doctor Barco por su renuencia a enfrentarse con sus contendores y satisfacer así las ex­pectativas de sus propios adherentes. A la gente le gusta que su candidato sea agresivo, en el buen sentido del término, y que demuestre garra de combatiente y claridad mental.

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El millón de nuevos inscritos frente a los dos comicios anteriores preocupa y tiene nerviosos a los políticos Es un potencial que está sin identificar. Y que decidirá las elecciones. Penetrar en esa masa es todo un programa de acción proselitista. Aquí se pondrá en prueba la capa­cidad de los candidatos.

Celebremos que la democracia co­lombiana se dé el lujo de revisar a la luz pública las tesis de quienes aspi­ran a gobernarnos, y sobre todo que esto se haga con la elegancia, la cordialidad y el discernimiento que se vieron en este primer fogueo de opinión. De tales confrontaciones se desprende mayor facilidad para que el pueblo ponga sus cartas, con la necesaria reflexión, en las dos jor­nadas electorales que se aproximan.

El Espectador, Bogotá, 17-II-1986.

 

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Libreta de Apuntes

domingo, 30 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Colombia podría leerse a través de la Libreta de Apuntes de Guillermo Cano. Ningún espacio periodístico tan revelador del país en los últimos años como este almácigo de tierra fresca donde semana tras semana se siembra para el futuro, con el abono de la hora presente, la historia na­cional.

Es periodista discreto e insomne, descendiente de noble es­tirpe, el que escarba en el alma de la patria y sabe extraer el filón preciso para debatir, con la garra y el sentido crítico de los Cano, los grandes temas de la actualidad. Buena falta les ha­cen a los pueblos estas conciencias independientes y respetables.

Por eso la Libreta dominical se ha convertido en punto de referencia de nuestras costumbres y nuestros conflictos. Ya los colombianos nos hemos acostumbrado a encontrar en el ala izquierda de El Espectador, todos los domingos, el análisis del hecho más candente de la se­mana, expuesto con la certeza, la claridad y el coraje de quien aprendió a hacer periodismo cabalgando a contrapelo de los demás.

Ser periodista es ser rebelde y nunca transigente. El bien público reclama una inconformidad obsti­nada. El buen periodista no puede ser incondicional con los gobernantes ni adulador de los poderosos.

Debe ser, por el contrario, implacable con los vicios públicos y protector de los humildes. Pocos oficios demandan tanta entereza, carácter y pulcritud como este de glosador de la vida del pueblo, cuyo significado, hallán­dose atado a lo inmediato, debe trascender más allá de lo efímero y lo circunstancial para encontrar lo que podría llamarse la almendra de los tiempos.

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Guillermo Cano recibió de sus ancestros y transmite a sus descendientes la escuela de esta raza de luchadores y pensadores, que tal vez sea esa la calificación más precisa que pueda señalarse para este iti­nerario de periodistas cabales. Con los principios imprescindibles de la ética profesional, el apego a los va­lores fundamentales del hombre y la sensibilidad para interpretar los signos más destacados del momento, que luego han de convertirse en medios de orientación social, los Cano han escrito para Colombia, cada cual en su hora y en su sitio, buena parte de la historia contem­poránea.

Han estado presentes en los grandes momentos del país, por lo general sufriendo los rigores de las dictaduras y los abusos del poder; han convertido su cátedra en diario ejercicio del buen ciudadano; han criticado lo criticable, a riesgo de la propia tranquilidad, y han estimulado lo que debe estimularse como lección general. Es una cofradía de patrio­tas, de artesanos de la palabra y la noticia, de cultivadores de la inteli­gencia, que nacieron y se reproducen con el vigor de las recias personalidades.

A nadie sorprende que este año el Premio Nacional de Periodismo haya caído en la persona de Guillermo Cano, con el reconocimiento por «la atención periodística a todos los hechos básicos de la vida nacional en 1985, la anticipada denuncia del pe­ligro del Ruiz, la claridad en los conceptos y en la forma y el coraje de buen periodista». Se corrobora así, una vez más, que el periodismo auténtico es un talante, una norma de vida que corre por la sangre y sólo se aprende al pie de la trinchera.

Gabriel Cano le insinuó a su hijo —y éste dice que le ordenó, con la visión del maestro— que bautizara su columna periodística con su propio nombre para debatir los temas nacionales. El anonimato del editorialista debe despejarse eventualmente para revelar su personalidad.

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Así nació Libreta de Apuntes. Es un espacio con dueño, con sello propio, y si el triunfo es también para El Espectador —galardón que  habría que anti­cipárselo al aniversario que se aproxima—, la hazaña es personal.

Dentro de la modestia del agra­ciado, esta nota de exaltación no cabe en las páginas de El Espectador. Pero como nuestro Director se ha vuelto noticia, y las noticias son para registrarlas, no le queda otro re­medio que aceptar, así sea a rega­ñadientes, su propia categoría.

He­cho que, por lo demás, es motivador para los que directa o indirectamente estamos vinculados con la casa periodística y comprometidos con el reto de las buenas enseñanzas.

El Espectador, Bogotá, 12-II-1986.

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Comentario:

Ni una coma, ni un punto, ni una tilde faltan en su Salpicón de hoy. El país entero estará solidario con usted. Le van a sobrar a usted felicitaciones y yo sumo las mías. Esta página merece marco. Siempre se ha elogiado el periodismo de don Guillermo Cano, pero no recuerdo haber leído algo tan emotivo, tan perfecto como este Salpicón.  Carlos Vásquez Posada, Barranquilla.

 

 

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