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Archivo para domingo, 30 de octubre de 2011

Un centavo… ¡cosa seria!

domingo, 30 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

(A mi hija Fabiola, estudiante de sistemas)

Luis Eduardo Neira, un honrado ciudadano que a nadie le ha quedado debiendo un peso, lucha desde hace tres años por quitarse de encima la deuda más abrumadora de su vida: un centavo. ¡Un centavo! No se trata de ningún chiste flojo. Cualquiera, desde luego, tiene sobrada capacidad económica para pagar semejante nimiedad.

Es tanta su insignificancia que un centavo ya no circula. Pero existe. Sin él no habría sistema monetario, ni cálculos matemáticos, ni grandes capitales. Por el centavo se comienza siempre la riqueza. Sin el centavo no podría fabricar yo esta crónica.

Y no es que Luis Eduardo se halle quebrado, como podría pensarse, sino que no ha conseguido que el computador —el monstruo de la época— deje de acosarlo con el cobro de la moneda tiránica. La pelea con el computador es simpática: mientras Luis Eduardo le grita en todos los tonos que no le debe nada, el com­putador, que no oye gritos y sólo obedece a pulsaciones, le contesta, mes a mes, que le devuelva el cen­tavo.

Un día mi amigo entró, para con­temporizar con la moda de las tar­jetas de crédito, en las casillas del computador. Dejó de llamarse Luis Eduardo Neira, nombre eufónico y respetable, para convertirse en un simple número: 4541000391820. Con esa fórmula era ya distinguido cliente de la tarjeta Credibanco. Y comenzó a girar. En restaurantes, supermercados, al­macenes, agencias de turismo, en todas partes dejaba signos de gente prestante. La tarjeta le abría todas las puertas y le complacía todos los antojos.

El sistema diferido de amortización le permitía estos lujos. Pero cuando advirtió que sus ingresos mensuales se pulverizaban en las garras del computador, frenó. Hizo la cuenta exacta de las comisiones y los inte­reses pagados y sintió el aguijonazo de la vida dura. Canceló el último centavo y respiró tranquilo. Devolvió la tarjeta. Borrón y cuenta nueva, se dijo. Vida nueva.

Pero el computador se empeñó en llevarle la contraria. No quiso des­continuarlo de su lista de favoritos y más tarde lo pasó a la celdilla de clientes morosos. Allí figura hace tres años. Todos los meses recibe el sobre cobrándole un centavo. Está en pantalla, como ahora se dice. Si fuera mujer, estaría en…cinta. Y si no paga lo ejecutarán. Esto lo hace automáticamente el computador. Cosas de la cibernética.

Nuestro personaje sigue siendo un número y un número de mal agüero: 13. Cuéntenlo: 4541000391820. No debe nada, y su conciencia llegó al cero absoluto, pero el computador lo atormenta desde hace tres años. Le escribe mensajes, le manda razones, lo amenaza, lo tortura. ¡Pobre Luis Eduardo, un ciudadano honrado!

Él ha llamado por teléfono, ha ido al banco, se ha valido de interme­diarios, les ha rezado a los santos… ¡y nada!

La máquina sigue procesándolo mes por mes, lo que en su caso equivale a triturarlo. Todo el en­redo se solucionaría con una simple pulsación magnética, pero ha fra­casado. Fue dos veces al banco a pagar el centavo, con resultados desastrosos: la primera vez el cajero consideró inaudito, casi una ofensa, darle vueltas de un billete de $50; y la segunda se rió sin misericordia ante una vasta concurrencia cuando el deudor imaginario le deslizó la monedita de centavo (que ni siquiera se le da a un pordiosero).

*

Así, rechazado y avergonzado, Luis Eduardo no tiene cara para volver a las casillas de pagos. Y, mientras tanto, el mensajero da tres fuertes pitazos, todos los meses, ante la puerta del cliente moroso, como para que el vecindario se entere de la llegada del sobre portador de pesadillas.

Ustedes estarán preguntándose lo mismo que yo me pregunto: ¿Por qué no desaparece el centavo endiablado? ¿No será más económico para Cre­dibanco liquidar esa cifra minúscula que mantenerla en sus activos? ¿Cuánto vale cobrar este centavo durante 36 meses?

La junta de ex­pertos que convoqué para valorar el caso —¡y vaya si el centavo se volvió largo!— determinó estos costos mensuales (eliminando los centavos, en homenaje a Credibanco): portes de correo, $18; factura de cobro, $33; sobre, $3; espacio del computador, $48; costos indirectos, $14. Total, $116. Esto significa que Credibanco ha gastado en tres años $4.176 per­siguiendo una moneda de centavo ($0.01).

Pésimo negocio. El mundo se está volviendo loco. ¿De esto habrá tomado nota el auditor, hombre de cifras pero que sobre todo debe ser de cabeza pensante? (El computador sólo tiene cerebro programado).

*

Para el monstruo de la época, claro está, es lo mismo procesar un centavo que un millón de pesos. En sus entrañas todos somos carne de cañón. Los computadores no oyen. Y carecen de sentimientos. Se les programa y ejecutan. Por eso, Luis Eduardo está en desventaja. Le tocó la de perder. Un centavo, como se ve, también produce tortura mental. ¡La sistematización, amigos!

El Espectador, Bogotá, 14-IV-1986.

* * *

Nota:

Después de esta columna, mi amigo no volvió a recibir la factura del centavo, que le había llegado por espacio de 36 meses. Se supone que el banco, al fin, le dio de baja a semejante estupidez cibernética, que careció de un funcionario de carne y hueso para detectarla.

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La visita del Papa

domingo, 30 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Son muchas las ideas que suscita la venida del Papa a Colombia en estos momentos de desorientación religiosa y descomposición social. Siendo el nuestro un país católico, le correspondería el privilegio de al­bergar, con la alegría de otros pue­blos creyentes, al máximo jerarca de la Iglesia romana. Pero Colombia, que en los últimos tiempos se ha desviado de los postulados cristianos y ha protagonizado ante la faz del mundo las mayores atrocidades que caben en el ser humano, no merece esta distinción.

La sola guerra fratricida que diezma en acto continuado la vida de los colombianos, sin saberse a ciencia cierta qué se persigue con tanta sevicia, nos coloca como una nación de caníbales. Valerosos sol­dados, humildes campesinos, enlo­quecidos criminales, trenzados en el sordo y frenético caldero de la in­sensatez, los unos defendiendo la legalidad y los otros atacándola —mientras todos caen acribillados—, tienen convertido el mapa de la pa­tria en una sola y gigantesca mancha de sangre que nos humilla y nos re­baja a la condición de fieras.

No se ha oscurecido aún el triste espectáculo del Palacio de Justicia ardiendo bajo el crepitante amasijo de los odios y las pasiones, ante la mirada adolorida de familiares y compatriotas que tal vez llegaron a dudar de la misericordia divina. Ni se ha borrado el reguero de vida de un ministro, capitán de la justicia y las causas nobles, que de­fendió, en encrucijada tendida por el hampa —hasta caer abatido por los enemigos de la civilización—, lo poco que todavía nos quedaba de­fendible en este país de narcoguerrilleros. (Exacta fusión ésta del narcotráfico con la guerrilla para calificar la vocación que anima a las juventudes modernas que buscan en la aventura y el enriquecimiento el fácil sendero de liberación, que sin embargo no encuentran).

El propio Papa, que ha sido blanco del odio universal y que conoce en todas sus honduras la maledicencia humana, se erizará cuando las noticias le cuentan que en un país tropical de América del Sur her­manos a hermanos se hacen la gue­rra, se mutilan, se destruyen, y allí se asesinan magistrados, ministros, sacerdotes, alcaldes… se incendian palacios de justicia y se atenta, en fin, a toda hora y sin ningún escrú­pulo, contra el sagrado derecho a la vida.

Políticos y gobernantes in­morales saquean los bienes de la comunidad, se apoderan de las prebendas del Estado, pisotean a los humildes, manipulan las elecciones, imponen maquinarias, pervierten las costumbres, se enriquecen a sus anchas y manejan, como amos y se­ñores, la suerte de este país adorme­cido que perdió la capacidad de pro­testar.

Pero el Papa nos visita. Nos da el honor de acercarnos a quien representa todo lo contrario de lo que somos. Él, como Pontífice de la cristiandad, trae su mensaje de paz, de esperanza, de confraternidad, de amor. Y lo va a depositar en esta tierra que vive en guerra, que ignora las igualdades sociales, que hace del odio su arma cotidiana.

Colombia, admitámoslo sin equí­vocos, no merece la visita papal. Pero la necesita. Quizá por eso se pro­gramó. Tal vez en ningún momento de la historia colombiana como en este de angustia y de animadversión general son más urgentes los men­sajes de la fe, la tolerancia, el amor. Y el conductor de almas, que así lo ha comprendido, viene a difundirlos en este pueblo que se ha apartado de Dios.

*

Antes de recibir al Pontífice pro­curemos, más que arreglar calles y enlucir fachadas, que es lo que ahora se hace precipitadamente, limpiar la conciencia. Que los asesinos sus­pendan el fragor de las balas a ver si se acostumbran al reposo de la con­vivencia. Que los apátridas depongan sus criminales instintos de destruc­ción para vislumbrar una nación más generosa. Que el afán de lucro, de explotación y despojo, tan anidado en las cavernas de los malos dirigentes, cambie por el sentido del servicio público y la armonía social.

Preparemos primero el corazón, que las avenidas, y los edificios, y las obras suntuarias imprimen ornato pero no curan las heridas del alma. Ojalá Colombia –que somos todos– recapacite en sus yerros y en sus pecados y busque, en medio de tanta oscuridad y al olor de la Semana Santa, la luz y la esperanza que significa la visita pastoral.

El Espectador, Bogotá, 10-IV-1986.

 

Historia y novela

domingo, 30 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Con el ingreso de Pedro Gómez Valderrama a la Academia Colom­biana de Historia gana la corporación una de las figuras más destacadas de la literatura del país. Como novelista y cuentista, a la par que denso en­sayista de los hechos históricos y li­terarios, su obra ha sido un perma­nente buceo por los territorios de la Historia, escrita con mayúscula, la suprema orientadora de la vida.

Él ha entendido, y lo ha prac­ticado como norma del oficio, que escribir cuentos y novelas es la manera de investigar el pasado. Y como «no sólo la literatura sino los libros de historia están llenos de hi­pótesis» —son sus palabras—, es preciso rellenar, con imaginación, los grandes tramos que permanecen en el vacío o en las nebulosas, para unir o interpretar los episodios históricos que el hombre protagoniza como mensajes para el futuro. Novelar es también historiar (lo cual juega no sólo con la novela sino también con el cuento). El novelista es, ante todo, o debe ser, un investigador.

Pero no cualquier tipo de investi­gador. No es lo mismo encontrar eslabones perdidos que saber con­catenarlos, y hacerlo además con inventiva y gracia para crear fasci­nación. Siguiendo esta pauta, que en Gómez Valderrama es constante en toda su obra, vemos que con sus le­yendas ha fabricado los puentes ne­cesarios con los cuales adquiere dimensión la Historia.

El creador literario con intención de historiador es el mejor memoria­lista de los tiempos. Es el que con pinceladas maestras pinta la tem­peratura de una época y les da color a sus personajes, lo que, dicho en términos precisos, es lo mismo que ponerles alma y carácter.

Esto no siempre lo consigue el historiador ortodoxo. Mientras este se esclaviza al acopio de fechas y a la precisión de límites geográficos, aquel penetra en la vida interior de los protagonistas, los escruta, los oye, les permite li­bertad de movimiento. No es lo mismoordenar crono­logías que dibujar paisajes históricos.

Esta última virtud fue muy acen­tuada en Flaubert. Dueño de portentosa imaginación y aguda sico­logía, trabajó sus personajes con paciencia benedictina. Fue in­vestigador incansable y purista insatisfecho. Con ese rigor concep­tual y artesanal realizó sus obras maestras. Gracias a sus vastas lec­turas y profundos escrutinios —algo que ha olvidado el escritor de nues­tros tiempos— consiguió los con­tornos armoniosos para ambientar los cuadros del amor y de la guerra, con el fondo de la verdad histórica.

Salambó, arquetipo de la novela histórica, re­sulta una mezcla de indagación, si­cología, realidad y ficción. Cartago, destruida, no había dejado ni histo­riadores ni poetas, y tampoco ves­tigios claros para poder recons­truirla. Se necesitaba la mente penetrante de Flaubert y eran necesarios  sus recursos li­terarios, que nunca se conformaron con el primer hallazgo, para rescatar no sólo la ciudad legendaria sino aquella época bárbara y conflictiva.

Pedro Gómez Valderrama les sigue los pasos a los grandes creadores de la Historia universal (Scott, Flaubert, Dumas, Stendhal, Balzac…) al elaborar sus narraciones con los in­gredientes de la realidad y la fábula y con el toque mágico de la gracia y la sutil ironía. Sin su novela La otra raya del tigre no quedaría completa la historia del departamento de Santander a finales del siglo pasado, y sin sus cuentos de hechicerías —combinación de amor, sexo e intriga— le faltaría piso a la época de la Colonia.

*

Su llegada a la Academia constituye un capítulo llamativo. Es de los escritores más originales del país. Historiador nato. No sólo maneja un lenguaje castizo, que lo distingue entre los mejores prosistas de la época, sino que sabe tramar sus leyendas con fino humor y graciosa elegancia. Los recintos académicos necesitan, para no acartonarse, esta clase de innovadores.

El Espectador, Bogotá, 10-III-1986.

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El abandono de La Rebeca

domingo, 30 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Ahora que se puso de moda la remodelación de Bogotá recordé que Vicente Pérez Silva me había con­tado hace algún tiempo, con fotos en la mano, el deterioro en que se halla La Rebeca. Fui expresamente al lugar donde reposa —y en este caso no reposa— la célebre escultura y comprobé los desperfectos referidos. La pátina del tiempo ha degenerado uno de los símbolos más entrañables de la ciudad, que por espacio de 57 años permanece en el afecto de los bogotanos.

Y esto de vivir en el corazón de varias generaciones es un acto grandioso. La Rebeca es la novia de Bogotá.

Es uno de sus puntos de referencia, tan característico como Monserrate. Alrededor de su bella silueta ha gi­rado gran parte de la historia bogo­tana durante el presente siglo y ella ha sufrido en carne propia —y aquí la calificación es exacta— los vejámenes de manos y mentes torcidas que no respetan las dimensiones del arte. Sólo encuentran, dentro del río re­vuelto de los desenfrenos callejeros, el placer enfermizo ante unos senos al aire y la desnudez implícita de la atractiva muchacha.

Los gamines han hecho de La Rebeca su diosa sensual. Juegan con ella, se bañan en la fuente y se ins­piran en las redondeces flamantes para alborotar sus iniciales antojos. Les encanta encaramarse a las es­paldas de la generosa bañista y to­carle sus exuberancias; y cuando necesitan ternura se acomodan en su regazo para sentir el calor maternal que no tienen. Los viejos morbosos, en cambio, no se atreven a meterse en el agua y se conforman con avivar, al borde de la fuente, sus frenados entusiasmos.

Es una de las esculturas más hermosas del país. Hoy adorna el sector de San Diego, en inmediaciones de los puentes de la 26, y antes es­tuvo en el Parque del Centenario. Fue un obsequio que le hizo a Bogotá Laureano Gómez —y que ahora su hijo, con aspiraciones pre­sidenciales, debe rescatar—, adqui­rido en París, en el propio taller del escultor, Roberto Henao Buriticá, oriundo de Armenia.

Henao Buriticá nació en 1898 y murió en Bogotá en 1964. De alto renombre internacional en su época, es autor de famosas obras, como las tituladas Eva y La muerte de Atala, una es­cultura en miniatura de Simón Bo­lívar y el bronce del Libertador en la plaza de Armenia.

Iniciado en la Escuela de Bellas Artes de Bogotá, se trasladó a París y allí se especializó en escultura y pintura. En 1930, dos años después de haberse inaugurado La Rebeca, regresó a Colombia colmado de condecoraciones internacionales. Muy pocas personas saben hoy, en realidad, quién es el autor de la atractiva mujer que he­mos dejado en el abandono por falta de amor a Bogotá. Ya las manos del artífice no se mueven para restituirle la lozanía que ha perdido a merced de la inclemencia del tiempo y sobre todo de la apatía cívica.

Héctor Muñoz cuenta en cró­nica publicada el 26 de octubre de 1978, cuando La Rebeca cumplió 50 años de vida, que trece años atrás El Espectador y El Vespertino ha­bían realizado con éxito una campaña para rescatar de la suciedad a la reina de Bogotá. Como se ve, hoy está otra vez desamparada la pobre Rebeca, y es natural que a pesar de sus formas esplendorosas necesita una mano de retoque. De retoque artístico, se entiende, y no del ma­noseo entre humorístico y lujurioso a que la rebajan sus admiradores ex­cedidos; y al que quisieran someterla los viejos verdes, que ya no dan para más.

*

En esta fiebre de la remodelación capitalina hay que volver los ojos sobre la novia abandonada. Hay que lustrarle la anatomía y rescatarle su decaído esplendor. Aquí queda mi grano de arena, que me lo sugirió Vicente Pérez Silva, amigo del arte y las tradiciones. Ojalá él pu­blique, en la crónica que me anunció y que no he visto en la prensa, las excelentes fotos en su poder donde se muestran los estragos del tiempo y las esquirlas del desafecto colectivo por las obras ornamentales.

El Espectador, Bogotá, 3-IV-1986.

 

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Bogotá en marcha

domingo, 30 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Me sorprendió la rapidez con que la Empresa de Energía Eléctrica, bajo la gerencia del doctor Álvaro Pachón Muñoz y la subgerencia del doctor Arnulfo Garcés Vivas, solu­cionó, como consecuencia de una solicitud que acababa de formularle, una falla de la luz en el barrio donde resido.

Acostumbrados los habitan­tes de Bogotá a la desidia y la des­cortesía con que nos tratan princi­palmente las entidades del sector público, cuyos funcionarios —no todos, claro está— se hallan en mora de aprender los códigos de Carreño y las reglas de la eficiencia, la res­puesta que acabo de narrar resulta casi insólita. Y por ello mismo ponderable.

En mi reciente nota Una trampa mortal comentaba los grandes de­fectos de nuestra desencuadernada metrópoli y atribuía a su gigantismo, inseguridad, turbulencia y deshumanización la causa de tantos desajustes. El caos de las calles, el mal genio, las carreras, el atropello… se traducen en incompetencia generalizada y en estilo de vida agresivo.

No todo es desfavorable. Existen procederes aislados como el traído a cuento y todavía se en­cuentran personas e instituciones con espíritu de servicio. Las buenas maneras no han desaparecido de todos los despachos públicos (y en los privados son norma fundamental de progreso), como tampoco la indolencia y el despotismo son conse­cuencia del frío bogotano. Hay vo­luntades decididas a levantar el ánimo ciudadano y luchan por in­culcar conciencia del servicio público.

Bogotá, a pesar de su confusión y de los factores negativos que la frenan, no se dejará ganar la partida. Sus líderes, tanto del sector público como del privado —y que los hay, los hay— viven empeñados en romper ­los cuellos de botella que deforman la vida civilizada.

Ahora se observa, gracias a la campaña de El Espec­tador y Caracol, un empuje vigoroso para recuperar los 35 kilómetros de la carrera séptima, la vía más im­portante y más afectiva de la capital. Que deberá volver a llamarse la Calle Real, acaso para sentirnos, por arte de la ficción, en la vieja Santafé donde la vida era plácida y la gente amable.

A medida que pasan las brigadas del progreso se ven resurgir andenes, sardineles, postes del alumbrado, calles pavimentadas, fachadas en­lucidas, y desaparecen los huecos, las alcantarillas abiertas, las construc­ciones en ruinas, las basuras, la os­curidad, el abandono… Da la sen­sación de que el agua y el jabón, mezclados de fragancias, le están cambiando el rostro a la capital.

Después vendrán las fuentes, los árboles y las flores para hacer de Bogotá el jardín que todos deseamos. Y como el buen ejemplo es conta­gioso, ya se manifiestan otras ini­ciativas en los barrios.

Es evidente el ánimo de trans­formación y defensa. En estos días se han intensificado las batidas callejeras y se han puesto a buen recaudo a cabecillas reconocidos del hampa. La Policía, apoyada en sus modernos equipos y sistemas de represión, es cada vez más ágil y efectiva para contrarrestar la delincuencia. Los ciudadanos, movidos por una campaña cívica, están denunciando la falta de alumbrado en los barrios, y a través de las columnas especializadas de los periódicos —verdaderos buzones de quejas y reclamos— colaboran con las autoridades para vigilar los servicios comunitarios y rechazar los desvíos gubernamentales.

Mantener una ciudad de las di­mensiones de Bogotá es tarea colo­sal. Los teléfonos, que se dañan; el agua, que no llega; los semáforos, que se enloquecen; el pavimento, que se deteriora; los bombillos públicos, que se apagan o son destruidos; los buses, que atropellan por fuera y por dentro; los taxistas, que abusan; los funcionarios, que no funcionan… he ahí el cuadro clínico de este mons­truoso rompecabezas metropolitano.

*

Bogotá, que alguna vez fue solo de los bogotanos, hoy es de todos los colombianos. Es la ciudad más cosmopolita del país. Por eso vive atestada de gente, de enredos, de toxinas, de miseria, de problemas. Ayudémosla. Su historia y sus glorias son inmensas. No la dejemos ahogar. O nos ahogamos todos.

El Espectador, Bogotá, 15-III-1986.

 

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