Un centavo… ¡cosa seria!
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
(A mi hija Fabiola, estudiante de sistemas)
Luis Eduardo Neira, un honrado ciudadano que a nadie le ha quedado debiendo un peso, lucha desde hace tres años por quitarse de encima la deuda más abrumadora de su vida: un centavo. ¡Un centavo! No se trata de ningún chiste flojo. Cualquiera, desde luego, tiene sobrada capacidad económica para pagar semejante nimiedad.
Es tanta su insignificancia que un centavo ya no circula. Pero existe. Sin él no habría sistema monetario, ni cálculos matemáticos, ni grandes capitales. Por el centavo se comienza siempre la riqueza. Sin el centavo no podría fabricar yo esta crónica.
Y no es que Luis Eduardo se halle quebrado, como podría pensarse, sino que no ha conseguido que el computador —el monstruo de la época— deje de acosarlo con el cobro de la moneda tiránica. La pelea con el computador es simpática: mientras Luis Eduardo le grita en todos los tonos que no le debe nada, el computador, que no oye gritos y sólo obedece a pulsaciones, le contesta, mes a mes, que le devuelva el centavo.
Un día mi amigo entró, para contemporizar con la moda de las tarjetas de crédito, en las casillas del computador. Dejó de llamarse Luis Eduardo Neira, nombre eufónico y respetable, para convertirse en un simple número: 4541000391820. Con esa fórmula era ya distinguido cliente de la tarjeta Credibanco. Y comenzó a girar. En restaurantes, supermercados, almacenes, agencias de turismo, en todas partes dejaba signos de gente prestante. La tarjeta le abría todas las puertas y le complacía todos los antojos.
El sistema diferido de amortización le permitía estos lujos. Pero cuando advirtió que sus ingresos mensuales se pulverizaban en las garras del computador, frenó. Hizo la cuenta exacta de las comisiones y los intereses pagados y sintió el aguijonazo de la vida dura. Canceló el último centavo y respiró tranquilo. Devolvió la tarjeta. Borrón y cuenta nueva, se dijo. Vida nueva.
Pero el computador se empeñó en llevarle la contraria. No quiso descontinuarlo de su lista de favoritos y más tarde lo pasó a la celdilla de clientes morosos. Allí figura hace tres años. Todos los meses recibe el sobre cobrándole un centavo. Está en pantalla, como ahora se dice. Si fuera mujer, estaría en…cinta. Y si no paga lo ejecutarán. Esto lo hace automáticamente el computador. Cosas de la cibernética.
Nuestro personaje sigue siendo un número y un número de mal agüero: 13. Cuéntenlo: 4541000391820. No debe nada, y su conciencia llegó al cero absoluto, pero el computador lo atormenta desde hace tres años. Le escribe mensajes, le manda razones, lo amenaza, lo tortura. ¡Pobre Luis Eduardo, un ciudadano honrado!
Él ha llamado por teléfono, ha ido al banco, se ha valido de intermediarios, les ha rezado a los santos… ¡y nada!
La máquina sigue procesándolo mes por mes, lo que en su caso equivale a triturarlo. Todo el enredo se solucionaría con una simple pulsación magnética, pero ha fracasado. Fue dos veces al banco a pagar el centavo, con resultados desastrosos: la primera vez el cajero consideró inaudito, casi una ofensa, darle vueltas de un billete de $50; y la segunda se rió sin misericordia ante una vasta concurrencia cuando el deudor imaginario le deslizó la monedita de centavo (que ni siquiera se le da a un pordiosero).
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Así, rechazado y avergonzado, Luis Eduardo no tiene cara para volver a las casillas de pagos. Y, mientras tanto, el mensajero da tres fuertes pitazos, todos los meses, ante la puerta del cliente moroso, como para que el vecindario se entere de la llegada del sobre portador de pesadillas.
Ustedes estarán preguntándose lo mismo que yo me pregunto: ¿Por qué no desaparece el centavo endiablado? ¿No será más económico para Credibanco liquidar esa cifra minúscula que mantenerla en sus activos? ¿Cuánto vale cobrar este centavo durante 36 meses?
La junta de expertos que convoqué para valorar el caso —¡y vaya si el centavo se volvió largo!— determinó estos costos mensuales (eliminando los centavos, en homenaje a Credibanco): portes de correo, $18; factura de cobro, $33; sobre, $3; espacio del computador, $48; costos indirectos, $14. Total, $116. Esto significa que Credibanco ha gastado en tres años $4.176 persiguiendo una moneda de centavo ($0.01).
Pésimo negocio. El mundo se está volviendo loco. ¿De esto habrá tomado nota el auditor, hombre de cifras pero que sobre todo debe ser de cabeza pensante? (El computador sólo tiene cerebro programado).
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Para el monstruo de la época, claro está, es lo mismo procesar un centavo que un millón de pesos. En sus entrañas todos somos carne de cañón. Los computadores no oyen. Y carecen de sentimientos. Se les programa y ejecutan. Por eso, Luis Eduardo está en desventaja. Le tocó la de perder. Un centavo, como se ve, también produce tortura mental. ¡La sistematización, amigos!
El Espectador, Bogotá, 14-IV-1986.
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Nota:
Después de esta columna, mi amigo no volvió a recibir la factura del centavo, que le había llegado por espacio de 36 meses. Se supone que el banco, al fin, le dio de baja a semejante estupidez cibernética, que careció de un funcionario de carne y hueso para detectarla.