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Último libro de Pardo García

domingo, 30 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El 29 de septiembre de 1979 Germán Pardo García se abrió las venas, dominado por aguda crisis emocional, y el presidente de Méjico, licenciado José López Portillo, le salvó la vida mediante los auxilios rápidos de la Cruz Roja. De regreso del mundo de las sombras escribió los más tremendos poemas sobre la muerte y la angustia te­rrenal, que lo cubrieron de gloria infinita.

Lleva 72 años ininterrumpidos haciendo poesía. Y anuncia su retiro definitivo con el libro titulado Últimas odas, que acaba de entrar en circulación y se halla dedicado al doctor Belisario Betancur Cuartas —»orgullo de mi patria y de la América Hispánica” —, obra publi­cada por la Editorial Libros de Mé­xico, la misma que imprime la revista Nivel, de fama continental, fundada por Pardo García en enero de 1959 a instancias del presidente Eduardo Santos, y que ha cumplido 272 ediciones.

Con Últimas odas, el libro número 33, se corona una de las carreras más luminosas de la poesía universal. Se le considera posiblemente el poeta vivo más importante del mundo y en varias ocasiones se le ha postulado para el Premio Nóbel de Literatura, pero los dispensadores del galardón, que no siempre aciertan en sus de­signios recónditos, se han vuelto de oídos sordos, como sucede alrededor de Borges.

Pardo García, que está por encima de los honores y ha traspa­sado ya los lindes de la inmortalidad, dijo en reciente reportaje al periódico Excelsior: «Yo no nací para obtener premios, para el triunfo, sino para la lucha y el dolor». Esto mismo lo re­frenda, paso a paso, en Etiología y síndrome de una angustia, las notas autobiográficas que inserta en uno de sus libros y que constituyen uno de los documentos más conmovedores y hermosos que se han escrito sobre la tragedia del hombre.

En ellas se descubren las claves sobre la vida atormentada de este hombre enig­mático que en 1931 huyó de Colombia tratando de escapar de los fantasmas de su niñez y adolescencia deso­ladas. En la sensibilidad del poeta quedaron el páramo, la orfandad, la convivencia con la nodriza sicópata y la madrastra irascible, que lo marcaron para siempre.

Toda su poesía ha sido movida con estos ingredientes. El dolor humano, que extrajo de su propia vida, navegando por las tragedias griegas (desde muy joven ya leía los clásicos griegos), se vuelve estremecedor en su obra, hasta llegar a la cúspide en Últimas odas, universo de arrebatos siderales donde la materia parece que fuera fulminada por la ira de los dioses. Si Pardo García no hubiera sufrido su propio desga­rramiento, el mundo se habría perdido de un genio de la poesía.

En una de sus cartas me dice: «No tengo Dios, no tengo eternidad. Sólo la oscuridad y el terror». Interpreto sus palabras más como un desvarío de su mente torturada que como una verdad consciente. El poeta está angustiado, padece, vive entre tinieblas. Vislumbra, sin em­bargo, el prodigio de la luz. Nunca he creído que  sea ateo. Sus dioses tutelares son sus metáforas, y su religión, la poesía. Está salvado. Por eso es eterno.

33 libros… La edad de Cristo, número cabalístico al que la huma­nidad le atribuye poderes misterio­sos. En este libro aparece Jesucristo difundido en múltiples invocaciones: «Pagano fui como las formas numéricas de Hesíodo, / pero entendí la sangre misteriosa de la cruz…  / Yo te saludo Cristo negro / con mis palabras que jamás / se han sometido por la fuerza / ni al estertor del huracán…»

*

Si hemos de hallar un símil, este es el mismo atardecer de Alberto Ángel Montoya, el caballero romántico, que «amaba el juego, la mujer y el vino» y que en el camino de El Corso se encuentra y se reconcilia con Jesu­cristo, al verse, como él, lacerado y solitario. En la obra que Pardo García anuncia como la última es como si la muerte cabalgara de la primera a la página final, pero una muerte poética que, por venir de donde viene, nos transporta por mundos ultraterrestres y nos per­mite el contacto con las cósmicas emociones.

Es posible que Germán Pardo García haya escrito en realidad su último libro. Libro asombroso. Es el compendio de su obra. Ahí está su gloria. Los solos títulos de las diez poesías son reveladores de algo prodigioso: Los crepúsculos de Anakreonte, Creo en la Tierra, Hay un miedo en el hombre, Cristo negro, Las voces del abismo, El potro de la muerte, Deutschland, Deutscbland uber alles, La noche, Cuando el in­fierno se apague, Un sueño me aguarda.

El Espectador, Bogotá, 11-V-1986.

* * *

Misiva:

Hasta el caos de sombras y de horror que ha sido mi existencia, llega el sorprendente mensaje de luz arrobadora que usted me envía, y siento como si por un instan­te yo hubiese ascendido a un Tabor de claridad, que me inviste las sienes de inmerecida gloria,  a tiempo que permite ver las heridas de mis pies y de mis manos, que súbitamente dejan de sangrar y derraman solamente esmeraldas y zafiros. Tiene usted poderosa grandeza de alma para ver lo que está sumergido en mí bajo capas geológicas que acumularon sobre mi alma y mi corazón un derrumbe de amargura. Paz y esperanza, Germán Pardo García, México, D. F.

 

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El ocaso de Belisario

domingo, 30 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Lo bueno y lo malo del mandato de Belisario debe servir de aviso para los próximos gobiernos. Sobre todo del gobierno entrante. Cualquier Presidente deja lecciones para la posteridad. Al fin y al cabo un pre­sidente de la República encarna una época, con sus conflictos, fracasos y aciertos, y hacia ella mirará la opinión del futuro, libre de presiones y ofuscamientos.

El ciclo próximo a cerrarse ha sido de los más agitados y controvertidos de los últimos tiempos. Y de los más difíciles de interpretar. Belisario rompe en dos la historia contemporánea del país. Ya dijo López Michelsen, el de las frases incisivas, que después de este gobierno todo es diferente. No precisó si mejor o peor, sino que el molde belisarista no se repetirá. Se copiarán algunas de sus fórmulas y se condenarán algunas de sus actuaciones, como acontece siempre alrededor de los hombres importantes. Y es indudable que el ritmo paisa tiene autor exclusivo.

Belisario significó la mayor espe­ranza para el pueblo agobiado de impuestos y carestías y castigado por las maquinarias políticas y los grupos financieros. Sus tesis, que ofrecían soluciones ideales para estos males, recibieron entusiasta adhesión y así, vigorosamente, se inició el gobierno con mayor respaldo popular de los últimos años. Gobierno afortunado en sus comienzos.

Se destapa­ron las ollas podridas de la inmoralidad, fueron puestos a buen recaudo peces gordos (aunque otros huyeron y hoy gozan de cómoda impunidad en el exterior), se demostró independencia frente a presiones de los políticos y se frenaron los impuestos. Mayores realizaciones no se habían visto en muchos años y en tan corto tiempo.

Todo comenzó a desmoronarse cuando el Presidente accedió a las intrigas políticas. Ahí comenzó a deteriorarse su imagen. Ahí comenzó la pérdida de la credibilidad pública. Después los impuestos se desbor­daron, vino el desempleo y entró en bancarrota la producción nacional. Los esfuerzos presidenciales no eran suficientes para atajar la crisis económica que todos los días se agravaba.

Sus implacables batallas contra la corrupción, sin duda su mayor logro, serán aplaudidas en el decurso del tiempo. Los gobiernos sucesivos ya de hecho están beneficiados por ellas. Con esa sola bandera estuvo a punto de hacerse un gran período. Pero sobrevino el fenómeno de la narcoguerrilla. Azote siniestro que per­petró los peores atentados y deses­tabilizó el imperio de las institucio­nes.

El Presidente, gran apóstol de la paz, como es posible que no vuelva a haber otro de su mismo temple y su porfía, buscó por todos los caminos la reconciliación de los colombianos. Pero se equivocó de tácticas. La mano tendida se volvió paternalista y quedó sin aliado. Puestos en libertad los mayores ac­tores de la violencia, impusieron éstos su mandato de terror.

Un ministro cayó inmolado por defender la legalidad. Se incendió el Palacio de Justicia y sus magistrados fueron masacrados. La justicia ardió ante el mundo entero, en un país colmado de injusticias. Del programa de la paz sólo se salvaron las buenas intenciones. Pero per­manecen algunos resquicios para buscar otras luces.

La hora actual de efervescencia electoral y arrebato sectario no permite el juicio sereno sobre este Gobierno. Ahora todo anda tergi­versado en el remolino de las pa­siones. La gente se duele de las carestías, los impuestos, la inseguridad, el desempleo. Y lanza guijarros contra Belisario, a quien se tilda de tole­rante, de iluso, de disperso.

*

Sin embargo, los tiempos futuros darán otro veredicto. Dirán que tu­vimos un Presidente esforzado, gran patriota, carente de vanidad y con permanente ánimo de acertar. Respetuoso de las libertades, pero no siempre receptivo a los clamores del pueblo. Desoyó las fórmulas de la paz cuando se le pedía que no soltara a los delincuentes.

Más tarde se verán las obras materiales y sobre todo las obras morales, que ahora se diluyen en la refriega partidista. La historia también reconocerá que la mala suerte —la estrella negra del Go­bierno— se encarnizó con este hombre bien intencionado que pretendió cambiarle el rumbo a Colombia. Un mártir del destino.

Su sencillez, su espíritu didáctico, su capacidad de trabajo serán segu­ramente inimitables. Nunca fue un Gobierno arrogante, pero sí tuvo ministros arrogantes. Cometió equivocaciones, pero tal vez los aciertos son superiores. Y es posible que al paso de los días se le eche de menos. El ritmo paisa es ya un reto histórico.

El Espectador, Bogotá, 5-V-1986.

 

Las intuiciones de Osuna

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Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El crítico social que hay en Héc­tor Osuna no puede concebirse sino en la oposición. Ningún caricaturista de prestigio ha hecho carrera en la vida cómoda del halago. Ninguno, por otra parte, ha sobresalido con la diatriba. Osuna, permanente inconforme social —y esa es regla de oro del buen periodismo—, nunca ha empleado golpes bajos: pelea de frente, con audacia, con bizarría. Hace de sus trazos verdaderas criaturas del espíritu y les coloca talante caballeresco.

Con sus personajes simbólicos, como los caballos relinchones de Usaquén o la monja saltarina de Palacio, controla la vida de los go­bernantes. ¿Qué sería de Colombia sin estos espíritus traviesos? El país, cuando se aparta del recto camino, encuentra categórica reprobación en las líneas incisivas de este maestro convertido en catón implacable de nuestra Colombia en crisis moral. Nadie le gana como censor mordaz de las costumbres públicas, y todos le te­men.

Rendón y Chapete, en el pasado, fueron severos vigilantes de los go­biernos y las clases políticas; Osuna, en el presente, no se detiene ante los poderosos ni les perdona sus errores. Los tres han escrito páginas magis­trales en la crónica colombiana.

Osuna, discreto ciudadano que puede pasar inadvertido en cualquier salón social, es en las páginas de El Espectador el ángel furioso, un tanto celestial y un tanto demoníaco, que con espada en mano castiga los abusos del poder y destapa los caños podridos. Y es de buenos modales como los niños bien criados pero no tontos.

Se parece a los antiguos hi­dalgos que con una reverencia y de fina estocada dejaban por tierra al adversario atrevido. En Osuna de frente, el libro que recoge sus me­jores temas políticos hasta 1983, anota esta dedicatoria: «A Vicente, que dibujaba caballos, y a Tulia, que pintaba rosas, porque me enseñaron a cabalgar sin estropear las flores».

De fino instinto para localizar su campo de acción, no sólo sabe des­cifrar entre líneas el alma de las no­ticias sino que posee el olfato de los sabuesos para descubrir la presa. Su agudeza mental y su malicia sicoló­gica le permiten extraer, en el es­crutinio de los hombres y los hechos, la almendra que suele escapársele al observador ingenuo.

Se adelanta a los tiempos, porque su intuición no lo engaña. Hoy sabe, por ejemplo, que en el doctor Virgilio Barco, si llega a la Presidencia del país, hallará cuatro años de grandes caricaturas. Está jubiloso ante esta perspectiva que le permitirá extraer todo un filón artístico. Algunos de sus críticos, que le atribuyen inten­ción política, olvidan que Osuna, más allá de conservador o liberal, es ante todo censor público. Su posición es moral. Y si nos guiamos por García Márquez, «su negocio parece ser la salvación de las almas».

Las líneas iniciales sobre Barco formulan desde ahora inquietudes sobre lo que sería un Presidente sin libertad política, atado a maquinarias y cacicazgos regionales. Pregunta Osuna si las pasiones políticas es­timuladas por el triunfalismo actual garantizarán un gobierno imparcial y progresista para todos los colom­bianos. Y al poner al candidato a tartamudear y dejarlo en suspenso en las Fugas de Barco solicita defini­ciones y claridad para grandes masas todavía no convencidas política­mente.

Sor Palacio, ya próxima a aban­donar su sede tras cuatro años inestables y sufridos, buscará que su creador le conceda el justo reposo. Es posible que en la mente del cari­caturista esté tomando forma otro personaje pintoresco para entretener a la opinión pública. Todo es asunto de definiciones, o sea, de apertura de las urnas. ¿Por qué elemento se cambiarán las pepas del rosario y por qué expresión la cara mofletuda y picarona de la monja fiscalizadora?

*

Osuna es canalizador de las frustraciones y las esperanzas po­pulares. Se le ve ahora algo soli­tario en las páginas de El Especta­dor (ya hasta José Salgar le pide que sea menos antibarquista), pero él sabe cuál es su destino. Su mayor habilidad es la intuición.

A los países les hacen falta estas conciencias in­dependientes. La democracia no existiría sin críticos sociales. Barco se declara, con buena dosis de filosofía elemental y aunque le duelan los dardos venenosos, osunista consumado. Buena cosa, claro está, ser receptivos a la crítica. La pelea está casada. Ahora espe­remos los rasgos y rasguños.

El Espectador, Bogotá, 28-IV-1986.

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El Divino

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Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Muchos habitantes de Ricaurte, pueblo silencioso situado al noroccidente del Valle, estarán atemorizados buscando su identifi­cación con personajes de la reciente novela de Gustavo Álvarez Gardeazábal. Característica común en la narrativa de este escritor es la de presentar al vivo personajes locales, convirtiéndolos en prototipos de la condición humana. Pero en esta ocasión, según parece, el trazo de sus criaturas es universal y no ha esco­gido víctimas personales para de­senmascarar a la sociedad.

En El Divino, como él mismo lo dice, estamos todos representados y allí nadie es nadie: todos son todos. Pero el novelista no siempre tras­lada a sus libros personas enteras sino fraccionadas y por eso en un protagonista pueden coexistir varios tipos de la vida real. Es posible, por ejemplo, que en Ebelina Borja, la del biorritmo, que él pone, con una má­quina calculadora y el respaldo de conocimientos de astrología, a es­crutar el carácter de los vecinos, esté algún amigo suyo practicante de in­tuiciones y manías adivinatorias. El novelista es la suma de diversas experiencias vividas y observadas.

No busca en su nueva novela fustigar a sus enemigos y a los caciques regionales, como ha sucedido en otros de sus libros, sino que se vale de las cos­tumbres religiosas de un pueblo —de cualquier pueblo— para enjuiciar la hipocresía, con todo lo que ésta significa: exceso de poder, murmuración, chisme, envidia, arrogancia económica, fanatismo religioso…

Alrededor del cuadro del Ecce Homo, conocido como El Divino, desfila una sociedad de bobos, de mujerzuelas, de homosexuales, de narcisos con plata y poder, que pecan entre jaculatorias y golpes de pecho, pegados a la efigie divina y conturbados con el sonido implacable del ventarrón que azota la vida del pueblo.

Es un ventarrón que se siente a lo largo de todas las páginas del libro y que simboliza el eco de la conciencia pública intranquila por los pecados parroquiales. En esta mezcla de beaterías y concupiscencias se vive el infierno grande de los pueblos chicos. Ricaurte se toma como pretexto para denunciar las gazmoñerías y los vicios públicos de todas las comunidades.

El novelista, como ha ocurrido con sus libros anteriores, se va contra los excesos religiosos, las falsedades sociales, los ídolos municipales, y pone al descubierto las taras de fa­milia y los estigmas de santidades dañinas.

Gustavo Álvarez Gardea­zábal, una de las grandes figuras de la literatura latinoamericana, es el iconoclasta perfecto que sin miedo a la sociedad y utilizando un estilo agresivo y franco destapa las ollas podridas de la vida contemporánea. Autor de narrativa de violencia, es también el desenfadado relator de costumbres y vehemente censor de los poderosos. Su obra mantiene unidad de acción y propósito, y a través de sus bobos (en este libro son 39 y él se solaza contándolos), sus homosexuales, sus prostitutas, sus divinos y un conjunto heterogéneo de pintorescos títeres locales —o sea, la humanidad entera—, describe la comedia humana.

El Divino es novela de símbo­los más que de personas. Alguna señora despistada, tal vez demasiado recogida en sus plegarias al Ecce Homo, dijo en carta a un periódico que se trataba de una herejía. La pobre señora no vio nada más y ha­bría que compadecerla.

Libro de metáforas, de pasiones y aberra­ciones, donde los hilos del humor sutil logran el milagro —y estamos en tierra de milagros— de hacer de lo pornográfico un poético cuadro de miserias humanas.

*

El autor, que por algo ha vivido la vida, es permanente crítico social que no permanece ocioso. En len­guaje directo, crudo en muchos pa­sajes, descriptivo y auténtico (los diálogos así lo confirman), suscita con sus libros en­cendidas polémicas pero también gana entusiastas lectores.

Por sus irreverencias y sus franquezas ya tiene conquistado su trono en la literatura colombiana. Su obra es cada vez más madura. Y se halla, sin duda, a poca distancia de producir su libro cumbre.

El Espectador, Bogotá, 21-IV-1986.

 

 

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Libros de Viejo Caldas

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Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Los escritores de la zona cafetera me favorecen de continuo con el envío de sus libros. Es tierra en permanente ebullición cultural. Voy a repasar, con la brevedad que im­pone el espacio periodístico, estos amables correos:

La imagen poética en la obra na­rrativa de Juan Rulfo, por Eduardo Palacios. Texto documentado a través de vastas lecturas y del se­guimiento penetrante del escritor azteca. El autor es experto en la obra rulfiana y aporta con su ensayo en­foques valiosos para el análisis de Rulfo como creador de poesía.

Gilberto Alzate Avendaño, por Bernardo Mejía Rivera. Con ocasión de los 25 años de la muerte de Alzate, de quien Mejía Rivera, exgobernador de Caldas, fue condiscípulo y amigo cercano, sale dentro de la serie de Escritores Caldenses este libro do­cumental que amplía la bibliografía sobre el caudillo tempranamente fallecido.

El pensador de Otraparte, por Gabriel Echeverri González, escritor quindiano. En este esbozo sobre la vida y la obra de Fernando González hay la constancia de quien busca, de tiempo atrás, interpretar las claves del filósofo singular.

Obra poética de Porfirio Barba-Jacob, por Octavio Jaramillo Eche­verri. Este estudio crítico fue ga­lardonado por la Academia de la Lengua en 1984. El autor, abogado caldense, es además poeta y orador público y demuestra aquí su versación sobre la obra porfiriana.

Testimonio de la ilusión, por Es­peranza Jaramillo de Jaramillo. Publicación del Banco Central Hi­potecario (la autora es gerente de la seccional en Calarcá). Esperanza tiene vena poética, transmitida por sus ilustres abuelos, los bardos antioqueños Juan Bautista Jaramillo Meza y Blanca Isaza de Jaramillo. En Testimonio de la ilusión, su segunda salida al público —libro movido por delicada prosa lírica y senti­mental—, hace recordar a la poetisa mexicana Rosario Sansores en Rutas de emoción.

II Encuentro de la palabra, Edi­ciones Ingrumá, Manizales. Magní­fico que los activos organizadores de estos foros de la inteligencia, cuya cuarta sesión se realizará este año en Riosucio, recojan en palabras escri­tas el duelo verbal de los escritores que se dan cita en la tierra de Otto Morales Benítez, quien anota: «En defensa de la provincia debemos li­brar todos los combates».

Crisis del bipartidismo y mitos del sistema en Colombia, por Nodier Botero Jiménez, escritor quindiano. Profesor universitario. Autor de varios libros sobre crítica literaria. En el presente volumen, de Edicio­nes Lerner, analiza con profundidad las raíces de nuestros conflictos po­líticos y entrega valiosa guía para interpretar la realidad colom­biana.

El hacedor de luceros, por Euclides Jaramillo Arango. Este maestro del folclor, de sobra conocido por su amenidad y sabiduría literaria, plasma en su último libro (y van 13) el mundo infantil lleno de poesía, de magia, de filosofía elemental. Euclides sabe que divirtiendo a los chicos hace pensar a los grandes.

Cuentos del Quindío, por Gloria Chávez Vásquez. Estudiosa de la li­teratura latinoamericana y residente hace varios años en los Estados Unidos. Comenzó en 1971 su carrera de narradora en el Magazín Domi­nical. Después publicó el libro de cuentos Las termitas. Y ahora vie­nen los Cuentos del Quindío, agradable serie infantil que le hace honor a su vocación.

La siesta de un fauno, por Alberto Londoño Álvarez, editado por la Universidad de Caldas. Ensayista, musicólogo, poeta y profesor uni­versitario. Ya le ha dedicado otros volúmenes al análisis del arte musical y ahora, en La siesta de un fauno —una consonancia de la música y la poesía—, hace un concierto con grandes maestros de la sinfonía universal.

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Semillero deste, como se nota, de cultura regional. La provincia es la cuna de la cultura nacional. En el Viejo Caldas el aroma del café es la literatura. Salpicón se propone re­correr, de manos de los libros que le llegan, otras regiones del país.

El Espectador, Bogotá, 24-IV-1986.