La lección de los carros
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Cúcuta es la ciudad que tiene relativamente más carros en Colombia. Parece una colmena en continuo movimiento. Por sus calles veloces y bien trazadas se deslizan, desde temprana hora del día, caravanas de lujosos automóviles de todas las marcas que le ponen especial colorido a la ciudad. Aquí no existen los carros viejos ya que la gente se preocupa por renovar, con increíble prisa, el modelo todavía oloroso a nuevo.
Los cucuteños y los nortesantandereanos son los únicos que se dan ese lujo en el país. Lo hacen, claro está, porque les cuesta poco dinero. Es difícil hallar en las calles de Cúcuta y en las carreteras aledañas placas colombianas. Son automóviles comprados y matriculados en Venezuela, con licencia para circular en Cúcuta y en el norte del departamento en virtud de los tratados fronterizos. No les está permitido llegar a Bucaramanga, y para introducirse en el resto del país deben pagar un impuesto y constituir una póliza de garantía.
El automóvil último modelo cuesta cuatro veces menos de lo que vale en el país. Si es usado, la diferencia es superior. He aquí dos ejemplos: por 140.000 bolívares (1’470.000 pesos colombianos al cambio de hoy) se comprará para estrenar un confortable vehículo por el que en Bogotá pagaremos seis millones. Un carro con pocos años de uso y en excelentes condiciones, que vale en Bogotá tres millones, en esta frontera se negocia por 600.000 pesos.
El carro en Colombia es costoso como resultado de nuestras voraces políticas arancelarias. Los impuestos en Venezuela son todavía moderados, y Colombia, en cambio, se distingue por sus desmedidas cargas impositivas. El Gobierno que acaba de terminar dejó upaquizado el país. Como agotó la producción nacional y se mantuvo en agobiante escasez de recursos, sacrificó el bolsillo de los colombianos. Incluso los servicios públicos se mueven hoy con tarifas upaquizadas.
Periódicamente y con increíble rutina se aumenta el precio de los vehículos que se ensamblan en Colombia. Se traslada a los contribuyentes lo que el Gobierno no logra arbitrar por otros medios. El Renault 4, el mal llamado carro popular, que cuesta ya casi millón y medio de pesos, lo mismo que cuesta en Cúcuta el flamante coche último modelo, salió al mercado en 1971 por 56.000 pesos. Hoy pagamos 27 veces más el precio de hace 15 años. El Gobierno de entonces sí se preocupó por poner al acceso del pueblo una solución real.
Si tener Renault 4 significa esfuerzo descomunal para el común de los colombianos, y el Renault 18, que ya pasa la barrera de los tres millones, está reservado para los ricos, estamos viviendo en un país poco halagador. El caso de los carros venezolanos pone en evidencia la situación de un pueblo como el colombiano al que ya no le caben más impuestos y le está vedado tener, como lo hacen nuestros vecinos no obstante sus reveses financieros, elementales comodidades. En Venezuela el dólar se encuentra subsidiado y esto permite las ventajas en comentario. La caída del bolívar, por otra parte, le da gran alcance a nuestra moneda en este límite territorial.
Si ser dueño de un carro venezolano representa un uso restringido, y en alguna forma es como montar en vehículo prestado, los cucuteños, que necesitan el medio de transporte para su vida ordinaria, gozan de excepcional privilegio.
Veremos qué sucede de aquí en adelante, dentro del actual Gobierno que entra anunciando vigorosas campañas para combatir la pobreza de los colombianos, respecto a las alzas periódicas de los vehículos. Tener carro, bien se sabe, no es un lujo sino una necesidad. En Colombia es casi un imposible.
El Espectador, Bogotá, 15-VIII-1986.