Juan Rulfo
Por: Gustavo Páez Escobar
I – Escritor de misterio
«Vivimos en una tierra en que todo se da, gracias a la Providencia; pero todo se da con acidez. Estamos condenados a eso». Es la frase que en mi concepto define mejor el ambiente de Pedro Páramo, la minúscula novela de Rulfo, de apenas cien páginas, que le abrió las puertas de la fama. Hijo de una familia rica que perdió sus bienes en la revolución, quedaría marcado con el estigma de la violencia vivida en su niñez. Estos sucesos definirían el clima de sus textos, el de su única novela y el de su libro de cuentos El llano en llamas.
Sin haber cumplido los quince años se traslada a Ciudad de Méjico, donde transcurre el resto de su vida. Puesto al cuidado de su tío, siente el desamparo de la juventud carente de halagos. Por aquella época se inicia como lector solitario de novelas en el bosque de Chapultepec. «Convivía con la soledad, hablaba con ella, pasaba las noches con mi angustia y mi conciencia», es confesión suya que sirve para reafirmar su temperamento taciturno.
Las impresiones de su niñez tomaron fuerza y en 1954, cuando contaba 36 años de edad, las traslada a un cuaderno escolar hasta reunir, en el curso de cuatro meses, trescientas páginas de lo que sería Pedro Páramo, que luego reduce a la mitad tras suprimir las divagaciones y dejar el relato escueto —dominado por una temperatura onírica y fantástica— del pueblo muerto donde se entrecruzan las voces y los ecos de seres que no se sabe si son reales o fantasmagóricos.
Es ese el encanto de la obra: el de la aldea muerta que adquiere vida a través del manejo penetrante del idioma. Rulfo monta sobre las vivencias de sus primeros años las realidades de un sueño, de una intuición perspicaz. Y no sabe cómo plasmó su novela magistral. Confiesa que un genio oculto, o sea, el duende de la inspiración, le manejaba la mano para volcar en las páginas del cuaderno el torrente de ideas que llevaba acumuladas en el cerebro.
La soledad, el tedio, la angustia del hombre que lucha con sus demonios, he ahí el ritmo del universo rulfiano. Es desconcertante, y además admirable, cómo alguien logra conquistar la inmortalidad en sólo cien páginas de este libro que no llamó la atención de nadie y, por el contrario, provocó rechazos. Su tiraje inicial, salido en marzo de 1955, fue de mil ejemplares, de los cuales la mitad duró cuatro años en venderse y la otra mitad fue regalada por el autor a quienes se atravesaban en su camino.
Hoy, Pedro Páramo está traducido a todos los idiomas del mundo, treinta años después de aquel incierto despegue. Rulfo, que nació para reírse de la humanidad —a pesar de su seriedad externa —, demostró que con una sola obra, de la pasmosa brevedad de su novela, se puede llegar a ser uno de los grandes narradores del mundo. Su misterio reside en su simplicidad.
Siempre que se le preguntaba por otra novela, novela que anunció y no cumplió, respondía que todo cuanto tenía que decir ya estaba expresado en Pedro Páramo. Tomó del pelo a sus entrevistadores: a unos les decía que la nueva obra iba en marcha, y más tarde manifestaba que había destruido los originales; y a otros los dejó convencidos —y falta verificar si esto es cierto— de que sólo después de su muerte podría publicarse el libro anunciado.
Hombre solitario, alejado de la popularidad, esquivo al elogio, cauto con las palabras, se lleva a la tumba el secreto de su existencia prodigiosa. Vivía ensimismado en su lindero fantasmal—mágico, al fin y al cabo — de Comala, el pueblo universal del miedo y la amargura, enmarcado en la Revolución mexicana.
Su misma muerte, que ocurrió a los 67 años de edad, fue una sorpresa. Pocos sabían que se hallaba enfermo. La noticia, mantenida en reserva por él como un desenlace de su espíritu bromista, conmueve al mundo; sólo sus más allegados conocían sus dolencias.
Ha muerto uno de los grandes maestros de la literatura. Autor de una sola novela. Maestro del lenguaje lacónico. Castigó, con su ejemplo, a los escritores farragosos. Y parece —otro misterio— que no deja discípulos.
II – El llano en llamas
La edición del Círculo de Lectores (1973) figura con 14 cuentos, y la de Seix Barral (1983) tiene 17. Resulta interesante investigar en qué fechas fueron escritos, o publicados, los tres cuentos de la diferencia: Paso del norte, El día del derrumbe y La herencia de Matilde Arcángel. He aquí el resultado de mis pesquisas:
A simple vista, Rulfo escribió los tres cuentos en el intervalo de diez años entre ambas ediciones. Esto no es así. Tales cuentos son anteriores a 1973, bastante anteriores, y en ese año ya habían sido incorporados en otras publicaciones de la misma obra. El libro del Círculo de Lectores, por lo tanto, se considera incompleto.
Veamos: Paso del norte figura en la primera edición de El llano en llamas (1953); El día del derrumbe y La herencia de Matilde Arcángel fueron publicados en 1955, en revistas, y con ellos se aumentó en 1970 el volumen del libro, y al mismo tiempo se eliminó, por voluntad del autor, Paso del norte. En 1977 la Biblioteca Ayacucho, de Venezuela, publicó la Obra completa de Juan Rulfo y en ella aparece, corregido, el cuento que había retirado siete años atrás. Es bueno señalar que en este trayecto la obra de Rulfo se había reproducido en distintas ediciones, tanto en español como en otros idiomas.
Sobre Paso del norte, cuento antiimperialista y el único de esa índole que escribió, vale la pena mencionar la siguiente particularidad: publicado en la primera edición del libro, desapareció en la siguiente, que daría lugar a continuas reimpresiones de la obra (por voluntad del editor, dice Rulfo, y “por ser un cuento muy malo”).
Agrega que no lamentó que se lo hubieran suprimido, pero siempre deseó escribir un buen cuento contra los gringos. Se infiere, entonces, que al darle nueva vida en 1977 mediante las modificaciones que le introdujo, quedó satisfecho de su trabajo antiimperialista, logrado en 24 años (de 1953 a 1977), y expresado, como todo lo suyo, con impresionante brevedad (4 páginas).
El único cuento sobre violencia que dejó por fuera de volumen, y que fue recogido en la obra completa antes citada, es el llamado La vida no es muy seria en sus cosas, el primero que escribió (publicado en 1938). Los relatos de la serie El gallo de oro, de enfoque diferente y escritos al final de su vida, los considera sin importancia (él siempre le restó trascendencia a toda su producción literaria).
Dedúzcase de todo esto que Rulfo, como la mayoría de los escritores de carrera, era un ser insatisfecho de su obra y que de edición a edición (y mejor de noche a noche, para ser más exactos) algo nuevo hallaba para corregir. Al cuento Nos han dado la tierra lo sometió a más de 50 variaciones y sobre él demostró preferencias, como la de haber dispuesto, en la reordenación de trabajos para la Biblioteca Ayacucho, que pasara a encabezar la serie.
El llano en llamas es un recorrido por los pueblos de la violencia mejicana, dominados por bandoleros, miseria y angustia. La guerra de los cristeros, que influye en toda la obra rulfiana, está presente, mediante toques mágicos, en estas breves narraciones arrancadas al pavor de aquella época conflictiva y fantasmal.
Pedro Páramo no es cosa distinta. Ambas creaciones van entrelazadas y pintan la Revolución mejicana, con sus caciques y sus muertos, y como telón de fondo la tristeza del pueblo desolado. Retratando este mundo miserable con la fortuna que logró en estos trabajos, no necesitó nuevos recursos para transmitir su mensaje.
Cuenta él, con aire guasón, que fue su tío Ceferino, borracho fenomenal, quien de rancho en rancho y de mentira en mentira le platicó esas historias. Y como en el oyente había un escritor, las reprodujo. En lugar de El llano en llamas iba a titular la serie Los cuentos del tío Ceferino. A su tío lo asaltaron y lo mataron. Y como no tuvo ya quien le contara nada, no volvió a escribir. Se nos ocurre preguntar: ¿Qué heredó más del tío Ceferino, la chispa cuentera o sus mentiras? Rulfo, no lo dudemos, era bromista genial. Tan fuera de serie, que con su levedad y en tan cortas páginas conquistó la fama universal.
Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, noviembre-diciembre de 1986.