Paisaje boyacense
Por: Gustavo Páez Escobar
A la Costa se va en busca de mar, de sol, de trópico. En el Valle florecen las fértiles campiñas y los espigados talles femeninos. Los farallones se imponen en los Santanderes como centinelas impenitentes en medio de la dureza de la tierra. En el Antiguo Caldas el café brota acariciante como labios encarnados de mujer sensual.
Cuando se quiera encontrar paisaje, legítimo paisaje, hay que ir a Boyacá. Allí la naturaleza, taciturna y soberbia a la vez, se convierte en el ingrediente mágico sin el cual es imposible concebir la belleza. En Boyacá, sea cualquiera el camino que se escoja, todo adquiere contornos fantásticos. Los pueblitos que se deslizan de Tunja para abajo, cargados de sopor, aparecen a la orilla de la carretera como un desafío a la vida estrepitosa y como si no hubieran despertado aún a los engaños del modernismo. Permanecen estáticos en el tiempo y ajenos a las caravanas de turistas que, deseosas de emociones, tratan de descubrir el misterio de las cosas muertas.
El páramo, en ciertos parajes, parece que cogiera a dentelladas a quienes se atreven a transitar por sus dominios. Allí termina la ilusión del asfalto y comienza la realidad de la vía pedregosa, deplorable en muchos trayectos, y entre baches y desfiladeros se prosigue por caminos lentos y polvorientos, frenados para el vértigo y abiertos a la contemplación del paisaje.
Es ahí donde surge en todo su esplendor el magnetismo de la naturaleza incontaminada. Los frailejones, que certifican el decurso de siglos de quietud y la presencia inequívoca del páramo, son guardianes de territorios solitarios donde el hombre mismo estorba entre tanto sosiego y tanta desprevención. El sol temeroso se esconde entre los pedregones y espía de soslayo el paso de los vehículos, mientras las corrientes de aguas cantarinas, verdaderas oraciones de la montaña, susurran sus lamentos. ¿Serán lamentos o serán alborozos?
Como si la pereza del ambiente invitara a soñar, del fondo de la tierra vemos salir extrañas visiones –tal vez el arbusto convertido en ave voladora, tal vez el pájaro que se torna en duendecillo, o acaso el animal prehistórico que se transforma en peñasco… –, y entre cabeceo y cabeceo avizoramos de pronto la aparición de la iglesia próxima. Por estas aldeas minúsculas, que apenas logramos captar cuando ya han desaparecido, pasamos con sabor de polvo y de montaña y con letargo de ensueños y sinfonías interiores.
El paisaje es el marco natural que se quedó en el sentimiento del boyacense. Ya habló Armando Solano de la melancolía de la raza indígena, y habrá que asociar la paz y el embrujo de las tierras silenciosas –donde cada tramo de asfalto algo le quita a la virginidad– con la pureza del alma boyacense.
Boyacá: paisaje, oración, asombro, eternidad… Todavía, por fortuna, los bárbaros de la civilización –los comejenes de la cultura que fustigó Eduardo Torres Quintero– algo entienden del sentido de estos pueblitos somnolientos que a pesar del alboroto de los tiempos conservan puros sus encantos. La tradición y el paisaje son en Boyacá los mejores frutos de la tierra.
El Espectador, Bogotá, 18-IV-1985.