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Archivo para lunes, 17 de octubre de 2011

Las bethlemitas en Colombia

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace 100 años, el 26 de abril de 1885, llega a la ciudad de Pasto el primer centro educativo que se establece para la mujer en el sur del país. Con el nombre de Colegio del Sagrado Cora­zón de Jesús sienta sus reales en Colombia, procedente de Guatemala, la Comunidad de las Hermanas Bethlemitas. A través del tiempo ésta se multiplicaría por todo el territorio nacional y luego se extendería por la región latinoamericana y por diversos países del mundo.

Colegios, escuelas, hogares para huérfanos y pobres, guarderías, obras misioneras y parroquiales, centros de alfabetización para adultos, he ahí el extraordinario cubrimiento de unas monjas beneméritas que, silenciosa­mente, como debe hacerse el bien, han contribuido al engrandecimiento de nuestra patria. «Las religiosas estamos comprometidas en la construcción de un mundo más justo y más humano», manifiesta la madre Berenice Moreno, la actual superiora general, de naciona­lidad colombiana, y resume en frase tan nítida todo un ideario de solidaridad con la causa del hombre en esta época hostil y conflictiva.

Fue el iniciador de la orden el beato Pedro de Betancur, español resi­denciado en Centroamérica, hombre de inmensa sensibilidad hacia los enfer­mos, indígenas y niños desamparados y fundador en América del primer hos­pital para convalecientes. Se le conoce además como el primer alfabetizador de América Latina por sus escuelas para niños y adultos.

Coincide el centenario de la llegada de las bethlemitas a Colombia con el año de la alfabetización impulsado por otro Betancur, nuestro inquieto Presidente, programa que busca superar la ignorancia, supina en muchos casos, del hombre común co­lombiano. Tal parece que el drama de la sociedad desorientada no hubiera variado sustancialmente en estos 100 años, si alrededor del 30% del pueblo colombiano es analfabeto abso­luto.

La rama femenina estaba dirigida por la madre Encarnación Rosal, quien acompañada de otras religiosas inició en Pasto, hace un siglo, la evolución  educativa en este país atrasado culturalmente. En dicha ciudad se rea­lizará un congreso internacional de exalumnas, entre los días 24 y 27 de abril, como acto central del centenario. «Pasto —dice la madre superiora— significa para toda bethlemita la casa solariega de los antepasados, en donde la historia guarda tantos aconte­cimientos felices en nuestro caso: una mano bienhechora que se tiende y una tierra fraternal que nos acoge».

Es una comunidad que se ha identi­ficado con la suerte de nuestro país y ha educado varias generaciones de ciuda­danas ejemplares. Monjas alegres, modernas, disciplinadas, abiertas a la evolución de los tiempos, magníficas instructoras y grandes guías morales, saben que la enseñanza no sólo consiste en transmitir conocimientos pedagó­gicos sino en formar mujeres útiles para el hogar y la sociedad.

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Me consta, por ser mis dos hijas egresadas de sus aulas, la educación básica y los sólidos principios que saben imprimir en sus alumnas. A la madre Berenice la he oído disertar, con propiedad y firmeza, sobre temas tan candentes y de tanta actualidad como el del sexo y el de las drogas alucinantes, ante vastos audi­torios de alumnas y padres de familia. Sicóloga inmejorable y como tal intérprete aguda de este mundo con­temporáneo de vicios y deformaciones de la conducta, su presencia al frente de la comunidad es la mejor traducción de un apostolado edificante.

Muy justa la condecoración Orden Civil al Mérito —la más alta distinción que concede el Distrito de Bogotá— con que el alcalde Hisnardo Ardila Díaz se ha asociado al centenario. Colombia está en deuda con las bethlemitas y debe testimoniárselo.

El Espectador, Bogotá, 11-IV-1985.

 

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Un poeta en la cárcel

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Román Medina Bedoya, Juan Castillo Muñoz y Carlos Osorio Pineda, periodistas de la Presidencia de la República, acaban de salir de la cárcel, comprome­tidos en el episodio de la valija diplo­mática, o la narcovalija, como ha dado en llamarse por haberse transportado en ella, con destino a España, una remesa de cocaína. Después de varios meses de arresto como presuntos cómplices de un falso periodista español que fue el autor del disfrazado correo diplomático, nuestros funcionarios son puestos en libertad incondicional y se reconoce con ello que la justicia, una vez más, se ha equivocado.

Se les confundió con delincuentes comunes infiltrados en las altas esferas gubernamentales, y como además son periodistas de carrera, se prestaban para la especulación. El suceso sonó a escándalo oficial y se aprovechó para disminuir el  menguado pres­tigio del Gobierno.

Funcionarios de la justicia demasiado acuciosos, con ansias de nombradía, quisieron apuntarse un éxito dentro de la desacreditada justicia colombiana y se dejaron llevar más por el ánimo sensacionalista, tan común en nuestro trópico, que por un juicioso razonamiento. En lugar de los peces gordos van a dar a las cárceles invo­luntarios protagonistas que distraen la opinión pública. La justicia debe tomar medidas preventivas, porque ese es uno de los resortes más importantes de la investigación, pero también ser idónea para no mezclar justos con pecadores.

Se admite que en determinados momentos surgen dudas incluso alre­dedor de ciudadanos del mayor respeto, pero no se justifica que éstas se dejen prosperar hasta el límite de que el público termine condenando a los ino­centes. Y como contrasentido, los grandes capos de la droga –Pablo Escobar, Carlos Lehder, El Mejicano…– andan sueltos y se ríen de la incapacidad de nuestras leyes.

Me resisto a creer que Juan Castillo Muñoz, por ejemplo, que exhibe larga trayectoria en función de poesía, pueda volverse delincuente de la noche a la mañana. Son los suyos 56 años de vida honrada, y sobre todo de vida estética. A un poeta romántico, como lo es, la cárcel significa una negación. Resulta inconcebible en la sensibilidad del ar­tista. El delito repugna a los cultores de la belleza.

Juan Castillo Muñoz, que ha publi­cado poesía, cuento y novela y es periodista sin mácula, conoce ahora el castigo de los justos. La cárcel, con todo, le dará otra dimensión de la ruda existencia y le hará comprender mejor la ferocidad del hombre. Algo queda debiendo a sus jueces. De pronto esa es la poesía que le faltaba encontrar. Por ironía, uno de sus libros inéditos, que debe ampliar, se titula Solitario en la sombra.

El único delito de Castillo Muñoz es hacer poesía. Los tiempos actuales parece que rechazan a los poetas. Motivos de Eros es un pequeño volu­men que me envió el bardo en agosto de 1978. Lo he repasado ahora tratando de descubrir algún signo delincuente. Y sólo he hallado una fina inspiración amorosa, como ésta que puede citarse a su salida de la cárcel:

 Regreso a tu silencio poseído de anhelos…

Busco en tus tempestades mi huracán desatado

y en cada movimiento de las manos te acecho

para hacerte más mía. Más piel de mis ensueños.

El Espectador, Bogotá, 25-III-1985.

 

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Paisaje boyacense

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

A la Costa se va en busca de mar, de sol, de trópico. En el Valle florecen las fértiles campiñas y los espigados talles femeninos. Los farallones se imponen en los Santanderes como centinelas impenitentes en medio de la dureza de la tierra. En el Antiguo Caldas el café brota acariciante como labios encar­nados de mujer sensual.

Cuando se quiera encontrar paisaje, legítimo paisaje, hay que ir a Boyacá. Allí la naturaleza, taciturna y soberbia a la vez, se convierte en el ingrediente mágico sin el cual es imposible concebir la belleza. En Boyacá, sea cualquiera el camino que se escoja, todo adquiere contornos fantásticos. Los pueblitos que se deslizan de Tunja para abajo, cargados de sopor, aparecen a la orilla de la carretera como un desafío a la vida estrepitosa y como si no hubieran despertado aún a los engaños del modernismo. Permanecen estáticos en el tiempo y ajenos a las caravanas de turistas que, deseosas de emociones, tratan de descubrir el misterio de las cosas muertas.

El páramo, en ciertos parajes, parece que cogiera a dentelladas a quienes se atreven a transitar por sus dominios. Allí termina la ilusión del asfalto y comienza la realidad de la vía pedre­gosa, deplorable en muchos trayectos, y entre baches y desfiladeros se prosigue por caminos lentos y polvorientos, frenados para el vértigo y abiertos a la contemplación del paisaje.

Es ahí donde surge en todo su esplendor el magne­tismo de la naturaleza incontaminada. Los frailejones, que certifican el de­curso de siglos de quietud y la presencia inequívoca del páramo, son guardianes de territorios solitarios donde el hombre mismo estorba entre tanto sosiego y tanta desprevención. El sol temeroso se esconde entre los pedre­gones y espía de soslayo el paso de los vehículos, mientras las corrientes de aguas cantarinas, verdaderas oraciones de la montaña, susurran sus lamentos. ¿Serán lamentos o serán alborozos?

Como si la pereza del ambiente invitara a soñar, del fondo de la tierra vemos salir extrañas visiones –tal vez el arbusto convertido en ave voladora, tal vez el pájaro que se torna en duendecillo, o acaso el animal prehis­tórico que se transforma en peñas­co… –, y entre cabeceo y cabeceo avizoramos de pronto la aparición de la iglesia próxima. Por estas aldeas minúsculas, que apenas logramos cap­tar cuando ya han desaparecido, pa­samos con sabor de polvo y de montaña y con letargo de ensueños y sinfonías interiores.

El paisaje es el marco natural que se quedó en el sentimiento del boyacense. Ya habló Armando Solano de la melancolía de la raza indígena, y habrá que asociar la paz y el embrujo de las tierras silenciosas –donde cada tramo de asfalto algo le quita a la virginidad– con la pureza del alma boyacense.

Boyacá: paisaje, oración, asombro, eternidad… Todavía, por fortuna, los bárbaros de la civilización –los come­jenes de la cultura que fustigó Eduardo Torres Quintero– algo entienden del sentido de estos pueblitos somnolientos que a pesar del alboroto de los tiempos conservan puros sus encantos. La tradición y el paisaje son en Boyacá los mejores frutos de la tierra.

El Espectador, Bogotá, 18-IV-1985.

 

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Bogotá hace 150 años

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En el volumen IV de sus Escritos escogidos (Biblioteca Banco Popular, 1984), pinta Luis Eduardo Nieto Caba­llero, tomadas del libro de que es autor el ciudadano inglés J. Steuart, algunas características de Colombia en los años 1836 y 1837, según la apreciación de este extranjero que vino al país a hacer plata como comer­ciante e industrial, tentado por la fiebre del oro, y que según parece salió esquilmado. Hay episodios pintorescos de la vida bogotana de aquella época, que he querido entresacar, entre comillas y a grandes zancadas, para deleite de los lectores actuales.

Es la pluma ágil de LENC la que sazona en su crónica, con gracia y colorido, los relatos de Steuart, como se verá a continuación:

«El comercio era casi nulo. Difícil, por otra parte, porque los suramericanos heredaron la pereza española y a todo lo que debe hacerse inmediatamente contestan con languidez: ¡Mañana!… Un desayuno de huevos, chocolate y carne para tres personas les costó cuarenta centavos. Probaron la chicha, que a Steuart le pareció horrible, pero no así a las mujeres de su comitiva. Les daba calorcito en el buche… Don Rai­mundo Santamaría les consiguió al señor Steuart y a sus compañeros una casa con dos pisos, veinte cuartos, jardín y una fuente de agua corriente por dos onzas, es decir, por treinta y dos pesos mensuales…Tenía la ciudad treinta mil habitantes y una milla de largo por la mitad de ancho…

«La cocina quedaba cerca del comedor, con el objeto de que las viandas llegaran calientes a la mesa, especialmente el chocolate, que los ricos se hacían servir en tazas de plata, deseosos de llorar con cada sorbo. Había muchas pulgas, pero los bogotanos estaban acostumbrados a ellas y dormían plácida­mente mientras les picaban los brazos y las piernas u organizaban sus procesiones litúr­gicas por la espalda o por el estómago… Afirma el señor Steuart que acaso ningún país del mundo poseía un servicio de correo más eficaz y ordenado que el nuestro… San Diego no merecía ser citado sino por la suciedad de los frailes que lo habitaban, algunos de cuyos hábitos habían servido a tres generaciones… El teatro era de respetables dimensiones y tenía platea y palcos, pero los espectadores debían llevar los asientos para cada función…

«Todos los comerciantes, con excepciones que no pasaban de seis, pedían por cualquier artículo el doble del precio, para acomodarse a la costumbre de ir rebajando, y en los artículos o en las vueltas de dinero trataban de robar al cliente. Hay algunas muchachas que tienen tiendas, que les fueron puestas por los amantes. Muchachas de doble co­mando: comercial y sensual… El bogo­tano siempre está enfermo. Lo curioso es que el dolor se concentra en la cabeza. Si le duele el hígado, el riñón, el estómago o los pies… contesta: Me duele la cabeza…

«La chicha es la bebida del pueblo. La sirven en unos recipientes llamados totumas, que van pasando de mano en mano. Produce un poco de asco la costumbre, pero a los que la observan no les molestan las babas  de los demás. Antes de acostarse no les sienta mal un plato de mazamorra, que empujan con chicha. Es como un narcótico. No han acabado de desvestirse cuando ya están dormidos… El bogotano de posición se levanta temprano. Si no le duele la cabeza se empotrera (sic) una taza de chocolate bien espeso y bien caliente. Enciende luego un cigarro. Y sale a dar a caballo un corto paseo… A las 6 p.m. es la cena: chocolate, marrano, arracacha… Y para acostarse, dos horas después, la mazamorra, la chicha y el santísimo rosario… Las sirvientas que llevan los platos a la mesa son sucias. No se quitan el delantal ni entre la cama…

«No hay sino tres camiones: el del general Santander, el del arzobispo y el del señor Morales… Cuando cualquiera de ellos sale a la calle, las multitudes se forman para verlos dar saltos… Los hombres son general­mente desgarbados, mal hechos, en contraste con las mujeres… Ellas tienen pies maravillosos y caminan con gracia. Aunque desconocen el asesino corset, los cuerpos son muy elegantes…

“Había pocos sermones. En un año de permanencia en Bogotá, Steuart no supo sino de cuatro, a uno de los cuales asistió. La oratoria le pareció magní­fica, pero el tema intolerable. Hablaba el predicador del diablo como de un personaje evidente y actuante, que cabalgaba sobre los hombros de los incrédulos y les enterraba las uñas a quienes no dieran limosna ni hicieran penitencias… El raterismo abundaba. En Bogotá se robaban cualquier cosa, sin nece­sidad, sin valor, por simple manía o por hacer el daño… Era preciso tener vigilantes especiales. Al menor descuido, como en una comedia de Schiller, la zorra patas arriba y venga acá el pollo… Hombres y mujeres eran inveterados fumadores. Las señoritas fumaban con la candela entre la boca, porque en esa forma dizque no quedaban oliendo a lo que olía el general Sarda cuando Bolívar lo hizo alejar de su cama en San Pedro Alejandrino…»

(Según se deduce, el inglés era malgeniado, aunque buen fotógrafo social. Le faltaba sentido del humor. Nuestro crítico se trasladó a Pandi y allí tampoco le fue bien):

“Pandi es miserable. Setenta ranchos, quinientos habitantes, todos infelices pero honrados. No pudieron conseguir los viajeros ni leche, ni huevos, ni carne, ni papas, ni frutas, ni dulces. El cero absoluto. Habían llegado a la casa del cura, hombre avaro, que vivía sin la menor comodidad … escasa conversación, de mal humor, entregado a la concupiscencia, cuyos estragos le encontró Steuart en el rostro, poco dado al cuidado de la iglesia y de sus feligreses y que tenía, para que le sacara las niguas de noche, una mujer chusca”.

*

¿Qué tanto ha cambiado Bogotá en estos 150 años? Determínelo cada cual. Hoy en Bogotá ya no hay niguas. Todas se fueron detrás del míster en su viaje de regreso a Inglaterra. Y es una lástima, porque nos sobran mujeres chuscas para que nos las rasquen. Se fueron las niguas y se quedaron los rateros.

El Espectador, Bogotá, 1-V-1985.

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El talante de Álvaro

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Irrumpe de nuevo en la política colombiana, con su gesto inconfundible de curtido estratega y ahora más mosquetero que antes, Álvaro Gómez Hurtado. Observador sagaz del proceso democrático de los Estados Unidos, donde la política, más que una con­frontación de candidatos, es un juego inteligente, trabajará su campaña con todo el arte y la habilidad que asimiló en aquella nación. No tratará de copiar el exacto modelo norteamericano, porque nuestros pueblos y costumbres son diferentes, sino de emplear ciertos recursos, a la colombiana, para ganar la batalla.

Quienes aún pretenden presentar a Álvaro Gómez, para disminuirlo, como el godo sectario que no lo es, incurren en acto de ingenuidad. Aquellos tiempos de los pitos y las camisas negras, de un lado, y de la invitación de un ilustre liberal a no saludar a los conservadores, de otro, rasgos carac­terísticos de un país hegemónico —lo mismo conservador que liberal—, se encuentran desdibujados para las actuales generaciones.

Hoy el electorado es sobre todo de juventudes, y de juventudes con nueva mentalidad. Éstas ignoran quién fue Laureano Gó­mez y tampoco les interesa averiguarlo. El voto es joven en Colombia, o sea, incontaminado de viejos resabios. Por eso, Gómez Hurtado representa un suceso serio y como tal hay que asumirlo.

Asustar a los liberales, tal vez para que se unan, con el coco de este señor que a nadie puede atemorizar con desenfrenos que no posee, es perder el tiempo. Hoy se vis­lumbra, y más tarde se definirá ante el país confundido que busca soluciones, el estadista moderno, ponderado, cal­culador, fortalecido por la lucha y por los fracasos anteriores. Hay que recibirlo como real alternativa de poder. Es hombre inteligente, hábil para el menester político y pre­parado para el manejo de los problemas nacionales.

Inútiles esfuerzos, por consiguiente, los de quienes buscan ganar elecciones con incentivos partidistas. Ahora el voto decisivo lo ponen los jóvenes —una franja inescrutable—, y algunos viejos continúan sangrando por la herida de los odios sin cura. La contienda que se aproxima será de ideas, y ante todo de ideas audaces. El pueblo está cansado de ser liberal o conserva­dor y reclama buenas fórmulas sociales. Es aquí donde la figura de Álvaro Gómez ejercerá papel influyente sobre las masas desorientadas.

El candidato, que ya lo es por aclamación, dijo en reciente reportaje en París que le gusta cargar con el destino de ser hijo de Laureano Gómez. Recuerda que su padre fue uno de los máximos caudillos de multitudes, jefe indiscutible de su partido, gran huma­nista y moralizador. Pero sufrió la suerte de haber vivido en época de «bárbaras naciones», aquella de los odios y las pasiones abismales que ensangrentaron el alma de Colombia.

Si «hijo de tigre sale pintado», ahí está el descendiente de la noble estirpe listo a defender sus blasones. Ser hijo de Laureano Gómez, cuya dimensión fue reconocida en su tiempo por Luis Eduardo Nieto Caballero, gran liberal, no es un estigma sino un honor. De él aprovecha el discípulo las cosas buenas heredadas que los maledicentes quieren ocultar, sin poder desconocer. De él recibió el talante, la compostura ante la vida, de que tanto se enorgullece el hoy candidato de muchos colombianos.

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La presencia de Álvaro Gómez Hur­tado en Colombia, después de observar muchos hechos industriales, políticos y sociales en el mundo, es un suceso relevante. La política se engrandece. Aparece un contendor de respeto y así lo aceptan los otros candidatos. Lo sabe el país. La democracia gana cuando surgen estas opciones de categoría.

Eduardo Carranza, cuya vida fue una vibración de la patria, afirmó en su último escrito, antes de morir: «Sólo quise ser siempre, desde siempre y para siempre, hasta el final y más allá, un patriota colombiano, sin distingo partidario. Porque los partidos, decíamos entonces y seguimos creyendo ahora, son disidencias de la patria”.

El Espectador, Bogotá, 10-III-1985.

 

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