Archivo

Archivo para lunes, 17 de octubre de 2011

Leer periódicos

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Un conocido mío, a quien tuve que escuchar con paciencia y con lástima, se jactaba de no leer periódicos. Le pregunté si por lo menos tenía algunos espacios preferidos de la prensa o algún día especial que hicieran la excepción de tan extraña conducta. Y me respondió que su triunfo, como pasó a definirlo, consistía en no perder el tiempo en una sola línea de periódico. En cambio, gozaba con los novelones y con la literatura obscena.

Su confesión fue sincera. Al re­flexionar en que yo era columnista del diario que él acababa de despreciar, me presentó disculpas. Yo preferí no refu­tarle nada, también para no perder el tiempo. Pero me propuse hablar en público, para lectores indulgentes que por fortuna estimulan el esfuerzo del articulista, y no para aquel ser insus­tancial que se cree todo un héroe con su incapacidad para adquirir cultura.

Si la única excepción fuera la del ocasional charlatán, no valdría la pena gastar un espacio valioso para seme­jante nadería. Pero en él están repre­sentados miles de colombianos, para no hablar de una inmensa mayoría no tanto de iletrados como de indiferentes, para quienes el periódico no significa nada. Para mí, en cambio, es un pan cotidiano. Son ellos los que prefieren, de seguro, la molicie atrofiante ante un aparato de televisión o una radio zumbona, a la cátedra diaria de forma­ción que representa el periódico de categoría.

En modo alguno voy a descalificar ni la televisión ni la radio, que bien seleccionadas son medios de aprendi­zaje o por lo menos de diversión, pero para lograr mayor cul­tura es indispensable leer periódicos. Buenos periódicos, desde luego, y además saber leerlos.

En el mundo laboral donde discurre la vida de este escritor que también sabe de cifras y complicaciones bancarias, resulta deprimente encontrarse, por ahí rodando por ambientes diversos, con personas sobresalientes en la sociedad o en los negocios que no tienen la más mínima noción del aconte­cimiento del día, ni se preocupan por superar su ignorancia supina. Hay ejecutivos que desconocen hasta los sucesos más espectaculares. Esa es, por desgracia, una triste realidad nacional. Es la imagen de un país sin ganas de culturizarse. Ahí está también la radiografía de la empresa que se de­sentiende del nivel cultural de sus colaboradores.

Si se comenzara por dedicarle si­quiera media hora diaria a la lectura de un buen diario, ya se vería cuánto se progresa. Es posible que después se saltara a la hora, lo que ya significaría una disciplina permanente. Y como tal, una escuela de superación. Ponga usted a funcionar la mente con libros, revistas y periódicos y casi sin notarlo logrará mayor dominio del idioma y más capacidad para pensar y defen­derse.

Es natural que la lectura, ojalá combinada con la escritura (y esto no sólo se refiere a escribir libros o artículos de prensa, sino también cartas o informes de trabajo), permite aclarar las ideas y razonar mejor.

La ortografía, el rompecabezas de quienes pretenden saberla sin estu­diarla ni practicarla, deja de ser misterio cuando se leen de seguido buenos autores. Estos transmiten sin­taxis y redacción, estilo y erudición. Se dice que el libro es el gran maestro de la vida. Esto supone que el periódico también lo sea por tratarse de un libro dividido en muchas materias.

Es una enciclopedia que nos entrega todos los días, en trozos selectos, una visión veloz sobre el mundo, con pen­samientos críticos y diversidad de opiniones para captar la complejidad del tiempo. En el diario se encuentra de todo, desde amenidades hasta verda­deros ensayos, y se distribuye en píldoras para que mejor aproveche.

Los ejecutivos modernos, por lo ge­neral ajenos a las reglas gramaticales, no leen. En este barullo de máquinas y computadoras se quiere que todo se mueva por impulsos, casi por muecas, como si la comunicación no fuera el medio natural e imprescindible con que se entienden los seres humanos. La empresa está en crisis: se está deshu­manizando. Por eso se explica tanto desastre nacional.

*

No puede aspirarse a tener cultura general prescindiendo del periódico. Si con él conseguimos información, orientación y múltiples conocimientos, debería convertirse en un deber cívico de cada colombiano. El héroe de paco­tilla que suscitó esta nota tal vez nunca llegue a comprender que jamás se pierde el tiempo con el cerebro en marcha. Recuperarlo a sus años le quedará cuesta arriba por no haber aprendido a leer cosas serias.

El Espectador, Bogotá, 3-VI-1985.

 

Categories: Lectura Tags:

El derecho de vivir

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Si bien se analiza la insatisfacción de los colombianos en estos momentos, hay que atribuirla a la falta de oportunidades para subsistir con de­coro. El ser humano, que no puede someterse a la degradación, protesta siempre que encuentra vulnerados sus derechos. Y el más sagrado de ellos es el de vivir con dignidad, lo que supone algo más que respirar, porque ante todo debe saciar sus necesidades elementa­les.

Al pueblo se le ha venido halagando, sobre todo en las jornadas electorales, con múltiples promesas de mejo­ramiento social. ¡No más impuestos!, fue la consigna clamorosa que se escuchó en el pasado inmediato, y con ella se ganó un gobierno. Con esa bandera nacía una nueva ilusión popular.

Pocos gobernantes han tenido en sus comienzos el respaldo y el entusiasmo que rodearon al actual mandatario de la Nación, porque él supo interpretar los anhelos y las frustraciones de la comunidad menesterosa.

El pueblo creyó en el freno a los impuestos, y en la educación económi­ca, y en la vivienda fácil, y en la salud generosa, y en la canasta familiar costeable… Pero al paso de los días se sintió frustrado, una vez más, cuando descubrió que la realidad era bien diferente.

Los impuestos no sólo no se detenían, sino que se multiplicaban cada vez que los despilfarros nacionales hacían apremiantes nuevas cuotas de sacri­ficio. Los costos educativos se volvieron inaccesibles para el común de la gente, con alzas disfrazadas, y los precios de la finca raíz rompieron los diques. En los centros de salud no hay cupos para la pobreza, y la canasta familiar resulta un milagro difícil de realizar.

En la rechifla de días pasados, cuando el señor Presidente se presentó en la largada de una prueba deportiva, estaba simbolizada la protesta que hoy aqueja a los colombianos. Se ha caído en tal grado de pauperismo que las arcas del Estado ya no responden a las necesidades básicas de la población. Se escucha con frecuencia que no hay dinero para pagar sueldos, o que un hospital se cerró por falta de fondos, o que una obra se suspendió por inopia presupuestal.

El país no produce, es la triste realidad. Entre quiebras y concordatos la riqueza se evapora. Los empresarios buscan nuevos milagros, y éstos no llegan. El campo, entre tanto, permanece ocioso y bajo el dominio de la inseguridad y el terror.

Las fuerzas de la insubordinación hacen de las suyas en este mar revuelto creado por el caos, y los secuestros y los asesinatos retumban, como el eco de los peores instintos, en las conciencias asustadas.

Y no es por falta de optimismo que el pueblo está postrado. Es que ya agotó sus reservas morales. Se le acabó la paciencia. Hay que admitir que el señor presidente Betancur se equivocó de buena fe. Pero esta equivocación, por más sana que sea, trae malestar.

*

Surgieron en su gobierno fenómenos extraños a sus planes, como el de la inmoralidad galopante en las entidades financieras, el del narcotráfico implacable y la sedición que todo lo aniquila. Nuestro mandatario, que es el más dolorido de todos los colombianos, y no el más afortunado, ha hecho todo lo posible por salvarnos del desastre. Pero este país descuadernado que le tocó administrar en mala suerte no resiste una desgracia más. No le cabe un impuesto más. Por eso rechifla.

Salvar a Colombia de sus actuales calamidades es recuperar el derecho a la vida. Una vida sin tantos sofocos y con más holgura, con menos sacrificios y con más ilusiones. He ahí, ni más ni menos, el arduo pero no imposible camino que debe emprender cualquier programa de redención social. En vivir, y vivir sin ahogos y con confianza, está el secreto.

El Espectador, Bogotá, 23-V-1985.

 

Memorias de Adriano

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Entre 1924 y 1929 Marguerite Yourcenar escribió por primera vez la novela histórica Memorias de Adriano. Luego quemó los manuscritos, al no quedar satisfecha. La autora tenía 25 años de edad. Vuelve a emprender la tarea, siempre con desfallecimientos, entre 1934 y 1937.

En este último año hace para el libro una serie de lecturas en la Universidad de Yale y, destruida otra vez parte de lo escrito, decide salvar algunos pasajes que más tarde someterá a nuevos arreglos.

Viaja en 1939 a Estados Unidos y deja en Europa el borrador con la mayoría de las notas. Abandona el proyecto hasta 1948. Y quema los apuntes tomados en Yale por parecerle inútiles. En diciembre de 1948 recibe de Suiza, donde la había dejado durante la guerra, una maleta llena de papeles familiares y cartas de más de diez años de antigüedad.

En­trega al fuego, en varias noches de impaciente escrutinio, buena parte de esos archivos, como queriendo liberarse de una carga agobiante. Pero al aparecer en una hoja a punto de extinción el nombre de Marco Aurelio, descubre un fragmento del manuscrito perdido y la asalta la decisión de reescribir el libro tantas veces interrumpido, costare lo que costare.

«Me complací —dice— en hacer y rehacer el retrato de un hombre que casi llegó a la sabiduría.» En 1951 da por concluida la obra. Habían transcurrido 27 años desde la iniciación del proyecto y ahora la autora tenía 48 años de edad. Curiosamente, es la misma edad en que Umberto Eco escribe su famosa novela El nombre de la rosa, también con fondo histórico, que se disputa con Memorias de Adriano las preferencias de los lectores.

«Hay libros a los que no hay que atreverse hasta haber cumplido los cuarenta años», es la recomendación que hace la escritora para justificar su propio calvario. Con su ejemplo enseña a los escritores a ser pacientes, a investigar, a leerlo todo, a compren­derlo todo, a destruir y empezar de nuevo. Esforzarse en lo mejor. Volver a escribir. Retocar, siquiera imperceptiblemente, alguna corrección».

*

Tales las reglas de juego por ella practicadas. Las aprendió, como lo confiesa con orgullo, de Gustavo Flaubert, otro obrero de la palabra que sudaba sus libros con laboriosidad be­nedictina hasta hacerlos maestros.

Para Flaubert no había obstáculo en gastar una semana escribiendo y perfeccionando una sola página. Y al igual que él con Salambó, novela donde pinta el clima de Cartago, reconstruye el palacio de Amílcar y tuvo que meterse de narices en la propia historia, Marguerite Yourcenar hizo lo mismo con los escenarios romanos de Adriano.

Ella se compenetró de su personaje, lo escudriñó, investigó los más mínimos detalles del ambiente y de la persona­lidad del héroe, y luego le dio al mundo la sorpresa de este cuadro de asom­brosa precisión. Rescatar la Historia, he ahí la obsesión de los privilegiados. El verdadero artista es el que logra tomar en sus manos la dispersión del tiempo y reduce a pocas páginas (Memorias tiene 260) la complejidad de los siglos.

El imperio de Adriano es de los más ejemplares del mundo. Durante su mandato, del año 117 al 138, se reformó por completo la administración, se fomentó la industria, se emprendieron grandes obras públicas, se impulsaron las artes y las letras y se le dio pleno bienestar al pueblo. Se le recuerda como el emperador ecuánime y progre­sista para quien la justicia constituía la primera razón, y la esclavitud, bajo cualquier forma, era abominable. Los impuestos se mesuraban y la gente respiraba socialmente.

*

Adriano se hizo experto en el cono­cimiento de los hombres y por eso supo dirigirlos. Rara vez se da, como en su caso, el acierto del gobernante-filósofo.

Memorias de Adriano es el libro del gobernante. Del buen gobernante.  Obra de singular maestría, sabia y poética, que le hacía falta a la humanidad. Los mandatarios de las naciones deberían copiar de ella las normas fundamentales para bien gobernar. En este modelo de brevedad y elocuencia —un reto a los volúmenes farragosos e inútiles— la autora nos muestra el arte de vivir y convivir, el secreto que se ha olvidado.

El Espectador, Bogotá, 13-V-1985.

 

Categories: Novela Tags:

Tierra del Sol

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La palabra Sol se multiplica por las calles de Sogamoso. Esta ciudad, la capital religiosa del imperio chibcha, conocida como la ciudad sa­grada, se hizo célebre por su Templo al Sol, que fue quemado en tiempo de los colonizadores. Por eso no es de extrañar que aquí el rey de la natura­leza alumbre más que en otros lugares. Y no es que sus rayos sean más potentes, sino que la veneración que los pueblos primitivos rendían al astro mayor ha pasado a los nuevos tiempos como el carácter espiritual de una raza. Un dios tutelar que se siente por todas partes.

De ahí que los comerciantes bauticen sus establecimientos con el sello del fuego. Conforme se recorra la ciudad aparecerá esta evidencia: Droguería El Sol, Teatro Sol, Baño sauna del Sol, Ferretería Dissol… En la plaza prin­cipal se encuentra erigida una estatua al astro rey, donde los adoradores, como cosa extraña, están de espaldas a él. Libertad que se tomó el artista, pienso yo, para indicar que hoy los colombianos caminamos con el sol a la espalda…

En mi breve paso por la ciudad me entrevisté con su párroco, monseñor Roberto Márquez Rivadeneira, mi dis­tinguido paisano de Soatá. Recorda­mos nuestra patria chica y nos detenemos de pronto, entre tantas referencias que van surgiendo al calor de la tertulia, en la figura preclara de Laura Victoria, la inmensa cantora del amor (Gertrudis Peñuela, es su nombre de pila), cuyos versos ardientes, de fuego y de entraña sentimental, llenaron una época de la mejor poesía colombiana.

Hoy es una mujer silenciosa, de 72 años de edad, residente en Méjico, a quien sus com­patriotas y los propios soatenses han olvidado. Me cuenta monseñor que Laura Vic­toria escribe hoy poesía mística. Curioso contraste, por cierto. Tiene inédito un libro de este género, en busca de editor. No sólo éste sino todos sus libros merecen publicación, y así volverá a sus lares esta romántica mujer —ahora místicamente romántica— que otrora enardeció el sentimiento de los colombianos y que hoy no tiene, ni en su propio pueblo, una placa recordatoria.

Visito el célebre Museo Arqueológico, que dirige el doctor Eliécer Silva Celis. Todo cuanto quiera saberse sobre la tradición de los chibchas se encuentra allí reunido. Maravilloso templo que protege con exquisito gusto los tesoros del ayer legendario, gracias al interés, la dedicación y la técnica de Silva Celis, investigador que mucho ha contribuido al escrutinio sobre las culturas precolombinas. Es el primer museo de su naturaleza en Suramérica. A poca distancia de la ciudad se halla el también famoso Museo de Arte Re­ligioso, verdadera joya eclesiástica.

Este cruce de caminos que es Soga­moso hace de la comarca un reino ideal para el turismo. Los pueblos más lindos de Boyacá quedan en los alrededores: Monguí, Nobsa, Tópaga, Iza, Firavitoba, Tibasosa… Sus templos son joyas del arte colonial. Y el Lago de Tota parece que surgiera de las profundi­dades de la tierra como un dios encan­tado, temible y fascinante a la vez. Pero hay alarma, sobre la cual no se ha tomado conciencia, sobre el descenso de las aguas hasta niveles pe­ligrosos para la extinción de esta belleza natural. ¿Qué hacen las autori­dades para frenar el fenómeno?

*

Desde Puntalarga, entre Duitama y Sogamoso, rincón edénico que cuenta con todos los requisitos para el sosiego y la recreación del espíritu, el paisaje boyacense se hace soberano en toda su magnitud. Igual encanto se disfruta en el albergue de la Hacienda Suescún. Todo en Boyacá invita a la paz de la conciencia, y quienes no la logran es porque no la merecen.

Paz del Río es el emisario solar que creó para el país un emporio de riqueza. Boyacá, zona minera por excelencia, es rica en carbón, caliza, asfalto y mármol. Lástima que la polución de Cementos Boyacá, que está acabando con Nobsa y sus moradores, se convierta en enemigo letal de la atmósfera.

Y lástima que Sogamoso, ciudad comercial, industrial y ganade­ra, y cuna de escritores, historiadores, periodistas y hombres de Estado, no tenga hoy la categoría intelectual de otros tiempos.

Dicen que la politiquería se apoderó del terruño. La gente protesta en privado, pero no se atreve a rebelarse en público. Los alcaldes no mandan en su año, porque apenas resisten tres o cuatro meses, y así, de tumbo en tumbo, es imposible el progreso.

Sogamoso, Ciudad del Sol y del Acero. Título bien ganado. Sitio amable, reposado, acogedor, en él to­davía se respiran aires frescos. Aldea bien conservada, en busca de mejores horizontes, mantiene lim­pias sus tradiciones y lucha para no dejarse contaminar el alma.

El Espectador, Bogotá, 7-V-1985.

 

Categories: Boyacá, Viajes Tags: ,

El nombre de la rosa

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Tras una semana de intensa y apasionante lectura le he dado vuelta a la última página de El nombre de la rosa, de Umberto Eco, su novela muy nombrada que consigue conquistar el in­terés del mundo a poco tiempo de su publicación en 1980. Admirable el hecho de que, tratándose de su primera novela, si bien ya había difundido cuatro libros anteriores de ensayos diversos, el éxito desbordante le llegue en este inicial despegue como narrador.

Esa suele ser la fama: sor­presiva y traicionera. El autor es un hombre maduro, de 48 años de edad, que demuestra la consis­tencia de su mente estructurada entre estudios de semiótica y el escrutinio sobre el hombre como ser orgánico y pensante.

En su deseo de estudiar una conflictiva época religiosa, la del siglo XIV, se va por los caminos tortuosos de la iglesia italiana dominada por monjes ligeros y logra pintar el ambiente corrupto de aquellas calendas. Ya Clemente V había trasladado la Santa Sede a Aviñón y había disuelto la orden de los tem­plarios para darle satisfacción a su protector, Felipe el Hermoso de Fran­cia. En esta forma escapaba de la Roma movida por ambiciones, intrigas y concupiscencias.

Vendría más tarde el imperio de Juan XXII, papa ambicioso, de 72 años, de ingrato recuerdo, cuyo afán mercantilista lo lleva a amasar cuantiosas fortunas.

En este período abunda la peor simonía. Los pecados sexuales de los clérigos se absolvían con dinero tarifado, según la gravedad de las faltas, y las monjas, que también pecaban, conseguían incluso ser nombradas abadesas si su peculio se mostraba generoso. Tal era el clima moral de Aviñón: mercado persa, con es­tatuas de oro y sepulcros blanqueados

En esa atmósfera descompuesta, que parece inverosímil, el novelista urde una red policíaca, valiéndose de las dotes detectivescas de un monje con pasado de inquisidor, y le imprime el tono exacto a aquella etapa medieval de hondos conflictos sociales y religiosos. No es lícito esconder la verdad de la historia, si ella, como orien­tadora de la vida, escribe lecciones para los tiempos futuros. Ya se sabe que la Iglesia, para preservar la fe y mantener su categoría espiritual, ha tenido que vencer grandes tempestades.

El éxito de Eco en su novela consiste en haber retratado con fidelidad unos hechos escabrosos. El novelista es historiador cuando sabe dibujar el ambiente y reconstruir la tempera­tura social. Los crímenes sucedidos en la abadía benedictina, que describe poblada de fantasmas, brujerías, pasiones y monjes perversos, corres­ponden a una maravillosa ficción novelada.

La biblioteca del saber, defendida con celo contra posibles invasores, es el centro neurálgico de la abadía alrededor del que giran los mayores sucesos. Allí se guarda la incógnita de los misterios inaccesibles. Este tesoro tiene que quemarse y pulverizarse para hacer más humillantes la apetencia y la incapacidad del hombre. Dijérase que las llamas depuradoras limpian el alma e iluminan el recto camino.

*

Las menti­ras religiosas, que las habrá siempre, arden allí como pavesas de la rectifica­ción. Ya el monje detective ha encon­trado su anticristo en el rostro deforme y satánico de uno de su congéneres, y bien está que luego estalle el drama apocalíptico de la destrucción. La abadía, que se deja sin nombre, apenas como referencia de la ignominia universal que no necesita identidad precisa, queda perdida en el polvo de los siglos.

El lenguaje crudo y la dureza de algunas escenas, por más descarnados que sean, o por eso mismo, reflejan la autenticidad de la época. Umberto Eco, que parece un eco del pasado, no se equivoca con los símbolos que utiliza al ponernos a meditar sobre la dis­torsión de los tiempos y las reconditeces del alma. Quizá no vuelva a escribir otra novela, porque no conseguirá superar la actual. Por lo pronto, la fama le ha medido y le ha recortado la oportunidad para nuevos proyectos.

El Espectador, 2-V-1985.

 

 

 

Categories: Novela Tags: