Burbujas
Cuento de
Gustavo Páez Escobar
Tenía la garganta reseca. Los jugos que saltaban ante sus ojos le producían mayor tentación. Y no llevaba un céntimo en el bolsillo. Las frutas maduras se atropellaban entre espléndidos colores, estimulando todavía más la sed contenida. Varias empleadas, expertas en exprimir hasta la última gota el líquido de aquel mundo fascinador, convertían en tajadas el alma de los mangos, de las naranjas, de las guanábanas y de las curubas, y luego las ponían a girar a grandes velocidades en los recipientes donde entre trozos de hielo adquirían su deliciosa transformación.
Los aparatos eléctricos emulaban en rapidez para responder a la clientela creciente. Todos los ojos seguían con apetencia aquel proceso febril que permitía calmar la sed entre espumosas y seductoras sustancias.
Un menudo visitante, a quien en la calle se conocía como Chiqui, no podía darse el lujo de pedir un refresco. Su bolsillo estaba vacío. En cambio, otros niños de su misma edad, para quienes la vida era generosa, según su resignada deducción, circulaban a sus anchas por el negocio. Chiqui los envidiaba. El gamín permanecía en el rincón, ignorado por todos, y con la mirada pretendía indicar que también tenía sed.
Las máquinas giraban sin cesar y transmitían una sensación de vida. La mañana era sofocante, pero la brisa grata de los ventiladores prodigaba a Chiqui extraño privilegio.
–¡Muévase! –lo empujó el dueño del establecimiento y lo puso a caminar. Y agregó: –entre gamines y pordioseros se me daña el negocio.
El gamín, acostumbrado a las incomodidades y los atropellos, le había obedecido. Ahora se hallaba en la puerta, listo para la carrera si el poderoso señor volvía a intimidarlo. Desde su nueva posición miraba con recelo la figura solemne del dueño, quien manipulaba la caja de caudales y sonreía al público con afectación. Se notaba satisfecho de la concurrencia y calculaba que ya había dinero suficiente para el nuevo depósito en el banco.
Otra remesa de frutas llegó al negocio. El minúsculo holgazán se sintió más reducido en medio de aquella montaña de vitaminas. Era una policromía desconcertante para su paladar resentido. Una burbuja le rebotó en el estómago. Llevaba mucho tiempo sin comida, pero en ese momento no le interesaba comer. En cambio, lo apuraba la sed. Volvió a entristecerse con su miseria y se acordó de su madre inválida, que tal vez ya tenía reunidos unos pesos en la esquina donde imploraba la caridad pública, para comprarse él una bebida reconfortante.
Mientras el carro de las frutas avanzaba, le puso el dedo al mango. Era su comida favorita. Palpó su carne jugosa y tuvo intención de apoderarse de él. No lo hizo, sin embargo, porque los ojos del cargador se movieron como linces. El pequeño se conformó con saber que aún había frutas en el mundo. Miró al sol, que hacía insoportable la atmósfera de la calle, y no entendió tanto calor para tan poco refrigerio.
El niño burgués le sonrió. Era la primera persona que le sonreía en esa mañana de desamparo. A Chiqui le brillaron los ojos. No era tanto por el relumbrante taco de galletas, como por encontrarse con alguien que no lo despreciaba. El dueño no lo dejaba siquiera envidiar la suerte de los ricos. Para Chiqui todo el mundo era rico desde que tuviera un billete para comprarse el jugo de mango. La empleada batía una copa más, y lo hacía con deleite. La espuma se movía a borbotones en el recipiente de la provocación, y al gamín se le agitaban las emociones, los ojos y el corazón. El niño burgués le pasó una de sus galletas, y por compasión o por simpatía volvió a sonreírle.
–Tengo sed –exclamó el pequeño mientras devoraba la galleta.
–Yo también –repuso su ocasional compañero, y prosiguió la marcha.
De nuevo en la calle, esperó al primer transeúnte, en busca del objeto que pudiera remediarle su apuro. Allí venía la dama elegante. Y calculó: el reloj, o la pulsera, o los aretes… El collar de perlas se movía con brillos refulgentes mientras ella avanzaba exhibiendo sus aderezos y su belleza. Todo sería cuestión de un instante de habilidad. No era mucho lo que el gamín lograba en sus largos días de mariposeos callejeros. El público vivía más prevenido desde que en la ciudad aumentaban los pillos. La corta estatura de Chiqui y la inseguridad de sus movimientos no le permitían, por otra parte, mayores utilidades.
Cuando birlaba el reloj o la cadena, el reducidor le salía con cualquier cosa. Por pequeño, su mercancía se cotizaba menos que la de los grandulones que por ahí vagaban. Se había habituado a recorrer calles, porque ignoraba los oficios decentes. Una vez lo pusieron a limpiar baños en el cafetín y se le rebeló el estómago. Más tarde ascendió a cargador de mercados, y pronto, por enclenque, perdió el puesto.
Contra las prohibiciones y los cercos de las autoridades, había que subsistir. A su madre ya casi no le llegaba dinero para el diario. La competencia había crecido, y la generosidad era cada vez más escasa. Ante ella cruzaba de afán un mundo indiferente, engreído, metido en sus propios problemas y en sus insondables egoísmos.
Chiqui se imaginó con el collar de perlas en las manos y negociándolo con el reducidor por buen precio, superior al que acostumbraba reconocerle aquel miserable explotador que carecía de sensibilidad hacia los que en verdad trabajaban las mercancías callejeras. Después volaría el gamín a remojarse la garganta.
–¡Cuidado! –le advirtió el policía, levantándolo por el cuello–. ¡Te conozco, pillo!
Nuevo fracaso. Chiqui no lograba entender cómo los policías eran capaces de adivinarle el pensamiento: casi siempre se anticipaban a sus escaramuzas en los mercados de las calles. La enjoyada dama, que había penetrado en las intenciones del raterillo, lo miró con rabia y desprecio. Y éste, vencido sin haber siquiera actuado, se fue en busca de las monedas que otra vez le negaría su madre.
–Es para el jugo –explicó el muchacho.
Ella contó los ingresos que nunca alcanzaban. Entendiendo la frustración de su hijo, le levantó la moral con estas palabras de frágil consuelo:
–Ya pronto saldrán los empleados públicos.
Regresó a la frutería. Quizá ahora sí alguien lo interpretara y le calmara la sed. Iba dispuesto a hacer notar más su penuria. Allí estaba el mismo público entusiasmado de todos los días, inmerso en sus complacencias e indiferente a las angustias ajenas.
De nuevo brillaron ante los ojos del rapazuelo las guanábanas, las mandarinas, las peras, los melocotones. Y otra vez, tentándolo y torturándolo, el sonrosado mango. Eran colores y fragancias que se mezclaban para fascinar la vista y excitar el gusto. Todos los placeres cabían en esos manjares suculentos.
Alcanzó a sentir la lágrima que rodaba por su mejilla y luego comprendió que no era lícito llorar cuando había que vivir. «Hay que vivir», se dijo con desespero y con remota esperanza. El prepotente señor contaba en ese momento el dinero que se iba para el banco.
Chiqui tuvo al fin en sus manos la fruta de la tentación. Alguien había dejado el vaso a medio consumir. Ya esto no sería robar, porque se trataba de un desecho. Pensaba que el robo era para él un acto de defensa, y por lo tanto, su alma quedaba limpia de culpa al saber que no se apoderaría del bien ajeno sino de la sobra que se botaría a la basura.
Bebió, y bebió hasta la saciedad. La lágrima terminó evaporándola el viento de los ventiladores. Un susurro le acarició el alma. En ese momento tuvo intención de ser bueno. Creía, sin embargo, que no era malo del todo. Su madre no podía extinguírsele en medio de la crueldad de las calles. Tal vez ser bueno consistía en vencer la repugnancia por los cafetines y coger fuerzas de cargador.
De pronto, sintió el estrujón y la bofetada contundente. El dueño del negocio le cobraba la mercancía.
–¡Rata asquerosa! –no cesaba de gritarle, y repetía los golpes con mayor intensidad.
El público, en un segundo, se hizo solidario con el propietario. Era la fácil respuesta a la inseguridad que se vivía en calles y negocios. Alguien más ayudó a castigar la fechoría que el comerciante denunciaba. El niño burgués se arrepintió de la galleta regalada. En su interior, alguna persona se compadeció del gamín, pero guardó silencio.
–Bien merecido el castigo –dijo la dama acicalada, y se acarició su cadena de oro.
Chiqui, atontado, percibía en forma vaga las miradas escrutadoras y, esta vez sin entusiasmo, escuchaba el ruido sordo de las máquinas que fabricaban refrescos. Era un ambiente borroso, pero cierto. El nuevo golpe en el estómago le hizo devolver el jugo de mango.
–¡Hasta la última gota! –trinaba el dueño.
El estómago estaba otra vez vacío. Hasta la última gota… Ese era el estado normal del trotador de calles, y es posible que, hecho a los rigores de su suerte, se le hubiera endurecido la piel contra los maltratos y las vejaciones. Aunque no se sentía tan herido, si ya había saboreado la bebida de los dioses.
Por el piso rodaba el jugo de mango, y el gamín se preguntó si era justo aquel desperdicio.
Y el mundo siguió girando.
Aleph, Manizales, junio de 1985.