Un rostro en la multitud
Por: Gustavo Páez Escobar
Duré tres cuartos de hora esperando taxi en un sitio concurrido y fácil de Bogotá: calle 45, antes de la Caracas. Era un día cualquiera, no había paro de transportadores y no era la hora pico. Los taxis pasaban ocupados. Otros ignoraban mis ruegos. Corrí a coger el que bajaba libre al otro lado de la vía, y el chofer, tan acostumbrado a estas carreras, me indicó con sarcasmo que llevaba otra ruta. Me quedé con la puerta en la mano y sentí la burla grotesca que quemaba mi impaciencia. Luego, por poco me precipito en un carro particular, pero me detuve, aunque tarde, cuando el señorito del volante me recriminaba: “fíjese, idiota».
Idiota que es uno cuando es provinciano. Camina torpemente y se deja atropellar de todo el mundo. Llegaba otra vez a Bogotá, deshabituado como siempre a sus carreras y su indolencia. Entrando a la ciudad al mando de mi propio vehículo, había gastado una hora entre las fábricas del sur y el primer puente elevado, todo porque un volquete se había varado y obstruía la mitad de la calzada, provocando un lento y endemoniado infarto en el tránsito. Todos se miraban al cruzarse, se desafiaban, se repasaban los rostros agrios e incluso se condolían de la común desgracia de tener que avanzar a paso de tortuga entre pitos y protestas inútiles.
Ahora seguía esperando taxi en la calle 45, antes de la Caracas. Era posible que el amigo con que me había puesto la cita en Chapinero estuviera todavía pendiente de mi aparición. Finalmente atrapé un carro desvencijado, humoso, de color mugre, que acababa de dejar a la señora de la tienda con sus bultos y sus canastos.
El chofer me hizo una especie de verónica cuando pasé a bordo. Me midió por el espejo y arrancó. Iba despacio, parsimonioso, indiferente a mis afanes. No intenté urgirlo, porque entendí que su temperamento no estaba para carreras, y tampoco su vehículo. Me contó, sin preguntárselo, que no llevaba placas. Tampoco taxímetro. Apenas la llanta de de repuesto y dos herramientas.
Hicimos amistad en un minuto. Pronto cambié el concepto sobre el despotismo de los bogotanos. Sonrió, sin que fuera necesario. Y me hallé con un personaje simpático, buen conversador y mejor comentador de su miseria. No llevaba placas, porque la «caracha», como la llamaba, adquirida de buena fe, le había resultado con un expediente por contrabando. Le aconsejé que legalizara la situación y él argumentó que le era difícil conseguir los $ 30 mil para atender la serie de trámites inabordables. Tampoco podía esconder el carro porque la familia se morirla de hambre. Era preciso, entonces, exponerse a los riesgos de las calles bogotanas.
Sólo una vez había tenido problemas y había salido de ellos con un billete. “¿Y si le quitan el carro?”, le pregunté. «Entonces me volveré delincuente para poder subsistir», me respondió. Yo pensaba para mis adentros que, de viejo y destartalado, aquel armatoste no llamaba la atención y podía seguir transitando en su trabajo honrado. Seguiría con franquicia para socorrer a provincianos ignorantes de les enredos de la gran capital, la de los puentes elevados, los soberbios edificios y las miserias subterráneas.
Por fin llegué a mi destino. Pagué sin taxímetro, o sea, con generosidad. El amigo que me había citado en el restaurante no se resignó a mi demora. Perdí la cita y el almuerzo, pero quedé contento con haberme tropezado con un ser distinto a la mayoría, capaz de hacer una verónica en pleno tráfago bogotano, y también de reírse y participar sus cuitas,
Este humilde chofer contradice el mal genio de los bogotanos. Es un rostro que se pierde en la multitud y se convierte en referencia amable, humana, dentro de los laberintos de la ciudad que anda de prisa, congestionada y neurótica (¡pero te queremos, Bogotá…!) Este monstruo de la civilización ha aprendido el vértigo de la vida moderna pero se olvida de los menudos e insondables abismos del ser insignificante que deambula en una «caracha” sin placas, sin taxímetro, sin esperanzas, y luchando a brazo partido, casi con la ley encima, para no dejarse morir de hambre.
El Espectador, Bogotá, 23-II-1982.
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Comentario:
Tengo que contradecir lo que afirma Gustavo Páez Escobar en su columna. Él asegura que sólo hay un rostro amable entre los choferes de los taxis de Bogotá.
Yo tomo taxi con frecuencia y puedo asegurar que es grande la amabilidad de los choferes. Al entrar, saludo y doy las gracias por haber parado para recogerme. Y pronto empezamos a dialogar. Pregunto cuántos «pelaos» tiene y si el negocio está bueno. Hablamos de política y por quién va a votar. He sabido con mucho agrado que el mayor interés de estos padres de familia es la educación de sus hijos. La inmensa mayoría tiene sus hijos en el colegio, y otros ya están ejerciendo un oficio. Del negocio dicen que no es muy bueno, pero les da para vivir. Son muy escépticos respecto a la política y a nuestros hombres públicos. La mayoría no vota nunca. Pero ese es otro problema. Emilia de Gutiérrez, Bogotá.
(¿Entendería doña Emilia mi artículo? GPE)