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Archivo para sábado, 15 de octubre de 2011

“Necesito empleada. Pago el doble”

sábado, 15 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En cualquier hogar que todavía se dé el lujo de contar con servicio doméstico se podrían desarrollar las siguien­tes escenas:

–Están timbrando, Dioselina, y de­ben de ser las niñas que regresan del colegio –dice doña Yolanda, asegurándose el último tubo eléctrico en su la­cia cabellera.

–No puedo abrirle, mi doña, porque se me queman las arepas. Mejor díga­le a la dentrodera, que ella está escu­chando la telenovela del tipo ese tum­bador de quinceañeras.

–Entonces, haga el favor de abrir usted, Petronila.

–Espérese, mi doña, que el enamora­miento va en lo mejor. Si viera lo chévere que se ve el gallinazo con su melena revuelta y sus amuletos col­gándole del pecho. ¡Huy….huy…! La toma por la cintura….y ¡pum…! le acomoda un besote como para dejar quemar todas las ollas…

–¡Abran, que somos nosotros y trae­mos sed! –claman las niñas en la puerta.

–¡Dioselina… Petronila!… –grita la señora–. ¿Ninguna se da por enterada? Para eso tienen buenos sueldos. De­jen la arepa y la televisión y sean serviciales, por Dios.

–¿La oíste? Nos amenaza. En fin de cuentas, yo estoy como aburriéndome. Cueste lo que cueste no abro la puer­ta y mejor me presento a la señora de la esquina que hartas ganas me tiene. Su marido es más seductor que el de aquí. Ella me ofrece quinientos pesos más y me permite quedarme tres noches por la calle. Una tiene que hacerse va­ler. Me marcho, Diose. Chao, chao…

–¿Qué dice, Petronila?

–Me voy, mi doña, porque usted me tiene explotada. Ya tengo empacadas mis pertenencias. Págueme la quincena, el preaviso, la cesan­tía, las vacaciones, las horas extras y toda esa hilera de cosas que me debe.

–Ahora no hay dinero, y es us­ted la que debe pagarme preaviso por abandono del puesto. Además, tengo que descontarle la vajilla rota, el espejo destrozado, el mantel quemado y los cubiertos perdidos…

–¡Oíla, oíla! Fuera de que me debe quiere asustarme. En definitiva, ¿me paga o prefiere ir a la inspección?

Doña Yolanda tuvo que comparecer al despacho del inspector de trabajo, un señorote que casi no la miraba y pa­recía tener algún trato con la emplea­da. El funcionario, con formatos y calculadora en mano, determinó una alta cifra, luego de leerle unos trozos del código que ella no entendió, pero tampoco iba a discutir. La señora se asustó, pero el inspector la consoló:

–Son ocho mil pesitos que a usted no le hacen falta… Su marido gana buena plata con la bonanza cafetera. Ahora firme aquí, distinguida señora, y todo queda en paz….

De regreso en  casa, Dioselina le notifica:

–¿Me sube mil pesitos….o qué? El trabajo está muy duro y usted se ha vuelto muy avara. La niña mayor ya no me deja ver entero el programa de televisión, el señor le baja el volumen al radio y usted me obliga a barrer dos veces por semana. ¿Listos los mil pesitos, mi doña?

–Recapacite, Dioselina. Le subo quinientos y le doy salida desde el vier­nes.

–Mi última palabra, doña: ochocien­tos pesos, huevito diario y tele en la pieza con películas porno, como la tiene usted con el señor. Además, salida desde el jueves… Ustedes los ricos nos tienen explotadas. ¿Le sirve así o no le sirve?

–Lo pensaré, Dioselina. Por ahora ábrele al señor, que quiere entrar el carro.

–¡Qué pensar ni qué chorizo! Me largo… ¿Tiene completa mi liquidación o quiere también que la arregle el ‘dotor’ inspector?

En menos de cinco días se había vuelto a quedar sin empleada. La nueva, Flori, que logró conseguir tres meses después, traía dos chinitos y estaba embarazada, pero no se le notaba. La recibió por absoluta necesidad, ya que las empleadas se habían acabado. Preferían ir a las fincas a coger café.

En el hogar escaseaba todos los días la leche, y el par de chinitos no dejaban porcelana buena. A Flori le gustaba la marihuana, y esto tampoco se le notaba. De entrada, le fundió el motor a la lavadora. Le gustaban sus confiancitas con el celador de la cuadra y hasta le coqueteaba al chino mayor del matrimonio. Cuando se le hizo algún reclamo, cogió sus corotos y su prole y demandó a la señora por haberla despedido estando embarazada

Doña Yolanda lleva tres años sin servicio. Ha descansado, en alguna forma, pero el marido ha tenido que remplazar la mayoría de artefactos caseros: unos los dañó Flori, y otros se los llevó escondidos entre sus pertenencias, que había que mezclar con las pertenencias de la casa.

El hogar marcha a medias. Todos colaboran, pero algo hace falta. Falta la muchacha de antaño, la que era casi un miembro de familia y nos hacía amañar en los hogares.

Si alguien, por favor, sabe de una buena empleada, mándemela, que mi señora le paga el doble y le exige la mitad.

La Patria, Manizales, 4-XII-1980.

 

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El vendedor de dulces

sábado, 15 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Lo veo llegar todos los días muy temprano a su tende­rte instalado en una de las esquinas céntricas de la ciudad. Camina animoso, respirando vida. Saca del bolsillo el manojo de llaves y abre con cierta ceremonia las puertas de su establecimiento.

No tiene que hacer demasiado esfuerzo, pues su venta de dulces no demanda pesadas puertas metálicas ni complicados sistemas de seguridad. Pero, por más desprovisto que sea su depósito, le paga unos honorarios al celador nocturno que deambula por la manzana para que le proteja el pequeño capital escondido entre aquellas cuatro tablas que para él son la pesada estructura del negocio que le permite subsistir sin afanes.

Tiene 77 años pero revela menos de 60. Cuenta con salud envidiable e increíble. Otro sería tal vez un anciano decrépito. Atribuye su buen estado físico a sus costumbres ordenadas. No fuma ni toma bebidas alcohólicas. En cambio, madruga con pulmones rejuvenecidos y mente despejada para afrontar las contingencias del quehacer cotidiano. Recorre a pie una buena distancia para mantener lubricada la sangre y a buen ritmo el corazón. Su corazón que anda sin apremios. Es, además, un órgano amplio para querer a la  humanidad.

Lo veo solícito y cordial cuando deposita en cualquier mano el dulce mentolado que despista el tufo aguardentoso, o cuando cuenta los tres cigarrillos que el transeúnte menudo, gran personaje de las calles urbanas, solicita en secreto por no poderlos adquirir a cajetillas llenas.

Así, alrededor del puesto callejero de este comercio casi ignorado, se mueve el pequeño empresario que no necesita de empleados ni de sistemas complejos pa­ra ganarse la dura subsistencia. Vive feliz en su mundo limitado, sin temor a intempestivas alzas salariales ni a desahucios por no cumplir el arrendamiento. Tampo­co sabe de los impuestos agobiantes sobre la renta y el patrimonio, ni requiere de abogados que lo defiendan de los atropellos de la vida. Su capital se redu­ce a bien poco, y no necesita más para vivir con tranquilidad.

Cuando era comerciante de fierros y cacharros y dis­ponía de mostradores y local cubierto, la lucha era su­perior y las ganancias inferiores. Un día, cercado por compromisos que ya no daban más espera, no pudo evitar la quiebra. Quiebra honrada, pero afrentosa para quien trabajaba con honestidad. Antes que practicar métodos torcidos y de sostener a mentiras un negocio que ya se había derrumbado, lo clausuró con dignidad.

Recuperado más tarde del descalabro, se dedicó a vender dulces en una esquina de la ciudad. Escogió un sitio concurrido y allí, asegurado al poste de la electrici­dad, montó su tienda. Cuenta hoy con un público más abundante y más fiel. No hace ventas voluminosas, pe­ro sí compra lotes grandes y variados de dulces para irlos vendiendo al detal a un público que, aunque no se crea, es exigente con sus gustos. Hay personas que no consu­men sino determinada goma de mascar, o no refrescan el paladar sino con cierto sabor del anís o de la fram­buesa.

Pocos saben hallar la felicidad en espacio tan reducido. Faustino Castañeda Alzate dejó de pagar im­puestos, de torear sobregiros en los bancos y de vivir en­redado entre angustias mercantiles. Hoy su mundo es más simple, pero más tranquilo. Su mercancía, una mer­cancía elemental y aromatizada, en cambio de los fierros mugrientos de otra época que lo llevaron a la quiebra, le da buen tono para vivir sin asfixias. Aprendió el arte de respirar tranquilo y de alargar los años sin acosamientos de casas comerciales ni de competencias perturbadoras.

La Patria, Manizales, 2-XII-1980.

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Revolución del agua potable

sábado, 15 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El líquido elemental que fluye por los tubos del acueducto, de tan diversos usos benéficos, también puede ser mortal. Con la común definición de que es agua potable, la gente supone que puede beberla sin complicaciones. Pero lo cierto es que pocas aguas en el país son realmente puras. El adulto, que tiene  mayores defensas orgánicas, está menos propenso a las enfermedades y aun así padece no pocos trastornos por el consumo de aguas contaminadas. La gastroenteritis es para la población infantil enfermedad de cuidado, a veces mortal, y se recibe por lo general de las aguas impuras.

En un sitio del país donde el señor Presidente de la República inauguró hace poco un acueducto, lanzó la consigna del agua potable como una de las mayores conquistas comunitarias. Muy distinto, por cierto, es tener acueducto, como el que existe en Armenia desde vieja data, que contar con la seguridad de poder beber una sustancia procesada higiénicamente.

El doctor David Bersh, viceministro que fue de Salud Pública, y una autoridad respetable en higiene ambiental hoy al servicio del Comité Departamental de Cafeteros, lanzó hace poco su voz de alerta por el alto grado de contaminación de las aguas que corren por el acueducto y llegan a los hogares con apariencia inofensiva. Son aguas que por no estar tratadas con los debidos sistemas de purificación presentan serios peligros para la salud.

De tiempo atrás venimos escuchando la noti­cia de que la planta de purificación no ofrece, por anti­cuada, garantías para el buen tratamiento del agua. A veces escasea el cloro, por dejarse agotar. En esa planta deberían morir todas las bacterias para que los hogares estuvieran aislados de contagios. Por épocas, lo que sale por las to­mas del acueducto es una materia turbia y barrosa.

La revolución del agua potable no ha llegado a nues­tra ciudad. Parece que no hay quien la adelante. Es un programa más que está por realizarse. Uno de los prin­cipales encargos que reciben las autoridades es el de cuidar de la salud de la comunidad, y ese es, sin duda, uno de sus primordiales compromisos. La salud pública requiere de personas con capacidad y vocación para mantener derrotadas las epidemias y prevenir los con­tagios comunes que amenazan a cualquier sitio. El solo hecho de que un barrio central se haya convertido en basurero público indica que no existe preocupación para alejar al hombre de los peligros.

Así se van deteriorando las garantías mínimas que exige nuestra ciudad. Para adelantar programas efica­ces se necesitan equipos, los que no se adquieren  por falta de recursos, pero sobre todo porque se gasta el tiempo en afanes menores. Se necesitan equipos y pre­supuestos, pero primero hay que contar con hombres decididos a no dejarnos perecer entre enfermedades y sofocos de toda índole.

La Patria, Manizales, 10-XII-1980.

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Un calarqueño bogotanizado

sábado, 15 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Héctor Ocampo Marín nació en Pereira. Sin embargo, el Diccionario de escritores colombianos, publicado en 1978 por Plaza y Janés, lo da como calarqueño. No importa el sitio de origen. La patria del hom­bre es donde vive, donde ancla su corazón. «No hay más patria que la que busca el alma», escribió Gogol. Si en el caso de Ocampo Marín dos ciudades se dispu­tan su partida de bautismo, a él le corresponde definir los límites de la geografía y de los afectos.

Gogol, un espíritu universal que a buen seguro pen­saba que la tierra del escritor es el planeta entero, sabía que la mente no puede circunscribirse a un solo lugar. En cuanto a Héctor habrá que decir que, si su tierra na­tal es Pereira,  Calarcá es su segunda patria chi­ca. Aquí, en horas de estudio, de coloquio y desarrollo intelectual, le dio aliento a su espíritu creador. A Calar­cá está ligado por los lazos del sentimiento.

En reciente encuentro que tuve con él en Armenia me expresó el deseo de visitar, así fuera en forma fugaz, el pueblo amable que se le había ido pegado a la capital del país. Hicimos breve recorrido por la plaza principal de Calarcá, donde el escritor respiró el olor de los árboles y sintió de nuevo la cercanía local.

De la Villa del Cacique, en la que residió por varios años y donde ocupó puesto importante como elemento cívico y pro­motor cultural, se marchó a la capital del país, lla­mado por los propietarios del diario La República. Hoy es el subdirector del importante matutino. Está en su campo, porque el periodismo le fluye en las venas como un flui­do vivificante.

Desde allí lanza con frecuencia su mirada a los pre­dios quindianos. La comarca sigue siendo afectiva. La siente a distancia y no se ha olvidado de su antigua residencia, ni ha dejado de quererla.

Hoy, Héctor es el alma del suplemento dominical de La República.

Exigente con la misión de sostener un enlace con lectores que buscan en la paz de los domingos un oasis en medio de la aridez semanal, les brinda la excelente gaceta elaborada con gusto y maestría. En el tratamiento de los temas hay altura y selección El suplemento cultural que orienta con gusto Héctor Ocampo Marín se convierte en vaso comunicante para el espíritu.

Cada número es un tratado sobre determinada materia. Es el único magazín de Colombia que se ha especializado, gracias al empeño de su director, en mover  ideas alrededor de un solo tema. Su lectura permite profundizar en el tópico escogido, y no de cualquier forma, sino a través de comentarios ágiles y certeros.

Dos ediciones que tengo a la vista, de los días 18 de mayo y 17 de agosto, están consagradas a la literatura del Quindío y de Risaralda. Es un compendio de las letras regionales. La preocupación y el esfuerzo del buen hijo de la comarca quedan demostrados cuando se ofrecen a consideración del país los nombres importantes que desde la provincia enriquecen la literatura nacional.

Buen destino tenga el ilustre amigo en su dedicación a este periodismo selecto  que honra al terruño donde él cumplió destacada labor cultural, que ahora prosigue en la capital del país.

La Patria, Manizales, 3-XII-1980.

 

 

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Su majestad la Diabla

sábado, 15 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

No va a ser fácil la llegada de la Diabla a Riosucio. Sus habitantes no admiten sino el imperio soberano del Diablo, el personaje tradicional que ha movido todos los carnavales y no quiere rival. Es un ser simpático, amable y risueño, desprovisto de instintos satánicos, que se ha metido en el alma del pueblo para inyectarle alegría. Es el rey de los bandos y de los cantares popula­res. Llena todas las copas y anima todas las reuniones. Su espíritu anda suelto como una chispa de la risa y la jarana.

A estas alturas de la vida, cuando su autoridad es absoluta, a alguien se le ha ocurrido que necesita com­pañía. Una comisión de vecinos compasivos, sin duda pretendiendo aumentar el entusiasmo carnavalesco, ha ideado la creación de la consorte. Pero él, empe­dernido solterón, dueño de todas las voluntades y todos los corazones, no desea repartir su imperio. Se extraña de que sus súbditos pretendan hacerle querer a la fuer­za a una advenediza, cuando su afecto es para todas las muje­res del pueblo, sus únicas queridas.

Conseguirle esposa es lo mismo que disminuirle auto­ridad. El buen Diablo rechaza la atención. Sabe de las infidelidades conyugales, de los embelecos y las sutile­zas femeninas, y no se prestará para el du­doso idilio. ¡Al diablo con la mujer!, exclama entre chispas. Sus oferentes tal vez olvidaron que, siendo amo indiscutible, tiene muchachas a granel. Con so­lo desearlas, las encuentra dispuestas a sus diabluras incurables.

Casado, en cambio, se sentiría disminuido. Ya no tendría horarios abiertos ni podría entrar tranqui­lamente a todos los hogares. Dejaría de ser un Diablo suelto para volverse personaje sumiso. Y él, que ha sido soberano como el Ingrumá, no tiene madera para ser disciplinado.

Rechaza el dominio mujeril. No  se le ha conocido una sola amante. Tendrá sus tra­vesuras nocturnas, como diablo ardoroso que es, pero prefiere la libertad amorosa. A sus años no sabe de ce­los, porque su corazón se prodiga por igual a todas las mujeres. Siendo uno de sus poderes el de la ubicuidad, no ha de someterse a  residencia fija. Sí lo aprisionan, se les volará, porque no conoce fronteras estrechas, ni quiere conocerlas.

Su reino es el universo abierto. Seguirá siendo un tenorio volátil. Así es más efectivo su ademán galante. Le gusta la conquista repentina, pero sin cadenas.  Las muchachas del pueblo lo desconocerían con aire compuesto y andar metódico. Ellas se lo pelean alborotado e indómito. Comprometido, sería un pobre diablo.

La gracia del Diablo riosuceño está en su soltería. Es libre para escoger y amar. Libre para amanecer en cualquier tienda alcohólica o en cualquier perfumado salón.

¡Déjense de marrullerías! El Diablo no se entregará. Su instinto desarrollado le permite oler la  trampa que ustedes, buenos vecinos de Riosucio, pero también ingenuos, pretenden armarle. Les juro que él no se rendirá. Por más que le han preparado una sofisticada y apetitosa Venus infernal, con todos los halagos y sortilegios extraídos de los profundos infiernos, él la rechazará.

Este romance satánico no tiene buena envoltura. Su majestad la Diabla, que trata de disminuir el azufre regándose olorosas esencias por el cuerpo, y que  se ofrece ensortijada como mujer fatal, no les competirá a las jóvenes bonitas del pueblo. Con ojos gatunos y sonrisa sensual, y envuelta entre cascabeles y peligrosos afrodisíacos, la tentadora Diablita trata de embestir. Bastará una carcajada de Otto, el aliado inseparable del rey de las fiestas, para que la  intrusa termine de patitas en la paila infernal.

El Diablo riosuceño es inconquistable. Se desfiguraría con una rival en su trono. Va por el mundo exhibiendo su rebeldía y su carácter pendenciero. Es malicioso y gocetas. Arisco, cuando no le nace ser sociable. Y no es del otro equipo, como pudiera pensarse. Se muere por las mujeres, pero no se derrite por ninguna en particular. Si se derritiera –¡que no lo quieran los infiernos, ni lo permitan los altísimos cielos!–, se nos acabarían los carnavales y ya no podríamos rezarle una oración a su majestad el Diablo. Que no es un diablo cualquiera.

La Patria, Manizales, 13-XII-1980.

 

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