Un esfuerzo llamado Armenia
Por: Gustavo Páez Escobar
Descuajando montaña y en lucha implacable contra las fuerzas de la naturaleza, los bravos conquistadores pusieron su pie en tierra fértil. Se habían tropezado con terrenos inhóspitos, contagiados de cieno y enfermedades, pero presentían que su fe compensaría las fatigas. Allá, muy lejos, había quedado su Antioquia maternal, y como andariegos que buscaban otros horizontes para agrandar territorios y afirmar la raza, no le tuvieron miedo a lo incógnito. Siempre avanzando, las leguas de sus duras travesías se iban rindiendo a golpes de esperanza.
El caucho que pensaban descubrir se trocó por el hallazgo de tierras ubérrimas bañadas por riachuelos abundantes y mecidas por vientos frescos. Iban además en busca de los entierros indígenas, noción de riqueza que los empujaba a ser valientes para poseer los tesoros escondidos.
A su paso fueron fundando poblaciones como Aguadas, Pácora, Neira y Manizales. Eran voluntades templadas en el rigor de los montes, que a nada le temían. Acaso se desgarraban sus carnes al ganarle nuevos tramos a la naturaleza, pero bien sabían que era preciso seguir devorando distancias. La fe del montañero, de este arriero antioqueño que no nació para detenerse, no sabe de indecisiones. La caravana descubrió luego a Pereira y finalmente fundó a Armenia.
El Quindío, con sus encantos y sus secretos, se había abierto como una promesa. Terreno quebradizo, con hondonadas que cortan la monotonía e imprimen rasgos de naturaleza agresiva, sobre él se levantó la aldea. Era la aldea antigua, recortada y sin mayores pretensiones, que más tarde encontraría el milagro del café, grano mitad leyenda y mitad verdad que viajaría por mares y continentes pregonando la prosperidad de la tierra y el temple de la raza. Y así fue creciendo el rústico poblado, silenciosamente, como una oración.
Más tarde, pero mucho tiempo después, los pacíficos moradores despertaron un día con la violencia a la espalda. Armenia, la niña bonita que habían consentido sus fundadores, se horrorizó al sentir que los campos, antes fértiles e inofensivos, ardían al conjuro de los odios. Era como si les ardieran las entrañas. Los plantíos gemían despavoridos y nadie lograba consolarlos. De la noche a la mañana el cielo había dejado de ser generoso. Los ríos se tiñeron de sangre, y ésta corría por las calles y los campos desbordada como una vena rota. Las cruces que iba poniendo la insania arrancaban la mata de café y borraban la lección de trabajo y hermandad que habían sembrado los valientes colonizadores.
Cuando cesó la horrible noche, ya estaba mutilada una generación. El alma había quedado mustia. Yermos los campos y atrofiado el paisaje, todo era desolación y espanto. En el silencio de las duras noches todavía resonaban los tiros asesinos, los últimos rescoldos del embrutecimiento. Huían las hordas siniestras, y los sorprendidos habitantes, que no conocían sino el trabajo honrado y la importancia de ser buenos, parecían despertar de una pesadilla.
Sobre esas cenizas fue imponiéndose la ciudad de hoy, esta Armenia recia y cabecidura que se propuso levantar sus fuerzas morales para derrotar el infortunio. El alma le dolía, pero había que engrandecer el destino. Una fisonomía diferente comenzó a erguirse en el paisaje. Llegaron otras concepciones y renacieron nuevos bríos. La quemada aldea dejaba poco a poco de ser la huérfana de la violencia y pasaba a ser la mimada del progreso.
Se había salvado, por fortuna, la raza batalladora y optimista que no iba a cesar en el empeño de reconstruir los escombros hasta borrar aquellas cicatrices de la insensatez. Gentes venidas de todas partes encontraron el sitio amable y hospitalario. La calle soñolienta fue sustituida por la ágil avenida, y las viejas moradas comenzaron a ceder paso a modernas mansiones y airosos edificios.
Cuando el país se dio cuenta, ya estaba modelada la ciudad moderna. Era la ciudad del futuro, que había desafiado el pesimismo para ser modelo de superación. El poeta Valencia la había bautizado como la Ciudad Milagro. Y es que los poetas saben encontrar las palabras exactas.
Hoy se le mira con sorpresa y admiración. Es el centro pujante que avanza todos los días, como los tumbadores de montañas, y se encara a las dificultades propias de las fuerzas vigorosas. Armenia, con su crecimiento audaz y su urbanismo precoz, es un reto nacional Conforme la ciudad crece, hay nuevos problemas para resolver, pero una generación dispuesta a todo no permite detenerse, si el futuro se muestra promisorio.
De la vieja aldea quedan pocos vestigios. Fue necesario remodelarla para cambiarle el alma. Los odios fueron vencidos y nació otra generación que mira de frente, con visión hacia el porvenir. Aquí está la raza fuerte que no se dejó derrotar porque tuvo alientos para vencer los obstáculos y encontrar el progreso. Pocos esfuerzos tan edificantes como el de esta ciudad que no deja en paz a los urbanizadores y que tiene sorprendido al país. Ya nada, además, le impide ser esplendorosa y acogedora.
Caminos, Editorial Quingráficas, Armenia, 1982.