Rifas y engaños
Por: Gustavo Páez Escobar
El colombiano, elemento cándido y sugestionable, cree que en su futuro existe una lotería. Podrá no haber pan para el desayuno ni carne para el almuerzo, pero no faltará el pedazo de lotería. Primero el azar, después la obligación. Así, de pedazo en pedazo de suerte, malgasta el desnutrido presupuesto que apenas alcanza para medio subsistir.
Pero como al fin y al cabo en el futuro existe una lotería, sigue probando suerte, cada vez con mayores esfuerzos. Quizá por el arranque de permanente desquite que abriga el corazón de los pobres, el comprador de ilusiones no renuncia a la opción de su lotería favorita y de paso adquiere cuanta boleta le ofrezcan de casas suntuarias, automóviles modernos, viajes fantásticos y un sinfín de halagos que no sería sensato despreciar si la estrella del futuro le sonríe con tantos señuelos.
¿Cuánta plata gastamos los colombianos en juegos de azar? Son millonadas que se escapan a cualquier cálculo. Baste saber que todos los departamentos cuentan con su propia lotería, negocio tan lucrativo que no podría abandonarse sin desbarajustar las finanzas regionales. A golpes de loterías por lo menos se atienden necesidades de la comunidad, como la salud pública. El dinero de las ilusiones, que en el fondo son frustraciones, en este caso revierte en obras para el mismo pueblo. Son, por lo menos, contribuciones involuntarias para irrigar servicios sociales.
En el país proliferan rifas de todo orden, unas autorizadas, pero sin demasiado control, y otras subterráneas. El chance, por ejemplo, burla la ley y enriquece unos cuantos bolsillos. En algunas partes se ha entendido que es preferible legalizarlo a cambio de permitir que de todas maneras se venda a escondidas y con fuga de impuestos.
Tengo en mis manos la boleta de una rifa que anuncia como premio mayor una «lujosa residencia de dos plantas» y como segundo premio una casa de una planta, no menos lujosa. El aspirante a poseerlas bien puede sentirse en palacios, y para eso compró pasaporte a la suntuosidad, así fuera sacrificando el pan del desayuno y la carne del almuerzo. Los diseños de las mansiones están dibujados con tentadoras líneas arquitectónicas, entre arboledas y toda clase de vanidades, como para conquistar al más apático.
Los felices ganadores se encontraron, a la hora de las definiciones, con que no existían casas. En ninguna parte de las boletas estaban especificados ni el precio ni el sitio de localización de los inmuebles. Si se insistía demasiado, se llegaría al peor barrio de la ciudad. En tales condiciones, y esto se llama estafa, cualquier suma que se recibiera, como sucedió, sería buena.
Las autoridades que aprueban planes de esta naturaleza permiten engaños flagrantes. Parece que no hay tiempo para evitar el fraude. No sólo se autorizan sorteos a porrillo para cuenta obra pía o impía se inventan los parroquianos, y que no dejan la vida en paz, sino que ni siquiera se estudia la letra menuda de las estafas. Hay que dudar de que exista control alguno por el solo hecho de circular las boletas selladas por la alcaldía.
Los trucos abundan. Se entregan, en lugar del bus resplandeciente, un armatoste herrumbroso y en plan de extinción. En ninguna parte figuraban ni el modelo ni el valor. Y vaya alguien a quejarse. También hay planes serios y que cumplen fines nobles, como los de la Cruz Roja. Si se juega, hay que saber elegir.
Los engaños son posibles porque en la mente del colombiano iluso existe un recóndito anhelo de fortunas, de bienes secretos y sorpresivos, de capitales sin trabajar, de ocios y desquites. El gringo no juega loterías y es productivo. El colombiano es por lo general perezoso. Por eso vive no sólo frustrado, sino también en la inopia. Somos confiados. Soñamos mucho. Y los sueños, sueños son…
La Patria, Manizales, 20-VI-1979.
El Espectador, Bogotá, 25-VI-1979.