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Archivo para miércoles, 5 de octubre de 2011

Ciro Mendía

miércoles, 5 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Ciro Mendía, poeta senti­mental de los pocos que todavía nos quedaban, seguirá cantan­do, en plena decadencia del romanticismo, la palabra ar­diente y enamorada con que la trova se vuelve mujer y la congoja salta en torrentes de inspiración. Acaba de fallecer en Medellín, su fortaleza senti­mental, pero su palabra nunca morirá. El mundo necesita de los poetas románticos para que florezca el amor y no sucum­bamos en las garras del odio.

Habrá quienes confunden a Mendía, por no conocerlo, con el bardo juguetón que acomoda palabras picantes o traviesas, solo para que suenen bien, sin descubrir que en el alma de su lira se estremece el sentimiento de un realista y al propio tiempo de un soñador que con igual desenfado recorrió los caminos pedregosos de la vida que los iluminados del espíritu.

Su obra, dispersa en revistas literarias y en opúsculos silen­ciosos que se pierden en el tráfago del comercio librero tan contagiado de sexo y pornogra­fía, se ha mantenido fresca e incontaminada, una manera de estar despierta. Es poesía lírica, noble, de sonora entona­ción, cultivada con delicadeza para cantar al dolor, la melan­colía, el desengaño, la muerte. Pero primero se enamoró de la vida y la mujer. Le cantó a la mujer para amañarse con la vida.

Ciro Mendía vibraba en sus años viejos con el mismo ardor de sus épocas adolescentes. El poeta no envejece ni muere. La obra de Mendía tiene los contrastes que con certero enfoque analiza Otto Morales Benítez en el ensayo que sirve de prólogo a la reciente antología –di­ciembre de 1978– publicada por el Banco de América Latina, y es lógico que aquello ocurriera en su exis­tencia a la par experimentada y fecunda. Su originalidad, acaso insuperable en las letras co­lombianas, tiene el poder de ser recursiva, llena de imágenes y ondulaciones literarias, y en veces se torna dura y hasta mortífera cuando castiga los desequilibrios del mundo. Y siempre es armonio­sa y penetrante.

El poeta, cualquier poeta, es un ser extraño. Pero nunca morirá, si realmente es poeta, por más que estos tiempos modernos de la frivolidad y el desenfreno traten de suplantar­lo. Qué bien suena la anticipada despedida del gran Ciro, que al propio tiempo es un augurio:

 Como homenaje póstumo quisiera

que amigos ebrios a mi cabecera

celebraran mi último suspiro.

No soy rey –ni de copas– te lo advierto,

pero qué grato oír después de muerto:

¡Ciro Mendía ha muerto! ¡Viva Ciro!

La juventud, para no hablar de los vejestorios que no supie­ron conjugar la vida con ritmo poético –y que el cielo los perdone a unos y otros–, no se emociona hoy sino con el grito de las discotecas y el arrebato de la droga maldita. Por ahí anda suelto un tal Travolta enseñando contorsiones epilép­ticas y sofocando el aliento de las quinceañeras, personaje que pretende ser rey de la juventud con el único poder de su cadera flexible y su melena arrebatada. Su música y sus bamboleos es posible que se acojan por públicos desento­nados, pero como no es poeta, su reino será efímero. Y ojalá que la juventud encuentre mejores guías. Ya hasta el sexo empalaga, porque está pisotea­do y se ha perdido el gusto de saber ser sensibles.

Para que la persona no se degrade se hizo el poeta; el poeta auténtico como Mendía, con su alma soñadora y su fibra sensible que se recrea por paisajes, mares, mundos, conf­lictos de todas las geografías, sin abandonar la inmensidad de su terruño solariego.

Confieso, con Neruda, que he vivido leyendo a Mendía. Son los suyos versos sin tiempo y universales, de protesta social cuando se compenetra con las miserias del hombre, ese mis­mo hombre que él ha sido, y de evocaciones, burlas filosóficas, ademanes desdeñosos contra el diablo y la muerte, amores y frustraciones, cuando se enardece su estro romántico.

El Banco de América Latina se adelantó a la muerte del bardo al publicar esta antolo­gía. Es la primera antología. La entidad bancaria no solo ha llenado un vacío, sino que le rindió, en vida, hermoso homenaje a quien todos los días moría un poco más, ciego, ausente de amigos y en el silencio y olvido de las grandes soledades. De aquí en adelante habrá literatura hasta mala cuando el poeta, ya liberado de sus miserias humanas, ha emprendido el vuelo por los espacios infinitos que él atisbo en sus versos.

Muchas veces al poeta no se le trata con familiaridad porque se le encierra entre cenáculos literarios, sin pasaporte de circulación. Su obra se vuelve inconexa de tanto fragmentarse en libros de poco vuelo y en hojas literarias de fugaz exis­tencia.

Si hay quienes, a pesar de todo, no quieren descubrir a Mendía, allá ellos. Les garantizo que Travolta y  sus símbo­los terminarán hastiando a la humanidad. Solo por saber cómo hace el amor el poeta enamorado que conoció en su íntima esencia el alma femeni­na, valdría la pena buscarlo. Yo lo encontré y aprendí el secreto. La fórmula es sencilla y está garantizada por Mendía:

Hay que vivir y estar enamorado

de alguna cosa, de una sombra bella,

de la perdiz feliz y de la estrella,

de una puerta, de un puerto equivo­cado..

El Espectador, Bogotá, 10-X-1979.

 

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Un hombre de empresa

miércoles, 5 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Óscar Jaramillo Jaramillo ha demostrado a lo largo de toda una vida de trabajo, de visión y constancia, hasta dónde puede llegar un objetivo industrial. Recibió de su padre la empresa Juan N. Jaramillo, una de las pocas muestras industriales que florecieron en esta ciudad de marcado destino agrícola, y no se conformó con la tradi­ción familiar, sino que la hizo crecer.

Si el Quindío es conocido por su café, lo es también, y en esto no hay exageración, por esta sencilla y al propio tiempo pujante fábrica de Armenia que acaba de cerrar sus puertas después de medio siglo de efi­caces servicios al país.

Esto de hablar de servicios nacionales en una ciudad no industrializada, hay que aclararlo. El nombre de Juan N. Jaramillo, industria procesadora de la madera, le dio la vuelta al país y puede decirse que hasta en los más remotos confines queda constancia de esta acometida.

Después de intensa trayectoria en la transformación de la madera, Óscar Jaramillo, pionero del trabajo y la simpatía, especializó su firma en la adaptación de bancos y logró tanto presti­gio, que de todas partes lo buscaban como una autoridad indiscutible.

Experto no solo en manejar excelentes relaciones públicas, sino en dar el consejo exacto para ensamblar a distancia los despachos bancarios, se convirtió en sorprendente ejecutivo del país, acaso el que más haya viajado por aire, agua y tierra. Su capacidad de desplazamiento le permitía visitar una obra en Cúcuta a las nueve de la mañana; volar luego al Meta o al Putumayo en inspección de nuevos locales; cumplir en la tarde la cita en Bogotá o en Cali y pernoctar ese mismo día en Armenia.

Los presidentes y altos funcionarios de los bancos, conocedores de sus habilidades y la calidad de sus productos, sabían que Óscar no podía fallarles, así se tratara de los encargos más complicados y de los sitios más inaccesibles, porque para todos tenía calendario y la fórmula maestra. Diestro en las medidas y las exigencias bancarias, se retira de su profesión como un verdadero mago que aprendió a coordinar la parte funcional de los bancos, con la misma destreza con que decoraba un espacio y se acomodaba a cualquier gusto.

De un momento a otro tomó la decisión, muy en privado, de retirarse. Antes, ensayó varias veces montar una escuela de su actividad, pero no encontró  »madera». Necesitaba, ante todo, un segundo con sus mismas o parecidas condiciones administrativas y personales, pero le falló la gente. Aunque no sea razonable que las indus­trias se extingan con sus hom­bres, bien claro resulta en este caso que Óscar era la empresa.

Consideró que no debía expo­ner el prestigio de su firma a imprevisibles contingencias al perder su capacidad ejecuti­va, y por eso prefirió cerrarla. Fue responsable su decisión, para qué dudarlo. Muy en se­creto vendió el terreno, las ins­talaciones y la maquinaria, y cuando la ciudad comenzó a darse cuenta, ya se estaban pa­gando las prestaciones sociales del personal.

La industria se desintegró en ocho días. Triste fin, pero ad­mirable este Óscar Jaramillo hasta en la precisión para no prolongar un réquiem que a él, el mayor afectado, le dolía profundamente. En la operación de marcha entró también la tradicional Fune­raria Jaramillo, otra empresa de su propiedad, que es también patrimonio de Armenia.

Óscar dice que se ha jubilado porque necesita descanso. Es, sin duda, una jubilación bien merecida. Hay que deplorar, sin embargo, con cierto egoís­mo, que así termine una indus­tria floreciente y tan vinculada a los sentimientos de la ciudad. Pero las decisiones justas hay que respetarlas, si bien no es posible dejar cerrar estas puertas industriales sin rendir tributo de admiración y respeto a este hombre vigoroso, amable, viajero incansable del trabajo y la amistad, que deja ejemplo de rendimiento y servicio.

Bien por él que se jubila cargado de merecimien­tos, para continuar siendo productivo en otras actividades menos extenuantes, y mal por Armenia y el Quindío que pier­den una industria insignia.

La Patria, Manizales, 31-I-1979.

La exposición de Olga Lucía Jordán

miércoles, 5 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La lente fotográfica de Olga Lucía Jordán descubre en esta muestra de su talento artístico el alma del niño en diversas actitudes ante el mundo y la vida. Puede apreciarse, ante todo, la forma espontánea como van apareciendo rostros infantiles donde se captan, en toda su naturalidad y sin artificios, reacciones ante el miedo, la sorpresa, la congoja o la alegría de los pequeños placeres del niño, los más profundamente humanos, por ser auténticos.

Este mundo de Olga Lucía Jordán parece que tuviera algo de fabuloso. Guando el niño se pierde en infinitos gozos al lado de su perro juguetón y solidario, y más tarde la tristeza del pequeño es idéntica a la de su pobre can taciturno y despro­tegido, el mundo todo cabe en esas dos expresiones, las más características del hombre: la alegría y la tragedia.

En los enfoques de la artista se encuentra su alma sensible. La seducen, para tratar de remediarlas, la desnutrición, la vagancia, la ausencia de calor hogareño de la niñez errátil que duerme en intemperies y transita entre peligros. Cuando, desde el ángulo contrario, enfoca su cámara para enmarcar una sonrisa, surge el universo maravilloso donde todo se disipa ante la frescura del alma juvenil.

Lo más sobresaliente de esta exposición es la espontaneidad de los rasgos fotográficos. Las expresiones son categóricas, nunca fingidas ni improvisadas, y describen los sentimientos humanos con admirable belleza, aun en los estados miserables. Para ser artista verdadera, como lo es Olga Lucía, debe tenerse alma infantil.

Armenia, diciembre de 1978.

 

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Remodelación de Armenia

miércoles, 5 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El crecimiento vertiginoso de Armenia, no común en ciudades del mismo tipo y de la misma edad, to­mó de sorpresa a los planificadores. Pocos años atrás era apenas la adolescente que, levantándose sobre las cenizas de una violencia atroz, miraba al futuro con recelo y no escasa dosis de pesimismo. Un día el maestro Valencia la bautizó como la «Ciudad Mila­gro», con ojo de profeta.

Puede decirse que a partir de su separación de Caldas, y ya restablecida la confianza en el porvenir, co­menzó Armenia a pensar en grande. Arrancó la transformación urbana con cierto criterio de pueblo importante, pero sobre todo bajo la presión de una raza emprendedora que se propuso, hasta conquistarlo, borrar los signos de la aldea junto con los regazos de la violencia atrofiante.

En forma casi inadvertida, pero constante y vigoro­sa, se echaban al suelo casas destartaladas para sus­tituirlas por modernas construcciones y edificios airosos. Se tomó conciencia, muy rápido, de la parte estética, y bajo el comando de una respetable Sociedad de Mejoras Públicas surgieron hermosos parques a lo largo y ancho de la ciudad, no solo como los pulmo­nes naturales de un conglomerado que necesitaba respirar sin sofocos, sino como sitios ideales para ex­hibir la belleza del jardín quindiano que es, en esen­cia, esta parcela privilegiada de la patria.

Por aquella época un arquitecto visionario venido de Pereira, su tierra natal, el doctor Jesús Antonio Niño Díaz, a quien hay que reconocerle una formida­ble contribución al progreso urbanístico, iba ya muy adelante en la estructura de una ciudad que no cabía en sus predios antiguos. Arquitectos e ingenieros acometieron con él la tarea de remodelar y engrande­cer la aldea rezagada que, ahora sí, cada vez se acer­caba más al augurio del rapsoda payanés.

Y aquí tenemos, encumbrada sobre la dura expe­riencia de un pasado sufrido y ansiosa de futuro, es­ta Armenia milagrosa que parece querer salírsenos de las manos por lo pujante y progresista. Todos los cálculos van quedándose cortos, y siempre que se elaboran nuevos prospectos, ya la ciudad se ha des­bordado por otras salidas.

Cuando los servicios públicos se tornan deficien­tes, y no fluye el tránsito de vehículos, y se clama por vías generosas de desembotellamiento, y el cas­co comercial es cada vez más apretujado, algo se es­tá desvertebrando. ¡Es el progreso! En todos los si­tios se levantan casas, edificios, complejos habita-cionales. La ciudad se ve revuelta, atacada de construc­ciones por todos sus flancos. Hay agitación indus­trial, hay bríos, hay ganas de formar una real metró­poli.

Aquí habría que hacer un alto para exclamar: ¡Se nos vino encima el gigan-tismo! Existen buenos patrones de remodelación, que deben preservarse. Está bien empujar la ciudad hacia adelante y lanzarla a los aires. Están bien las torres residenciales. Pe­ro necesitamos avenidas, y servicios públicos, y ca­lles asfaltadas, y conciencia, en fin, de nuestras pro­porciones.

Es el reto que reciben las autoridades y los remo­deladores de esta Armenia inalcanzable. Fíjense en el progreso urbanístico, pero sin desatender las nece­sidades primarias del hombre. Que siga creciendo la ciudad como una cole-giala limpia y primorosa, y que sea un lugar amable, ordenado, sin taquicardias ni lamentos. Así la consentiremos más y nos convence­rá el verdadero progre-so.

La Patria, Manizales, 11-X-1979.

 

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Eduardo Torres Quintero: hombre y mito

miércoles, 5 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Buscándole título a esta nota he demorado el homenaje que traigo en mente hace buen tiempo a la memoria de Eduardo Torres Quintero, muerto en Tunja, la tierra de sus luchas y de sus sueños, el 10 de mayo de 1973. Para mí el rótulo de un escrito es definitivo. Si coincide con mis vibraciones cerebra­les, la materia se vuelve maleable y acaso logre tam­bién hallar dúctil el pensamiento. Y si no consigo acu­ñar la inscripción mágica, la que incite el nervio pre­ciso, las ideas se escaparán esquivas y volátiles.

No me resulta fácil hablar de Eduardo Torres Quintero. Y no lo es en razón del respeto que me ins­pira su figura humana e intelectual; respeto mez­clado de aprecio y admiración que fundieron para siempre el carácter de hombre y mito de mi persona­je inolvidable, a partir de aquella desprevenida mo­cedad, fácil para el asombro y también para el hallaz­go, de mis ya lejanas épocas tunjanas. Séame permi­tido trabajar los recuerdos al soplo de la emoción que despierta en mi ánimo el reencuentro con las prime­ras experiencias, cuando apenas naciendo a las sor­presas de la vida como menudo oficinista, quedaba al cuidado de quien como jefe y amigo se convertía en tutor de mi inmadurez.

Una burocracia ejemplar

Eduardo Torres Quintero, contralor entonces de Boyacá, era la persona más sobresaliente en el de­partamento por su cultura, su influjo moralizador en la vigilancia de los dineros y las costumbres oficiales, la disciplina con que dirigía el comportamiento de sus empleados y, como virtud acrisolada, la elegan­cia que imprimía a todos sus actos. Se explica por eso su exquisita sensibilidad por lo bello, lo noble, lo excelso de la vida, dones que eran talanqueras de su formación y que lo lastimaban cuando no los hallaba en las personas de sus afectos y del trato continuo.

Lejos estaba yo de saber, de entrada, que en aquella breve y enjuta silueta corporal se escondía un espíritu superior; ni que detrás de aquella fisonomía adusta y poco accesible al primer contacto se reclina­ba un alma romántica y de infinita bondad. Los que compartían con él de cerca las asperezas de un ofi­cio exigente, no asimilables para quien por primera vez tocaba una oficina pública, entendían la rigidez y el método que era preciso aplicar en aquellos tingla­dos de la burocracia fiscalizadora.

En la Contraloría General de Boyacá, como con énfasis y orgullo se cantaba el nombre de nuestra  organización, dominaban un orden y un reglamento desconocidos en la empresa oficial, y por eso mismo maravillosos. El ingreso al trabajo era a las ocho y no podía ser a las ocho y media ni a las nueve. Los minutos de re­tardo eran registrados con exactitud cronométrica y al final de mes acumulaban descuentos estrictos del sueldo, aceptados por todos como fórmula ideal para preservar la disciplina. Y como el sistema podía des­gastarse con el único régimen de las deducciones salariales, bien sabía el jefe de aquella numerosa nómina que su presencia ocasional en los momentos precisos era definitiva para curar perezosos, por lo general sin expresarles palabra alguna y bastando la mirada castigadora al reloj, actitud extrema que inculcaba profundas enseñanzas.

La lección del reloj

Permítaseme detenerme en materia aparentemente tan simple como la del horario de la oficina pública, dentro de las dimensiones del intelectual, del poeta y del académico que había en Eduardo Torres Quin­tero, pero es que no puede considerarse un hecho tri­vial ni frívolo, y menos bárbaro, aquel sentido del tiempo, del deber, de la precisión, de la métrica, for­jadores del carácter y que fueron rasgos predomi­nantes en la recia personalidad de este grande hom­bre.

Este sistema aleccionador, tan ausente de los la­berintos oficiales, y mantenido con celo como la manera de ser de un establecimiento diferente a los de­más, llevaba oculto un mensaje. A lo largo de los días había crecido un fondo considerable, alimentado no sólo con las pequeñas cuotas de incumplimiento del horario, sino también con los permisos autoriza­dos que, con todo y serlo, tenían precio como tiempo dejado de trabajar.

Y en un diciembre, cuando aún no se conocía la hoy manoseada prima de navidad, el ingenio de To­rres Quintero desmontó en secreto y sorpresivamen­te aquel patrimonio común y lo repartió entre sus co­laboradores, con generosidad para los más cumpli­dos y los más eficaces, y con equitativa elasticidad para todo el personal, hasta para los poco madruga­dores, como motivo para celebrar con alegría la paz de diciembre.

Personaje inolvidable

Por esto y por mucho más que no cabe en este perfil, Eduardo Torres Quintero es mi personaje inol­vidable, superior a otros que también lo son, pero sin tantos misteriosos ingredientes reunidos. Bajo su orientación se sentía la severidad pero también la rectitud y el clima humano; se exigía esfuerzo para obtener satisfacciones; se conjugaba la vida con dig­nidad y altura; se imponían metas rigurosas para moldear la personalidad.

Muchos lo encontraban drástico, cuando no im­perial, por no condescender a la conducta mediocre o al acto rastrero. Para ellos no podía ser el rincón de los elegidos. Si bien comprendía y perdonaba los ye­rros, pero para no repetirlos, se volvía intransigente con la deshonestidad, la debilidad de carácter o el vi­cio crónico.

Sus fugaces bohemias, atemperadas y armónicas, no autorizaban a nadie al vulgar desen­freno de la conducta, porque él era el primer discipli­nado. Quienes más recibían sus dardos, a veces mortales, eran los altos funcionarios del gobierno de­partamental y los responsables de los bienes públi­cos, a quienes escrutaba con ojo de águila y no les permitía esguinces y menos indelicadezas. Eduardo Torres Quintero, pequeño de cuerpo como Bolívar o Napoleón, era el hombre tempestad, verda­dero ciclón cuando se trataba de castigar la inmorali­dad o la torcedura andrajosa del carácter.

Contra esta roca nadie podía. Las maquinaciones se despedazaban en su primera em­bestida. Atacaba con la verdad y con el verbo de­moledor del literato y el tribuno, tipos que se hen­chían en su vena prolífica y detonante para producir llamaradas. Si pudiera pensarse que este hombre ciclópeo, maestro de la catilinaria y el gesto descon­certante, era un monstruo, no se yerra, pero mons­truo en la concepción del ser fantástico que rompe lo ordinario para crear un genio y una leyenda.

Lo mismo que un día, con elocuencia estremeci­da, arremete contra los bárbaros destructores de iglesias, conventos y monumentos históricos que pretenden demoler un templo colonial para construir un hotel, y los llama “comejenes de la cultura”, en otra página maestra de sutilísima ironía e incontenible fu­ror literario y conceptual vapulea a su paisano el panfletario Vargas Vila, a quien cita como el «gigantesco paranoico boyacense».

Dos almas gemelas

Si la imaginación del lector desprevenido lo concibe como el prototipo del miedo y de la mente fría y acaso deshumanizada, veámoslo en uno de sus actos íntimos y muy peculiar de su sensibilidad:

Recorre con aire reflexivo el recinto de su despa­cho, situado en el segundo piso del  viejo caserón que seguramente ya derrumbó hace mucho tiempo la moderna herramienta demoledora. La secretaria re­cibe las palabras con que redacta un documento ofi­cial. Se detiene él de pronto ante una escena calleje­ra que lo sobrecoge. Una niña de muy pocos años ha tropezado y ha roto la botella de leche que lleva de encargo a su casa. El líquido se desborda y la trage­dia estalla para la indefensa criatura que en medio de su confusión sólo encuentra lágrimas.

Torres Quintero oprime con insistencia –y para qué dudar que con angustia– el timbre que llega a la portería, sin dejar de proteger con su mirada el dra­ma de la niña anonadada. El empleado, ágil intér­prete del temperamento de su jefe, se precipita esca­leras abajo al escuchar la siguiente orden: ¡Vuele con estas monedas y reponga aquella botella despe­dazada sobre el pavimento!

Caballero andante de la cultura

Este hombre de duros combates y alma suscep­tible al dolor y a la nobleza, temido por los mediocres y respetado por todos, fue el caballero andante de la cultura de Boyacá, que tuvo en él al mejor abandera­do de las tradiciones, las humanidades, el fervor por lo ético y lo sublime, y que apasionado por el amor a la patria y al terruño, templó su lira para cantarle a lo más grandioso de la vida. Vate lírico y tierno, de en­tonación romántica y lenguaje florido, su voz perdurará en el recuerdo y en las antologías con dejos amo­rosos. Su pasión por la belleza transformaba en re­fulgentes las cosas que tocaba, y no contento con abrillantarlas, las idealizaba.

Dueño de prosa castiza y erudita, en la que no se permitió nunca descanso para la corrección y el retoque genial, que le envidiarían los mejores gramáticos de Colombia y de España, sus es­critos parecen haber pasado por un cristal como mo­delos de estética y de perfección idiomática. Maneja un lenguaje expresivo, vigoroso y elegante, cincela­do por su pluma maestra en prodigar el noble adje­tivo y el vocablo certero que enaltecen la oración, y es experto, además, en mover armoniosamente imá­genes y recursos trabajados con pericia para engala­nar el pensamiento y hacerlo fulgurante.

Es difícil, para los incrédulos y las mentes pro­saicas, transformar en hombre de letras al implaca­ble censor de los desvíos oficiales, y más lo es enten­der que con la misma mano que reprobaba una falta o firmaba una destitución, pulía un verso y elaboraba las piezas literarias que son hoy patrimonio del Boyacá culto que tantas glorias ha ganado para los colom­bianos.

La revista Cultura

Insomne trabajador intelectual, murió al lado de sus pertrechos. La revista Cultura que dirigió durante largos años, admirable acopio de talento y sabiduría, quedó huérfana porque dejó de consentir­la la mano cariñosa. En ella fue siempre bienvenida toda producción que tuviera algún mérito y se convirtió en el rincón favorito de los pedagogos y de las letras boyacenses. Torres Quintero fue permanente abanderado del magisterio como pilar de la sociedad, y él mismo, evangelista de la docencia, convirtió su vocación en reto contra la mediocridad.

Una vez expresó lo siguiente: “No puede haber, ello es imposible, en estas cuestiones de la educación responsabilidades exclusivas: el padre y el hijo y el maestro son la trilogía que conforma la totalidad de la obra de arte que tiene por objeto y por materia prima el fruto de nuestra sangre”. Este postulado presidía sus cátedras de literatura en el Colegio de Boyacá y en el Colegio José Joaquín Ortiz, y además inculcaba en el maestro la obligación de contribuir al fortalecimiento de la familia. Y se dolía: “Nosotros no sabemos sino romper y manchar el alma del niño. No somos capaces, siquiera, de dejarla intacta”.

Tan grave enjuiciamiento parece estar más dirigido hacia los tiempos actuales, en que el maestro es, en realidad, el deformador de la juventud y ha dejado perder su papel de apóstol social y consejero del hogar. A Eduardo Torres Quintero no le tocó, por fortuna, vivir en esta época turbulenta de paros, de holganzas y de cátedras vacías de enseñanzas y de reglas forjadoras del carácter.

En la revista Cultura, sostenida por él con denuedo hasta su muerte, existe un acervo impresionante de erudición. Es una cátedra airosa, donde campean la gracia y la bizarría del pensamiento, la novedad de los temas, la defensa de la gramática y la hospitalidad al escritor de la tierra. Allí ventiló toda materia que revistiera interés para la comunidad, con apego a las tradiciones, la casticidad del idioma y los valores fundamentales del individuo. Hay que aplaudir hoy, luego de intervalo tan prolongado, la reanudación de la revista en la presente semana cultural, gracias al empeño del nuevo director del Instituto de Cultura, doctor Ramiro Abella Soto, y a la especial dedicación del doctor Octavio Rodríguez Sosa, que venía actuando como secretario general de la entidad y cuyo retiro resulta en verdad lamentable. Con este órgano cultural –el álter ego de Eduardo Torres Quintero, sangre de su espíritu–, la tierra boyacense recibe aire fresco

Hombre de leyenda

En la ciudad hidalga cubrieron su retirada la bella y angelical esposa que había compartido con él los reveses de la esquiva fortuna, y los hijos formados sin ahorro de sabias directrices para descollar en la sociedad.

«Fue un explorador de las letras, las artes, los estilos», al decir de Rafael Bernal Jiménez, quien agrega que «era un hombre discreto, esquivo y taci­turno; iba por las calles de su ciudad nativa, esa Tunja de las leyendas trágicas y las esperanzas truncas, llevando el fardo de los sufrimientos con que lo mal­trató la suerte, y el escondido tesoro de sus cogitacio­nes».

Este hombre silencioso que le huyó a la fama y que nunca reclamó honores; que hizo de su pobreza una oración; que vibraba ante la verdad y la poesía y que en sus noches bohemias de néctares divinos se extasiaba con sus dioses, se vuelve mito en la histo­ria del pueblo que él veneró y ensalzó.

No podría colocársele en el sitio de los «poetas malditos», como Verlaine o Baudelaire, por­que su bohemia fue un canto y un aleteo, y jamás una negación. Habría que decir que «era más bien un lí­rico doliente que un poeta maldito», las mismas pa­labras con que él definió a su hermano Guillermo, el fino cantor del amor y de la muerte, tempranamen­te desaparecido.

El recuerdo se llena de unción al regresar a los inicios de aquellas memorables jornadas tunjanas del asombro y el hallazgo, tiznadas de lluvia y recogi­mientos, en la quieta placidez del solar patricio, en cuyas noches cargadas de misterios resuena, y jamás habrá de apagarse, la voz enamorada del poeta que jugó con sus musas hasta convertirse en leyen­da.

Cultura, tierra y linaje

A fuerza de vigilias y de rigores intelectuales adquirió vasta eru­dición, con gran dominio de los clásicos españoles y de la cultura general. Al paso de los días se convirtió en baluarte del idioma, con el manejo gallardo de la prosa señera y la artesanía de versos armoniosos, llenos de imágenes y hondo sentimiento.

Hace poco, en entrañable encuentro con Vicente Landínez Castro en su refugio de Barichara, recordábamos la figura excelsa de nuestro personaje. Ha sido Vicente el escritor que más ha enaltecido la memoria de Torres Quintero y quien además heredó de él la hidalguía del espíritu y la donosura del lenguaje. En 1983, en su breve paso por el Instituto de Cultura y Bellas Artes, Vicente publicó, luego de 10 años de receso de la revista, un nuevo número en el que conservó no sólo el formato original sino además su esencia ideológica. En su libro Estampas, de reciente aparición, dice lo siguiente:

“Nunca vi a un hombre amar tan apasionadamente y en forma tan omnímoda y constante el idioma, como él. Cuando se sentaba a escribir, su pluma se convertía en algo así como una mano acariciante que congregaba, domeñaba y mimaba las palabras. Escribir fue siempre para él una especie de liturgia, y también un oficio de magia que trascendía ese aire de misterio y secreto que se desprende del gabinete de trabajo de los alquimistas medioevales”.

Su ilustración trascendió los niveles comunes para volverse uni­versal. Con su infinita sed de conocimientos todo lo abarcaba. Con gran propiedad traducía del francés a poetas de su predilección. Algunas de sus páginas magistrales –y queda la mayoría por rescatar– fueron recogidas en el libro póstumo Escritos selectos, publicado en 1978 con el patrocinio del Instituto Caro y Cuervo –al frente del cual se hallaba su hermano Rafael– y del municipio de Tunja. Boyacá está en mora de publicar su obra completa.

Su amor por lo terrígeno y por las hazañas del hombre boyacense, que lo llevó a escribir bellos ensayos imbuidos de sentimiento patrio, lo mantuvo en constante comunión con su raza y con cuanto ella signi­fica como emblema de la personalidad. Era escritor polifacético, de matices desconcertantes. En todos los campos se destacaba: como crí­tico literario, como académico, como catedrático, como historiador, como prosista, como poeta, como orador, como polemista… El idioma fue su pasión. En su familia depositó su razón de ser y su orgullo ancestral. A Boyacá la consentía como a la niña de sus ojos.

Fueron nueve los hermanos Torres Quintero, y hoy sólo sobre­viven las dos mujeres. Alguna composición extraña tuvo esta familia para haber formado dentro de los mejores preceptos ciudadanos y mo­rales, a la par que dentro de exigentes disciplinas humanistas, la que en Boyacá se conoce como la dinastía de los Torres Quintero: personas rectas, batalladoras, con exquisito don de gentes y dotadas de especiales atributos humanos. Clan ejemplar de donde brotaron militares, po­líticos, economistas, amas de casa, escritores y poetas, cada cual con nota de excelencia en su respectiva área de acción.

Los dos militares, Roberto y Hernando, le dieron brillo al arte marcial; Roberto, que fue director de la Escuela de Policía General San­tander, gobernador del Tolima y secretario privado del Ministerio de Guerra, poseía vasta cultura y fue conocido como «el general humanista»; Luis, político aguerrido, transitó por los caminos de la diplomacia y fue además gobernador de Boyacá y senador de la República; Guillermo, poeta lírico de la angustia, el amor y la melancolía, muerto a la tem­prana edad de 28 años, dejó versos estremecedores, entre ellos Señora la muerte; Ricardo, empresario y economista, trabajó su destino con capacidad y decoro; Eduardo, escritor clásico y depurado estilista, fue contralor general de Boyacá, secretario de Educación del Distrito Especial de Bogotá, diputado a la Asamblea de Boyacá, director por lar­gos años de la Oficina de Extensión Cultural de Boyacá, y es autor, entre otras, de las siguientes obras: Lira joven, Fantasía del soñador y la dama, El cantar de Mío Cid (versión al español moderno), Genera­lidades de Boyacá, Escritos selectos; Rafael, autoridad del idioma español, muerto hace cuatro años, que en el momento de morir se desempeñaba como director del Instituto Caro y Cuervo y vicepresidente de la Aca­demia Colombiana de la Lengua, deja erudita producción como sabio de la lengua; y las hermanas sobrevivientes, María Elena y Lucía, enaltecen a la sociedad con sus virtudes femeninas.

Oración a Boyacá

Eduardo Torres Quintero, favorito de los dioses, revive como faro inextinguible de las letras boyacenses. Su voz nunca se silen­ciará en estas calles de la hidalguía y en este recinto colonial de ador­mecidos ensueños. Su célebre Oración a Boyacá es quizá el mayor mensaje que él depositó en la parcela amada, la de sus duros combates y sus alborozados ideales.

Recordemos algunos apartes de esa pieza de antología:

“Boyacá glorioso; Boyacá entraña de la Patria; Boyacá sumiso y arisco; Bo­yacá hecho de pretérito y de futuro: oye la oración que te dirigimos y afianza en nuestros pechos la fe que abrigamos en ti…

“Como reinan en ti la paz y el silencio, letifica nuestros corazones e imprime a nuestras almas el sosegado pulso que nos haga serenos y firmes y nos capacite para seguir sin detonancia ni estruendo la parábola del progreso…

“Porque la rectitud preside tus fastos, dignifícanos, fortalécenos y arma nuestros espíritus para combatir por la democracia, por el derecho, por el imperio de la ley, por la tolerancia entre hermanos, por la comprensión con quienes buscan el lustre y la grandeza de la República…

“Porque amas lo bello, porque diste a la Patria pensadores y artistas, sálvanos de la ignorancia, redímenos de vanidades, guíanos por los caminos de la sabiduría y haz que restauremos tu antiguo brillo doctoral, tus nobles calidades poéticas, tu deseo de ciencia, tu ansia de estudio, tu filosófica apostura…

“Como tienes fe en Dios, como la catolicidad te ennoblece, como la Iglesia de Cristo es carne de tu carne y sangre de tu sangre, danos la fe que nunca muere, vivifícanos, adoctrínanos, muéstranos el camino de Dios y danos la gracia de entregar intacto a las gentes que vengan tras nosotros el legado milagroso de las creencias.

“Vengan de ti a nosotros las fuerzas antiguas y nuevas; danos tu santidad y tu heroísmo; danos cuanto necesitamos para defenderte, enaltecerte y lograr que perdures en nuestra historia por los siglos de los siglos. Amén”.

La Patria, Manizales, 22-VI-1979.
Revista Cultura, Tunja, junio de 1991.
Boletín de la Academia Colombiana de la Lengua, No. 174, Bogotá, octubre-diciembre de 1991.

(Este texto fue leído en junio de 1991, dentro del Festival Internacional de la Cultura realizado en la ciudad de Tunja).

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Comentarios:

Con enorme cariño leímos su columna del diario La Patria. Solo de personas como usted que sintieron y pulsaron el grande amor de nuestro padre por su tierra y sus gentes pueden esperarse frases tan sentidas. Familia Torres Barrera, Tunja, 24-VIII-1979.

Hace varios días conocí una brillante página publicada en el diario La Patria, en relación al ilustre boyacense señor doctor Eduardo Torres Quintero. Su estudio está escrito en prosa pulcra y elegante. Analiza la vida preclara de Eduardo, como notable organizador de la Contraloría General de Boyacá, como literato de bien cortada pluma, como crítico cáustico, como poeta de sonora lira, como elocuente orador de temas históricos y del bello idioma de Castilla. Fue miembro de número de la Academia Boyacense de Historia y correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua. Durante varios años dirigió la importante revista titulada Cultura, órgano de la Extensión Cultural de Boyacá. En cada entrega dio a la luz excelentes trabajos de literatura, historia, poesía, etc.

La Extensión Cultural funcionó, durante la dirección de Eduardo, en una casa de dos plantas de la acera occidental de la plaza de Bolívar. Esta mansión, con hermoso balcón corrido, de estilo español, todavía está en pie. El actual competente director del Instituto de Cultura y Bellas Artes de Boyacá, don Gustavo Mateus Cortés, la tiene en restauración. En el amplio patio hizo construir dos plantas, de columnas de piedra y arcos de estilo románico. Tal vez para finales de 1979 todo el conjunto esté terminado. Se salvó la reliquia colonial.

Usted dice en su erudita página: «en otra página maestra de sutilísima ironía e incontenible furor literario y conceptual vapulea a su paisano el panfletario Vargas Vila, a quien cita corno el gigantesco paranoico boyacense«. Vargas Vila dirigió las escuelas urbanas de niños de los municipios de Boyacá (Boyacá) y Villa de Leiva, pero no fue boyacense. Nació en Bogotá, según partida de bautismo que un diario de la capital de Colombia publicó en una de sus páginas, hace buenos años.

Eduardo permaneció viudo durante buen número de años. Su bella y aristocrática señora esposa murió en Tunja. Dejó de hijos dos competentes abogados, dos que no se doctoraron y varias distinguidas hijas. El hijo mayor es el doctor don Guillermo Torres Barrera, actual senador de la República. Ramón C. Correa, secretario perpetuo de la Academia Boyacense de Historia, Tunja, 3-VIII-1979.  

 

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