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Dimensión de una sonrisa

miércoles, 5 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Era la suya una sonrisa que le brotaba espontánea y llena de sinceridad y que invadió al mundo y lo convenció del significado de la simplicidad. Cuando los cardenales eligieron Papa a una figura no opcionada en los pronósticos, el mundo se en­contró con una revelación. En la pantalla de la televisión apareció un rostro iluminado, de infinita dulzura, gozoso de su humildad, que no tuvo otra respuesta que sonreír en momento tan trascen­dental. Es el más elocuente men­saje de modesta alegría que la humanidad haya recibido en mu­cho tiempo.

Sonrió en lugar de llorar. Ga­briela Mistral describe «sonrisas que son un modo de llorar con bondad». Creo que en tan breve y profunda definición cabe el alma entera de este misterioso Albino Luciani, arzobispo de Venecia y luego Juan Pablo I. Fue una sonri­sa de sorpresa, de lloro, cuando la voluntad de Dios dispuso entre­garle, así fuera durante la impre­sionante brevedad de 32 días, el poder espiritual más grande de la tierra.

Recibió su exaltación con des­concierto, porque nunca había aspirado a las dignidades. Estas lo cogieron siempre de improviso. En el fondo de su alma solo quería ser cura auténtico, descomplicado y llano, y lo fue siempre, no solo desde que comenzó su vida sacer­dotal en un oscuro pueblo de Italia, sino a lo largo de toda su carrera. Albino Luciani, ya jefe espiritual de setecientos millones de católi­cos, se acordaría de sus modestos principios en la lejana aldea de su juventud, desprovisto de arreos y comodidades, como el cura simple que se daba a los suyos, los pobres y los afligidos.

Habrá que insistir en ese cura verdadero, bonachón, con el alma prendida de fe y alborozo, que se ha ido perdiendo en la frivolidad de los tiempos. Cuando el hombre contemporáneo, perplejo ante los enigmas de la época, no encuentra al cura íntegro, siente que algo se está deslizando. El mundo está urgido de fe, y ojalá sea una fe alegre y transmisible como la que llenó de optimismo a la humani­dad en la sonrisa de Juan Pablo I.

Breve fue su pontificado en el tiempo. Inmenso en su profundi­dad. Hasta los adherentes de otras iglesias admiraron la figura de este bondadoso Papa que abrió su alma a todos los hombres para compenetrarse del dolor ajeno. El planeta que se de­sangra entre odios y angustias, y que no sabe reír y menos sonreír, se detuvo electrizado ante el ser que sin metralletas ni neutrones fue capaz de cambiarle el rostro a la ferocidad humana.

Albino Luciani, Papa sin ce­remonias, que renunció a la tiara para enseñarle al mundo a ser humilde, no quiso subir al trono pontificio en hombros del fasto sino confundido entre su propia sencillez. Su humilde extracción, pregonada por los cables y afirmada por él mismo con legítimo orgullo, con­venció y conquisto voluntades.

En esta hora de voracidad en que los hombres están cada vez más divi­didos por los desequilibrios de la fortuna, salta de repente a lo más alto de la contemplación mundial este incógnito pastor de almas que se enorgullece de su pobreza, en la cumbre del poder religioso que también es económico, y cla­ma por la igualdad de los hom­bres.

El mensaje no puede ser más expresivo. Y es indudable que ha penetrado en la conciencia del mundo. Este fugaz Papa de 32 días, inspirado por la sencillez, la alegría, la sublimación de lo simple y lo austero, escribe una lec­ción de penetrante lenguaje. Y lo lanza a los cuatro vientos con la sonrisa en los labios y el destello de esperanza en el corazón, para que se entienda mejor la palabra de Dios.

La Patria, Manizales, 31-X-1978.

 

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