De leñador a político
Por: Gustavo Páez Escobar
Los pueblos suelen olvidarse de sus hombres preclaros. Cada generación crea sus propios líderes y desplaza, sin darse cuenta cabal, los símbolos que otrora hicieron la historia, o los sustituye a propósito para erigir nuevos arquetipos. Sobre todo en este desarraigo del hombre con su época, donde la juventud quiere romper hasta con los vínculos de la sangre en pretendido afán emancipador, los creadores de hechos memorables terminan envueltos en el polvo del tiempo y solo eventualmente, cuando ocurre algún súbito suceso, como la muerte, la gente reconoce silenciadas virtudes y rinde fugaces homenajes.
Creo que eso ha sucedido con Ramón Londoño Peláez, distinguido médico y político que acaba de fallecer en Manizales, y en su niñez humilde leñador que demostró de lo que es capaz el hombre tenaz. Forjador de una larga época caldense que engrandeció con el talento del político fino, con él se separa un jirón de la historia del Gran Caldas. Luchó por su causa liberal con convicción y sin sectarismo.
Tuvo la satisfacción de verse premiado por sus conciudadanos con una amistad sin límites, y les correspondió con generosidad desde los altos cargos que desempeñó, como la Secretaría de Salud Pública, la Secretaría de Gobierno, la alcaldía de Villamaría, varias veces la de Manizales, y la Gobernación de Caldas. Como presidente del Directorio Liberal, diputado, parlamentario y ministro de Salud Pública, puso siempre, por encima de mezquinos intereses, una mira muy alta de servicio a la comunidad.
Los conservadores, que tuvieron en él al aliado respetuoso y al contendor gallardo, supieron de sus nobles programas ideológicos. Baste decir que La Patria, con su enhiesta bandera azul, gozaba de su amistad, porque él había sido formado para el diálogo civilizado y creador. En ese ambiente afectuoso y de exquisita categoría intelectual me tocó en suerte conocerlo, en diserta velada cultural que no podía estar completa sin la presencia de este hombre que lo mismo sabía de campañas políticas y sociales que de poetas y escritores famosos.
Para todo se prodigaba con elegancia y humanitarismo. La medicina fue en él un sacerdocio. No sucumbió ante el oscuro apetito enriquecedor y ejerció, en cambio, inquebrantable solidaridad con el humilde y el menesteroso.
Ahora que en el país se añora al legendario médico de familia, una institución extinguida, no es posible que desaparezca otro de los pocos exponentes que aún nos quedaban sin rendirle emocionado tributo de admiración. Para fortuna suya, campañas nacionales como la que adelantó contra la lepra, tuvieron resultados elocuentes.
No quedaría completa esta reseña sin mencionar el rasgo más notable en la personalidad de Ramón Londoño Peláez: su humor. Dotado de gran naturalidad en el trato, parecía surgir su simpatía de una fuente inagotable de gracia, de recursivos apuntes, de contagioso optimismo. Nunca se le vio abatido, porque conjugaba la vida con humor.
A sus adversarios de la lucha política los desarmaba con la frase ingeniosa y luego los vencía con su esplendente bondad. Fue un maestro de la risa espontánea. Su alma sencilla, docta en acariciar el gracejo penetrante, le mantenía radiante el rostro y colmado el corazón.
Por entre los cafetales de este Quindío que le insuflaba aromas puros, se abría paso, airosamente, con su pierna de palo. Con frecuencia nos llegaba de su sede manizalita en busca de paisajes y emociones campesinos. Se reía de la vida por haberse vuelto experto administrador de un apéndice por él mismo cobrado a la montaña que un día, en sus lejanos afanes de leñador, le había cercenado su anatomía.
Y a buen seguro que su último lance fue abrir las puertas incógnitas con su rodilla hechiza. Hombres como este merecen ser recordados con el mismo cariño que dispensaron a la humanidad.
El Espectador, Bogotá, 14-III-1979.
La Patria, Manizales, 15-III-1979.