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Ciro Mendía

miércoles, 5 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Ciro Mendía, poeta senti­mental de los pocos que todavía nos quedaban, seguirá cantan­do, en plena decadencia del romanticismo, la palabra ar­diente y enamorada con que la trova se vuelve mujer y la congoja salta en torrentes de inspiración. Acaba de fallecer en Medellín, su fortaleza senti­mental, pero su palabra nunca morirá. El mundo necesita de los poetas románticos para que florezca el amor y no sucum­bamos en las garras del odio.

Habrá quienes confunden a Mendía, por no conocerlo, con el bardo juguetón que acomoda palabras picantes o traviesas, solo para que suenen bien, sin descubrir que en el alma de su lira se estremece el sentimiento de un realista y al propio tiempo de un soñador que con igual desenfado recorrió los caminos pedregosos de la vida que los iluminados del espíritu.

Su obra, dispersa en revistas literarias y en opúsculos silen­ciosos que se pierden en el tráfago del comercio librero tan contagiado de sexo y pornogra­fía, se ha mantenido fresca e incontaminada, una manera de estar despierta. Es poesía lírica, noble, de sonora entona­ción, cultivada con delicadeza para cantar al dolor, la melan­colía, el desengaño, la muerte. Pero primero se enamoró de la vida y la mujer. Le cantó a la mujer para amañarse con la vida.

Ciro Mendía vibraba en sus años viejos con el mismo ardor de sus épocas adolescentes. El poeta no envejece ni muere. La obra de Mendía tiene los contrastes que con certero enfoque analiza Otto Morales Benítez en el ensayo que sirve de prólogo a la reciente antología –di­ciembre de 1978– publicada por el Banco de América Latina, y es lógico que aquello ocurriera en su exis­tencia a la par experimentada y fecunda. Su originalidad, acaso insuperable en las letras co­lombianas, tiene el poder de ser recursiva, llena de imágenes y ondulaciones literarias, y en veces se torna dura y hasta mortífera cuando castiga los desequilibrios del mundo. Y siempre es armonio­sa y penetrante.

El poeta, cualquier poeta, es un ser extraño. Pero nunca morirá, si realmente es poeta, por más que estos tiempos modernos de la frivolidad y el desenfreno traten de suplantar­lo. Qué bien suena la anticipada despedida del gran Ciro, que al propio tiempo es un augurio:

 Como homenaje póstumo quisiera

que amigos ebrios a mi cabecera

celebraran mi último suspiro.

No soy rey –ni de copas– te lo advierto,

pero qué grato oír después de muerto:

¡Ciro Mendía ha muerto! ¡Viva Ciro!

La juventud, para no hablar de los vejestorios que no supie­ron conjugar la vida con ritmo poético –y que el cielo los perdone a unos y otros–, no se emociona hoy sino con el grito de las discotecas y el arrebato de la droga maldita. Por ahí anda suelto un tal Travolta enseñando contorsiones epilép­ticas y sofocando el aliento de las quinceañeras, personaje que pretende ser rey de la juventud con el único poder de su cadera flexible y su melena arrebatada. Su música y sus bamboleos es posible que se acojan por públicos desento­nados, pero como no es poeta, su reino será efímero. Y ojalá que la juventud encuentre mejores guías. Ya hasta el sexo empalaga, porque está pisotea­do y se ha perdido el gusto de saber ser sensibles.

Para que la persona no se degrade se hizo el poeta; el poeta auténtico como Mendía, con su alma soñadora y su fibra sensible que se recrea por paisajes, mares, mundos, conf­lictos de todas las geografías, sin abandonar la inmensidad de su terruño solariego.

Confieso, con Neruda, que he vivido leyendo a Mendía. Son los suyos versos sin tiempo y universales, de protesta social cuando se compenetra con las miserias del hombre, ese mis­mo hombre que él ha sido, y de evocaciones, burlas filosóficas, ademanes desdeñosos contra el diablo y la muerte, amores y frustraciones, cuando se enardece su estro romántico.

El Banco de América Latina se adelantó a la muerte del bardo al publicar esta antolo­gía. Es la primera antología. La entidad bancaria no solo ha llenado un vacío, sino que le rindió, en vida, hermoso homenaje a quien todos los días moría un poco más, ciego, ausente de amigos y en el silencio y olvido de las grandes soledades. De aquí en adelante habrá literatura hasta mala cuando el poeta, ya liberado de sus miserias humanas, ha emprendido el vuelo por los espacios infinitos que él atisbo en sus versos.

Muchas veces al poeta no se le trata con familiaridad porque se le encierra entre cenáculos literarios, sin pasaporte de circulación. Su obra se vuelve inconexa de tanto fragmentarse en libros de poco vuelo y en hojas literarias de fugaz exis­tencia.

Si hay quienes, a pesar de todo, no quieren descubrir a Mendía, allá ellos. Les garantizo que Travolta y  sus símbo­los terminarán hastiando a la humanidad. Solo por saber cómo hace el amor el poeta enamorado que conoció en su íntima esencia el alma femeni­na, valdría la pena buscarlo. Yo lo encontré y aprendí el secreto. La fórmula es sencilla y está garantizada por Mendía:

Hay que vivir y estar enamorado

de alguna cosa, de una sombra bella,

de la perdiz feliz y de la estrella,

de una puerta, de un puerto equivo­cado..

El Espectador, Bogotá, 10-X-1979.

 

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