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Archivo para martes, 4 de octubre de 2011

La escoba de don Raúl

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Raúl Mejía Calderón, al­calde de armas tomar, antes de emprender grandes obras ha comenzado por ordenar la casa. Salido de la empresa privada y apenas prestado por la Com­pañía Colombiana de Seguros, que no quiere deshacerse de uno de sus funcionarios más com­petentes, sabe que un organis­mo marcha mejor si está bien lubricado.

Como paso inicial de la Al­caldía que proyecta con la seriedad y la dinámica que le son características, puso a los armenios a barrer las calles, con él a la cabeza. Todos le obedecimos, porque un alcalde armado de buena voluntad es algo respetable. La ciudadanía, cansada de la mugre y urgida de orden en sus vías y en sus costumbres, respondió en for­ma entusiasta al llamado cí­vico. Un desfile de escobas demostró cómo se hace soli­daridad, y apenas en dos horas de reto al desaseo la ciudad quedó estrenando cara nueva.

Los habitantes de la ilustre urbe amanecimos al día si­guiente con la sensación de las sábanas limpias, uno de los placeres gratos de la vida. Otros aires soplaron en el am­biente contagiado de impurezas callejeras, con tanta efectividad, que la gente, a pesar de los problemas que agobian la su­frida vida urbana, comenta con optimismo el milagro que ha hecho la escoba de don Raúl.

Podría decirse que un es­cobazo bien dado es capaz de despertar la conciencia de la colectividad. El pueblo, lo mis­mo en Armenia que en cual­quier municipio colombiano, es receptivo al progreso desde que encuentre quien lo motive. Y en esto de civismo, Raúl es un maestro. Salta a la primera posición municipal movido por su irresistible deseo de servir. Hombre práctico y ejecutivo garantizado, piensa inyectar a los abruptos mecanismos ofi­ciales, que también conoce, al­go de la dinámica y la eficiencia con que ha ac­tuado en otros terrenos.

Se comenta que el mayor acierto, para comenzar, de Mario Gómez Ramírez, el  gobernador sorpresa del Quindío que está demostrando mag­níficas dotes de talento admi­nistrativo y de olfato político, fue el nombramiento de Raúl Mejía Calderón como alcalde de Armenia. Manejar a Armenia es labor compleja, y eso lo sabe muy bien el distinguido ante­cesor, Alberto Gómez Mejía, que cumplió una obra impor­tante.

Con esas cabezas visi­bles, don Mario y don Raúl, dirigentes de la actividad privada y expertos ad­ministradores que compiten por hacer progreso, ha quedado constituido un engranaje de lujo. El Quindío se siente bien gobernado, aunque sorprendido por haber perdido un ministerio y otras posiciones destacadas en el alto Gobierno. Espera ser llamado a colaborar en los programas nacionales como justo reconocimiento a esta zona decisiva para la economía del país.

Digamos para terminar y an­tes de que se alborote la vena regional, que la escoba de don Raúl es símbolo de trabajo, que debe servir de ejemplo a la nación. Se necesitan funcio­narios con escoba en mano para impulsar la administración pública. Aseo, orden, disciplina, conciencia limpia debieran ser las primeras enseñas antes de pregonar ambiciosos planes que no se cumplen. Don Raúl, nuestro alcalde, dice que des­pués de la operación escoba y de remendar huecos y curar en­demias locales, seguirán los rompecabezas financieros, para los que también es hábil. Está comprometido a no dejar acabar el agua, ni la luz, ni la paciencia de sus súbditos. Loado sea Dios en esta hora de tinieblas.

Esta escoba, que ojalá se imitara en todas partes, no es para acabar con todos, como es la costumbre colombiana. En Armenia quedó prohibido ba­rrer hacia la calle. Hay que barrer adentro, donde está la calentura. El día en que el país lograra estabilidad en los car­gos públicos, habría mayor eficiencia. Las soluciones no son tan difíciles. Falla el sentido común y por eso vamos como vamos.

El Espectador, Bogotá, 4-IX-1978.

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Se buscan editores

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Ha caído en mis manos un libro desteñido por el paso del tiempo. El sello de la Editorial Minerva certifica una lejana época bogotana en que el autor de la obra sobresalía como cuentista y novelista. Se trata de la novela La tierra es del indio, prologada por el padre Félix Restrepo. Jaime Buitrago Cardona conformó en solo tres libros una obra fecunda: Pes­cadores del Magdalena (1938), Hombres trasplantados (1943) y La tierra es del indio (1955).

Dentro de las rarezas lite­rarias que se van quedando ocultas, descubrí que la citada novela obtuvo el primer premio en un concurso patrocinado por la Caja Colombiana de Ahorros, en 1950, y que inexplicablemente nunca la entidad publicó la obra. Escudriñando la biografía de Buitrago Cardona encuentro un hombre constante y silen­cioso en la labor intelectual, quien acosado por una apretada situación económica abandonó la universidad para deambular como profesor por tierras del Antiguo Caldas y de Bogotá. Luis Eduardo Nieto Caballero lo califica como un estudioso irrevocable de la literatura.

Este hallazgo puede resultar buena noticia para Colcultura dentro de sus propósitos por preservar el patrimonio cul­tural de Colombia. Y vale la pena mencionar otros nombres de la ya estrecha lista de me­cenas:

El Comité de Cafeteros del Quindío cumple destacada par­ticipación en la cultura re­gional, de donde Buitrago Car­dona es oriundo. Se recuerda la antología de Baudilio Montoya, un acierto del Comité.

El Banco Popular ha com­pletado cien títulos de su cono­cida biblioteca. Gracias al in­terés de Eduardo Nieto Cal­derón se recogió la obra disper­sa de Alberto Ángel Montoya, hecho que merece especial mención.

El departamento de Caldas prosigue su itinerario de tierra culta, como ejemplo para otras regiones ausentes por completo de estos afanes. Dos libros recientes corroboran dicha labor: Memoria de varones ilus­tres, de Antonio Álvarez Restrepo, y Elegía sin tiempo, de Fernando Mejía Mejía.

La Universidad Pedagógica de Boyacá cuenta con sus edi­ciones La rana y el águila, dirigidas por Vicente Landínez Castro. Se vienen promoviendo importantes libros de autores boyacenses, como Reyes, de cauchero a dictador, de Mario H. Perico Ramírez, y Leyen­das indígenas de Colombia, de Max López Guevara.

La Biblioteca Pública Piloto de Medellín, que preside Alejan­dro González, se ha propuesto lanzar libros de figuras antioqueñas y ha comenzado con La Historia contra la pared, de Juan Zuleta Ferrer, suceso de actualidad.

Ya que el tema es biblio­gráfico, caben algunas sugeren­cias. ¿Por qué las loterías del país dedican tan pocos recursos a la cultura? Todas debieran publicar por lo menos una obra al año de autores de su tierra. Sus recursos son, al fin y al cabo, del pueblo, a donde deben revertir. ¿Qué tal, por ejemplo, recoger la obra de Eduardo Arias Suárez, el grandioso cuentista de Armenia, cuyos trabajos están traducidos a varias lenguas? Pocas personas saben que él dejó inédita la novela Bajo la luna negra, con prólogo de Baldomero Sanín Cano.

Pregunto por qué Colcultura u otro organismo protector de la cultura no ha llegado hasta Jaime Barrera Parra, el extraordinario escritor santandereano que logró una de las mejores colecciones de artículos eruditos, comparables a los de Tejada.

¿Quién escarbará los ar­chivos de Jorge Santander Arias, maestro de maestros en el ensayo? La Universidad de Caldas, que le otorgó el grado de doctor honoris causa, nos quedó debiendo la recolección de su obra.

Grandes discursos políticos del país, muchos de ellos tra­tados de sabiduría, andan des­carriados. Laureano Gómez, Gaitán, Santos, López el gran­de, Alzate, Silvio Villegas, que hicieron historia, no tienen biógrafos ni editores. Tampoco los tienen figuras excelsas del periodismo.

Y punto. Es una manera de poner el dedo en la llaga. Obras valiosas de vivos y muertos se están perdiendo por falta de in­terés, y sobre todo de mecenas, una escuela en decadencia.

El Espectador, Bogotá, 13-IX-1978.
La Patria, Revista Dominical, Manizales, septiembre de 1978.

 

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Zarpazo

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Evelio Buitrago Salazar ha sido el único suboficial de Co­lombia condecorado con la Cruz de Boyacá por actos heroi­cos en la lucha contra la violen­cia. Eran los días en que las víctimas de un destino absurdo caían sacrificadas bajo el peor instinto sanguinario de que se tenga noticia. Guillermo León Valencia, el «presidente de la paz», devolvió a Colombia la tranquilidad que le habían robado los facinerosos.

Los campos del país, arrasa­dos por los odios y las eternas venganzas, quedaron huérfa­nos de manos y de afectos. El éxodo de campesinos marcados por el infortunio desfilaba en silencio y con el pavor a cuestas hacia los infiernos de cemento, sin presentir que allí terminarían desmembrándose más aún. Se vivía en tierra de caníbales. Se mataba al vecino por conservador, y el hijo de este repetía en el de más allá, por liberal, y también para co­brar sus muertos.

Personas que no han logrado superar este trauma de genera­ciones recuerdan todavía con horror las hileras de muertos que amanecían en las calles como la cuota nocturna que había pues­to uno de los partidos, la que quedaba vengada a la noche si­guiente con igual o superior número de víctimas del bando opuesto. A quienes dudan del Frente Nacional habrá que re­cordarles las masacres ocurridas en regiones como las del Quindío, Antioquia, Valle, los Santanderes….

El presidente Valencia, que no era ni financista, ni magis­trado, ni académico, y a quienes muchos confundían con un romántico poeta incapaz para el mando, demostró su garra de león y su temple de colombiano al medirse con el mayor enemigo del país: la violencia. La mano con la que ofreció castigar a un hijo suyo si resul­taba inferior a su estirpe, la aplicó con todo rigor sobre los violentos.

En medio de estas conmocio­nes surgió en mitad del campo un imberbe muchacho que juró junto al cadáver de su padre, sacrificado en bárbaro atentado, perseguir la cuadrilla asesina y rescatar la tranquilidad y el tra­bajo honrado para su comarca. Aparecía Evelio Buitrago Salazar, el enemigo número uno ­que iban a tener las bandas que merodeaban por el Valle y el Quindío. A poco tiempo se ini­ciaba, desde el Ejército, la carrera de este hombre intrépido.

Conocedor de los secretos del monte, por haber nacido allí, y dueño de innata malicia aumentada por su afligido sen­timiento, Buitrago se convirtió en el temible contraatacan­te de los guerrilleros.

Los cabecillas fueron cayen­do uno a uno, atrapados entre incontenibles escaramuzas. El Ejército avanzaba en su misión pacificadora y devolvía la confianza en el campo y en la aldea. El Quindío, el mayor foco de la revuelta, se sobreponía al pánico. El Presidente le ha­bía situado una brigada como demostración de garantía; ade­más contaba con un hombre fie­ro para el combate, Evelio Buitrago Salazar, que se  quedó como un leyenda en las páginas de la violencia.

El último guerrillero, el más temerario y que parecía inven­cible, fue dominado al fin por las balas de la ley. Condecorado más tarde el sargento Buitrago con la Cruz de Boyacá y por la propia mano del «Presidente de la paz», su nombre es me­morable en estos episodios. Al caer en sus manos alias Zarpazo, el tristemente recordado ban­dolero, Buitrago se apoderó hasta del mo­te con el que hoy se le conoce.

La gente se olvida de sus hé­roes. Es preciso revivirlos. La violencia, flagelo atroz que ojalá haya desaparecido para siempre, no es historia de fic­ción. Algunos la llevan aún viva en el recuerdo. Pero no todos hacen memoria de quienes con­siguieron el camino a la paz.

No es casual mencionar aquí lo que para muchos va a pare­cer asombroso. Este resuelto soldado de las filas colombianas recogió sus vivencias en el libro Zarpazo y hoy obtiene el ho­nor de ser traducido al inglés por la Universidad de Alabama, que acaba de lanzar una edi­ción gigante de 160.000 ejem­plares para América. Tres edi­ciones anteriores que circularon en nuestro país, sobre todo entre los miembros de las Fuer­zas Armadas, se encuentran agotadas.

El libro Zarpazo, apasionante rela­to de la violencia colombiana, sorprenderá a muchos que solo creen en García Márquez como autor consagrdo.

La Patria, Manizales, 31-VIII-1978.

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La Historia contra la pared

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El doctor Juan Zuleta Ferrer, director de El Colombiano, periodista por temperamento y formación, recorre la historia contemporánea del país en los vibrantes editoriales escritos a lo largo de los últimos cuarenta y ocho años. La Biblioteca Pú­blica Piloto de Medellín, bajo acertada y altruista gestión de Alejandro González, ha que­rido enaltecer la trayectoria de uno de los periodistas más bri­llantes de Colombia al recoger en libro los editoriales con que este hombre de ideas y fieros combates viene partici­pando en el juego de la demo­cracia.

La Historia contra la pared, título del libro que define el carácter del autor, expresa los alcances de un periodismo independiente y constructivo, que diferente a tantos estilos que se consumen por el arrebato de las pasiones o la ausencia de bagaje intelec­tual, se mete en la propia Histo­ria para enjuiciarla y buscarle grandeza. Zuleta Ferrer, cen­sor implacable de todos los go­biernos, oficio duro y enal­tecedor que muy pocos saben ejercer, ha fustigado con su pluma acerada los actos públi­cos que se apartan de la moral y no satisfacen las necesidades de la comunidad.

Y ha sido, so­bre todo, defensor incansa­ble de la soberanía de Antioquia, a la que todos los días quiere más grande, sin impor­tarle las asperezas de la lucha ni las dimensiones del enemigo, y siempre con la lanza en ristre para atacar el centralismo del país y propugnar el vigor de la provincia.

Condición muy especial de Zuleta Ferrer ha sido su vi­goroso regionalismo, pero no el ciego egoísmo que tiene fre­nadas a muchas ciudades, sino el sano afán de superación que estimula el amor a la tierra natal. Como lo expresa el doctor Carlos Lle­ras Restrepo en el prólogo del libro, “Juan Zuleta ama a Antioquia porque siente y cree que esa es la mejor manera de amar a Colombia».

Fue Lleras Restrepo uno de los blancos que encontró Zuleta para lanzar sus dardos contra la descentra­lización de poderes y que lo llevó a escribir uno de sus más célebres editoriales, El espíritu de los diez mil rostros, definida así por Zuleta la activi­dad del expresidente en el Pa­lacio de Bogotá, asimilando la leyenda oriental sobre Confucio. Le hace a Lleras un homenaje que destaca la vigilancia del estadista sobre la acciden­tada vida colombiana, y protesta por tanta concentración de funciones que no permiten al gobernante abar­car la totalidad de los problemas.

No se equivocó Zuleta Fe­rrer en la comparación, como que nueve años después de es­crito el editorial, este espíritu de los diez mil rostros llegó has­ta Medellín a testimoniar su admiración al periodista grande de la Montaña. El doctor Lleras Restrepo, temible en la lucha, lo mismo que generoso en el reconocimiento, exalta la impor­tancia de su adversario de otras épocas y admira su tem­ple, su claridad de pensamiento, su aporte al progreso de Antioquia y, sobre todo, la dignidad de su persona y el significado de sus causas. Medita Lleras en la omnipresencia presidencial y lleva a Antioquia tesis nove­dosas sobre el descentralismo o «federalismo moderno» y so­bre la redistribución de fuerzas políticas –sin crear nuevos partidos–, temas de actua­lidad que habrán de ser moti­vo de reflexión para las clases dirigentes del país.

La vida del doctor Juan Zule­ta Ferrer da para muchos comentarios que se ven limita­dos por la brevedad de esta no­ta. Como periodista de tiempo completo, sin vacilaciones y con la fe encendida en sus creencias, su voz se ha hecho sentir en el panorama de la nación. Distante del sectarismo, ha cumplido jornadas vehemen­tes de auténtica democracia. Al hombre de convicciones hay que respetarlo.

La prensa colombiana se siente orgullosa con un órgano de la valía de El Colombiano. Es la biblia de los antioqueños. Sus páginas han sido honradas por plu­mas muy prestantes. Un Otto Morales Benítez o un Belisario Betancur, militantes en parti­dos contrarios pero hermana­dos en el tiempo, en el tempe­ramento y en sus afanes patrióti­cos, y ambos presidenciales pa­ra bien de Antioquia y de Co­lombia, son algunos de los hombres notables que han pa­sado por los registros de El Colombiano.

La Historia queda frente a la pared al repasar los escritos del periodista que ha sabido pulsar el alma colombiana. El periodista, testigo de la Historia, debe ser también crítico de su tiempo y no conformarse con el papel de simple informador. Además de criticar los sucesos reproba­bles, el periodista debe ayudar a escribir la Historia de los pueblos.

La Patria, Manizales, 19-VIII-1978.

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El escritor y el periodista

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Un buen amigo a quien siem­pre escucho aconseja al escritor no dejarse manejar de la urgen­cia. Es el mal de la época. Con lo cual estoy identificado. Cin­cuenta años atrás se hacía un periodismo pausado y pensante. El tiempo permitía repasar y pulir con mayor es­crutinio. Una página era so­metida a implacable ejer­cicio de moldura, de dicción, de obra artesanal. Tanto era el afán de perfección, que a veces se llegaba al perfeccionismo, un extremo que traiciona al es­critor.

Don Luis Cano, maestro de periodistas y escritores, cin­celaba cada editorial con pa­ciencia de orfebre. Sus escritos son modelo de periodismo ejemplar. Se vivía entonces bajo la tutela del país gra­matical donde la mala dicción desentonaba, y el estilo, que tanto se ha perdido en nuestros días, era rótulo de categoría.

En épocas recientes, Gil­berto Alzate Avendaño sudaba los editoriales que al día si­guiente sacudirían la opinión del país. Era el suyo pe­riodismo cerebral, henchido de ideas. Dueño de prosa florida, jugaba con la retórica y desgranaba adjetivos ondulan­tes que debían encajar en forma precisa, o de lo contrario eran sacrificados.

Silvio Villegas se desem­peñaba con garra, con nervio, con alma de poeta. Desde La Patria de Manizales escribía en tono magistral para la amplia audiencia que disfrutaba de su prosa original y combativa, lírica y refinada. Ya en sus úl­timas jornadas se sentía aprisionado por el periodismo y buscaba el reposo de la bi­blioteca, luego de haber vivido la pasión del tribuno y la lisonja del diplomático. Se proponía iniciar las memorias que la muerte le frustró. Su verdadera vocación la suponía en el quehacer literario, aparte del afán editorial del periódico, donde pudiera enhebrar sus ideas con calma y delectación, superadas las angustias de la escritura veloz. Como para­doja, su mejor obra la escribió de afán.

Dostoievski realizó su no­velística inmortal acosado por los usureros y agobiado por dolencias físicas y espirituales. Pienso que el escritor ne­cesita cierto desasosiego como acicate para herir su mundo interno. La comodidad y el exceso de reposo no son los mejores tónicos para la produc­ción.

En el campo alternado del periódico y el libro se han movido no pocos de nuestros ilustres hombres de letras. Para Eduardo Caballero Cal­derón el periodismo restringe y desvía la calidad del escritor. Los temas se tocan al vuelo, sin mayores contornos, dentro de las exigencias de un público que va de prisa y que quiere notas breves para llenar la curiosidad de cada día.

Hay quienes piensan lo con­trario. Al no permitirles la velocidad del tiempo y el cerco de las preocupaciones sentarse a escribir un libro continuo, alejados del bullicio, van estruc­turando entre líneas de corrido las dimensiones de una obra a largo plazo. Tal el ejemplo de Luis Tejada, que se propuso escapar de lo circunstancial y lo efímero para fabricar breves ensayos que resistieran la embestida del tiempo. Sus Gotas de tinta, vertidas en El Es­pectador y trabajadas con minucias y mira ele­vada, son tratado de pe­riodismo ágil y profundo.

José Umaña Bernal, esteta y cirujano de la palabra, trabajador nocturno y maña­nero de duros rigores, huyó en sus Carnets de lo transitorio, lo provisional y lo inauténtico. En su columna de El Tiempo fue recorriendo, paso a paso, largas travesías.

Surge la pregunta intran­quila: ¿La gente prefiere el libro o el periódico? ¿O no le in­teresa ninguno de los dos gé­neros?0 Se llega al momento de la gran interrogación y es saber para quién se escribe. El mundo es hoy ligero y se aparta de los libros pesados. Prefiere la nota rápida. La idea debe llegar escueta, pero expresiva. Lo im­portante es transmitirla con gracia y simplicidad. Lo único que no pere­cerá es el estilo.

¿Se estará perdiendo el tiem­po en la fugacidad del perió­dico? Desde luego que no, si hay estructura para pensar. Se puede ser escritor perdurable en las glosas dispersas que con el tiempo unirán un itinerario intelectual. El periodista debe ser, por esencia, escritor. No siempre lo es. El buen escritor supone un buen periodista. La fórmula ideal está en la fusión de ambas calidades.

Se conciliarían todas las co­rrientes con dos puntadas fi­nales. La obra que mucho se piensa, que se trabaja con demasiadas exigencias, a lo mejor nunca se termina o no se entiende. Y es de pronto el ar­ticulo de urgencia, del afán cotidiano, que escarba aquí y allá, el que perdura. Creo que el arte no consiste en tratar temas profundos, sino en presentarlos con novedad. Cae al dedillo el consejo de escribir de prisa y con emoción, para luego co­rregir despacio.

El Espectador, Bogotá, 20-VII-1978.
El Pueblo, Cali, 23-VII-1978.
Aristos Internacional, n.° 44, Alicante, España, agosto/2021.