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Archivo para lunes, 3 de octubre de 2011

La carretera: un atropello

lunes, 3 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Un pavoroso accidente acaba de ocurrir en la carretera entre Viterbo y Pereira, con  saldo, hasta el momento, de catorce muertos y numerosos heridos graves. La excursión que un grupo de estudiantes de las universidades Tecnológica y Libre de Pereira había organizado para disfrutar del sano esparcimiento dominguero, se cortó bruscamente cuando el bus donde viajaban, conducido a velocidades absurdas por el chofer ebrio, perdió el control y quedó convertido en llamas.

Algunos sobrevivientes informan que desde el primer momento el chofer desarrolló altas velocidades, sin importarle las protestas de los varios pasajeros y estimulado por el ambiente festivo que reinaba en el bus y que hace confundir, en ocasiones como esta, la alegría con la muerte.

Es un nuevo y doloroso episodio que protagoniza un chofer irresponsable. Nuestras carreteras son escenario continuo de estos bárbaros del timón para quienes poco o nada interesa la suerte de las personas que no han tenido alternativa distinta a la de ocupar un medio masivo de transporte convertido hoy en uno de los mayores suplicios.

Cuando no es la guerra del centavo, que atropella toda norma de tránsito, es la insensatez de los conductores perturbados por el alcohol o la fatiga, que se lanzan sin freno y sin ley por nuestras maltrechas carreteras, considerándose dueños absolutos de la vía.

Vehículos no sometidos a controles frecuentes, pero ni siquiera a ninguna revisión antes de emprender el viaje, juegan con la vida de los pasajeros y en no pocas ocasiones disponen de ella a la menor falla. Hay tres causas que, de tanto repetirse, son ya monótonas: cuando no son las fallas mecánicas, es el exceso de velocidad o la embriaguez del conductor. O todo junto. ¿Quién es castigado por estas irregularidades? ¿Quién paga los muertos?

Muertos, heridos, lisiados de por vida, hogares destrozados suele ser el epílogo de estos desastres. Los sobrevivientes terminan confesando su disgusto por el abuso del conductor y describen todo un itinerario de tortura, en presencia de la catástrofe irreparable, pero no se conocen actos de solidaridad, de protesta colectiva, de defensa ciudadana, que dominarían los ímpetus del asesino en potencia. No es posible que una persona en tales condiciones juegue con la vida de treinta, cincuenta o más viajeros, y que nadie proteste.

El deterioro de las carreteras contribuyea la inseguridad sobre ruedas. Vías de tráfico pesado que requieren, en razón de su importancia y de su desgaste natural, adecuada conservación, quedan olvidadas de la protección oficial, convir­tiéndose en verdaderas trampas mortales. Esto para no hablar de tramos menores que por falta de mantenimiento terminan en caminos veredales. Uno de los mayores avances de la civilización consiste en abrir vías de enlace con la humanidad. Y a más de abrirlas, en sostenerlas, pero que sean seguras y confortables.

Viajar por las carreteras de Colombia no es ninguna comodidad, como en otros países. El placer de los paisajes se menoscaba con los sobresaltos del camino. Las reglas de circulación están relegadas y los encargados de hacerlas cumplir se vuelven indi­ferentes, o sea, cómplices del atropello. Los policías viales, cuando aparecen, se muestran más complacidos en mortificar al conductor honrado que en frenar la alegre irresponsabilidad.

El luto que embarga a la ciudad de Pereira con esta tragedia que aflige a no pocos hogares se suma al impresionante drama de las vías, que casi no se nota por su inusitada frecuencia. Diríase que nos acostumbramos al infortunio. Y es preciso reaccionar.

El vistoso accidente de aviación, en primera página, no es menos sensible que la cadena de percances en carretera, reducidos estos a hechos parroquiales que casi no se notan, pero que al igual que aquel causa hondas heridas.

El Espectador, Bogotá, 17-VII-1977.

La eterna escasez

lunes, 3 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Artículos y servicios de uso cotidiano se extinguen con frecuencia en los caminos del libre comercio, creando un estado de explotación que las autoridades, a pesar de los medios correctivos que la ley pone en sus manos, son incapaces de controlar. La vida, mientras tanto, registra niveles cada vez más especulativos, y la gente, que a duras penas logra flotar en medio de tantas penurias y sobresaltos, no consigue, en ocasiones a ningún precio, elementos indispensables de la canasta familiar.

Tal, por ejemplo, el caso del azúcar. Mediante estrategias conocidas, esta fue desapareciendo de las tiendas en abierto reto a las autoridades que amenazaban con aplicar rígidas medidas para los traficantes que en el mercado negro especulaban con precios desorbitados. Cuan­do la mano negra de la espe­culación se mueve en la oscu­ridad, se necesita una mano más fuerte para garantizar el acceso razonable a los artículos del diario subsistir.

No se ve, en el caso del azú­car, que la situación esté co­rregida. Se sigue abusando, con este como con otros artículos, de los precios autorizados, para imponer tarifas arbitrarias que el consumidor rechaza entre dientes pero termina pagando porque no le queda otro camino.

En meses pasados se llegó a un hecho increíble. La sal se había esfumado, como si alguna mano invisible la hubiera re­cogido. El especulador, que permanece con el ojo abierto en es­tas maniobras accionadas por los pulpos de los grandes ne­gociados, aprovecha la ocasión para retirar de las vitrinas, al trasfondo del negocio, las mercancías en crisis, que se valorizan velozmente conforme acosan las necesidades.

Es, desde luego, un artificio bajo, para poner otros elementos rezagados, el de hacer surgir como por obra de encanto la libra de azúcar, de sal, o la botella de aceite, cuyos precios no deben discutirse en estos forcejeos del fuerte contra el débil.

Se dice que los elementos enunciados y otros que no es del caso citar se consiguen ya en cualquier tienda. Pero no a los precios anteriores. En esta guerra de precios, que los economistas llaman inflación, la canasta familiar vale más todos los días.

Es ilusorio esperar que el cos­to de la vida se detenga con sólo anuncios oficíales. Detrás de cada amenaza o multa —tan desacreditadas como irreales— viene la nueva alza, autorizada oficial­mente unas veces, y casi siem­pre impuesta por los explota­dores.

Es, por desgracia, método efectivo para subir el precio de una mercancía el de comenzar por la escasez artificial, pasar luego al mercado negro y finalmente surtir las tiendas y supermer­cados cuando ya los hogares han tenido que soportar el rigor de las arremetidas. La si­tuación se normaliza, pero a otro precio.

El más grave problema del mo­mento lo constituye el gas. Su expendio está limitado porque las fuentes normales del país se han disminuido. Conseguir un cilindro de gas es una proeza. A veces se consigue  depositando un billete en la mano del operario. Pero esto es una solución a medias, y además ensucia la conciencia.

La alternativa es la cocina eléctrica, pero el bolsillo no alcanza. Superada de pronto esta emergencia, no hay luz. Si se adopta la estufa de gasolina, tendremos que hacer colas in­terminables ante un surtidor in­suficiente para tanta demanda. La gasolina blanca, como de­rivada del petróleo, es artículo de lujo.

Cuando no falta el azúcar, será la sal. Al otro día, el aceite, y luego, el chocolate. Más tarde, la gasolina, o la gaseosa, o el fluido eléctrico; o el teléfono, o la carne. El transporte se vuel­ve escaso en vísperas del au­mento de tarifas. Y el salario, cada vez más estrecho, si es que existe, apenas rinde para una alimentación a medias.

La paciencia, mientras tanto, se resig­na a todo. Pero cabe preguntar: ¿Hacia dónde vamos? ¿Quién remediará tanta angustia de los hogares? ¿Resistirá el pueblo más privaciones?

El Espectador, Bogotá, 9-VII-1977.

Medallas literarias

lunes, 3 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El empeño de un hombre apasionado por la literatura como lo es Humberto Jaramillo Ángel permite que Calarcá, la Villa del Cacique y tierra de escritores y poetas, preserve expresiones de tanto contenido como la de reunir, año tras año, figuras destacadas de la inte­lectualidad nacional en un so­lemne acto donde se imponen las medallas bautizadas con los nombres de Jorge Zalamea, Eduardo Arias Suárez y An­tonio Cardona Jaramillo. La primera de ellas se otorga a una figura de renombre na­cional y las otras a escri­tores de la región.

Lo que comenzó siendo un hecho aislado, considerado en principio por algunos escépticos como la en­deble proyección de un acto de provincia que no resistiría el paso del tiempo, es hoy una insignia nacional. Varios escritores destacados del país han recibido el honor de estas preseas, y otros, que no creyeron que las medallas creadas por Jaramillo Ángel significaran premios de excelen­cia, esperan la oportunidad, y la presionan, de verse distin­guidos con tales galardones.

León de Greiff, Lino Gil Ja­ramillo, Eduardo Carranza, Rafael Maya, Luis Vidales, personajes del país literario que avanza por entre las frivolidades de esta época superficial, han sido con­decorados con la medalla Jor­ge Zalamea. Este año la Ofi­cina de Extensión Cultural de Calarcá, cuyo nervio es, por supuesto, Humberto Jaramillo Ángel, ha es­cogido a otro abanderado de las letras, Otto Morales Benítez, cuyo pecho lucirá un nuevo emblema por su carrera intelectual.

Las otras dos medallas se conceden a Dora Tobón de Ocampo y a Humberto Jaramillo Restrepo. Ellos son literatos jóvenes de Calarcá, escritora ella de un libro de poesía, y Humberto de un libro de cuentos, quienes comien­zan a asomarse al panorama de las letras y de quienes se es­peran amplias ejecutorias.

También han recibido las mismas medallas los escritores locales Bernar­do Ramírez Granada, Jesús Arango Cano, Óscar Piedrahíta, Rodolfo Jaramillo, Adel López Gómez, Luis Yagarí, Rogelio Maya López, Bernardo Pareja, Héctor Moreno, Ho­racio Gómez Aristizábal, Julio Alfonso Cáceres, Gustavo Páez Escobar.

Esa es Calarcá, solariega población que se recues­ta en una estribación de la cor­dillera, como soste­niendo el patrimonio cultural que la enaltece. No hay exageración al afirmar que en ninguna otra ciudad colombiana se realizan, hoy por hoy, estos foros de la inteligencia. Por las calles de Calarcá resuenan las voces de Baudilio Montoya y Antonio Cardona Jaramillo, mientras en Armenia, otra sede  de la cultura, perdura la añoranza de épocas memorables, donde Eduardo Arias Suárez, el mejor cuentista del país, creaba hitos de gran­deza con sus escritos.

Son sombras tutelares de un pasado glorioso que no será posible desvanecer mientras queden guardianes de la herencia cultural como Humberto Jaramillo Ángel. En esta forma se premia el mérito literario. Las medallas de Calarcá, más que una institución académica, son un motivo para estimular al es­critor y premiarle su talento.

El Espectador, Bogotá, 22-VI-1977.

La bonanza y la cantina

lunes, 3 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Miles de obreros venidos de todos los sitios del país invadieron por estos días los campos del Quindío y de otras zonas cafeteras, atraídos por las cosechas que comenzaron a despuntar luego de algunas lluvias aisladas. Tan especial es la bondad del café, que esas lluvias esporádicas bastaron para que el grano acelerara su germinación.

Las cosechas, ya recogidas en buena parte, de­terminaron que multitudes de obreros invadieran las fin­cas en demanda de trabajo, y de paso presionaran altos salarios ante el milagro de las pepas de café cargadas de bonanza y de inflación, que se salían de su propio calendario para engrosar los ríos de la fecundidad.

Esa población nómada que va de cosecha en cosecha y que un día se ubica en el Quindío y más tarde en el Cesar o el Tolima, configura un interrogante para los sociólogos. Son familias desadaptadas, sin apego a ningún sitio y siempre insatisfechas dentro de ese constante deambular que las convierte en seres extraños para la región de turno. Por eso mismo, se tornan hurañas y hostiles.

Estos flujos humanos significan una carga para las zonas de cosecha. Como al finquero no le es permitido cla­sificar la mano de obra, sino que debe contratar hileras ente­ras de trabajadores sin forma de rechazar al marihuanero, al holgazán o al secuestrador, pierde autoridad para ejercer el legítimo derecho de defender su propiedad. No puede aspirar a nada mejor, pues en un abrir y cerrar de ojos, si no se apresura, otros finqueros engancharán las cuadrillas sobre las que se detuvo a sospechar.

El recolector de café es uno de los obreros mejor pagados del país. En estos días de presión, un trabajador idóneo devenga más de $ 20.000 mil mensuales, libres de gastos, pues el pa­trono debe atender el hospedaje y la alimentación. La suerte de esos dineros, que bien manejados deberían remediar no pocas penurias de la familia, resulta deprimente. Al final de la semana, los obreros, al sentir en los bolsillos el cosquilleo de la bonanza, corren a las cantinas con ansias desaforadas para el vicio y el despilfarro.

Son dos días de orgía colectiva, de embrutecimien­to de la voluntad, que terminan succionando el jornal semanal y enriqueciendo los apetitos cantineros en un alarde tonto por mostrar el poder de la plata que todo lo compra y todo lo pervierte, desde la botella de aguardiente por la que no importa pagar tres veces más su precio normal, hasta la damisela que también eleva su tarifa a precio de explotación.

En Calcedonia se presentaron escenas insólitas. Veinte mil tra­bajadores se lanzaron a las cantinas con gruesas cantidades de dinero en los bolsillos, ante la mirada impaciente de las autoridades que solo contaban con unos pocos policías y se veían inca­paces de contener aquella jauría humana. En corto tiempo se agotaron las existencias de trago y comida en la población, y las damiselas, por más que multiplicaban sus fa­vores, no alcanzaban a atender la excesiva demanda.

A la postre, hubo necesidad de decretar el toque de queda, y ni siquiera así pudieron evitarse varias muertes y un número considerable de heridos. En una cantina, donde se bailó repetidamente la cumbia, se mantuvo, en lugar de la antorcha tradicional, un ramillete de billetes que se cambia­ban cada vez que los anteriores eran devorados por las llamas.

No es preciso entrar en más detalles para pintar el drama humano de estas corrientes de trashumantes que van de campo en campo, como autómatas, en demanda de los pesos tentadores que luego son quemados, como en el caso de Caicedonia, al son de la cumbia y de la insensatez, y que lanzan al mercado de la prostitución llenos de odio y resentimiento.

La familia, mientras tanto, sufre los rigores de esta movilización colectiva que pasa de cosecha a cosecha trastornando la vida de las regiones y llevando a ellas un cúmulo de taras sociales, de iras contra los patronos, de alcoholismo y drogadicción. En una palabra, de peligrosidad.

Algo habrá que hacer para modificar este mercado del salario estimulado por una bonanza contradictoria que crea malestar y no prosperidad. La sociedad necesita protección. Es preciso preservar la moral y la paz de los campos. Las regiones agrícolas deberían interesarse en sus propios recursos humanos. Las modestas mujeres del pueblo, por ejemplo, son aptas para el laboreo de los cafetales y ayudarían, con la recolección de las cosechas, al mantenimiento del hogar.

El Espectador, Bogotá, 6-V-1977.

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Los domicilios

lunes, 3 de octubre de 2011 Comments off

(Cuando en el país casi no se conocía este servicio)

 Por: Gustavo Páez Escobar

Uno de los ingredientes más amables que tiene Armenia es el de los domicilios. A través de este medio existe un amable sentido de colaboración, servicio y simpatía. Bastaba (hoy es cada vez más difícil conseguirlo) con levantar el teléfono y pedir que el pan, la gaseosa o cualquier menuda necesidad en la vida de los hogares se enviaran a domicilio.

En pocos minutos se tenía frente a la puerta de la residencia a un acucioso muchacho portando el encargo y provisto de las vueltas que ya habían quedado convenidas.

Era tal el grado de servicio, que un simple mejoral volaba a lomo de la bicicleta. Lo mismo se atendía el mercado abundante que el artículo minúsculo. Lo que interesaba era complacer al cliente. El mu­chacho ágil y despierto, dedicado sólo a visitar residencias, no podía, por lógica, llamarse sino «domi­cilio». Así se ha quedado. Era, aunque con restricciones cada vez más evidentes, una imagen del dueño del negocio, un personaje atento y servicial, un portador de amistad.

El cambio de los tiempos ha venido dis­minuyendo esta costumbre. La ciudad, sin darse cuenta, pierde uno de sus lados más atractivos y pintorescos al permitir que sus domicilios desaparezcan. No nos quejemos de que en las grandes ciudades, tan espaciosas como deshumanizadas, no exista esta figura que recorre las calles dispensando colabo­ración. Pero lamentemos que Armenia, ciudad humana, se ol­vide de sus domicilios.

Hoy son pocos los negocios que aún conservan la tradición. Ya no queda fácil, como antaño, descolgar el teléfono para conseguir que el dueño de la tienda sitúe la mercancía en el hogar, bien por haber suprimido el cargo, bien por considerar que el pedido no justifica el esfuerzo. Aquel sentido de atención se ha condicionado a situaciones especiales. Por eso mismo, Armenia ha dejado de ser tan servicial como en otras épocas.

El cambio tiene explicaciones. La imposición del salario mínimo invadió los predios de pequeños negocios que no podían soportar sus efectos. Para muchos comerciantes o tenderos no quedaban alternativas, así los empleos fueran tan menudos como los de estos mensajeros que se veían retribuidos, en forma adicional al sueldo, con las recompensas que les concedían los hogares.

Y antes que exponerse a pleitos, les resultaba mejor prescindir del cargo, el que al fin y al cabo sólo existía a título de liberalidad y no iba a afectar la marcha del negocio. Eso lo pensaron muchos propietarios, y así procedieron. La llegada del salario mínimo marcó otro rumbo para los domicilios.

Estos buenos muchachos, que redondeaban un salario razonable a base de propinas, de un momento a otro se quedaron sin trabajo. Muchos fueron a dar a lugares de vicio y cambiaron la bicicleta por la papeleta de marihuana.

Quedan, por fortuna, propietarios que todavía se preocupan por los domicilios. Algunos ya entraron en la regla del salario mínimo. La institución del mensajero todavía no ha desaparecido, aunque se ha limitado.

Bien valdría la pena que no se dejara borrar esta cara amable de la ciudad. Los dueños de negocios podrían hacer un es­fuerzo si consideran que el domicilio es un medio de ventas. Muchos lo saben y es­tán ganando ventaja sobre el vecino, que no entiende que la competencia se monta ofreciendo atractivos para el cliente.

Satanás, Armenia, 23-IV-1977.

 

 

 

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