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Archivo para domingo, 2 de octubre de 2011

¿La universidad para qué?

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El cierre de la Universidad Nacio­nal no parece coger de sorpresa a nadie, menos a los estudiantes. Has­ta última hora, según declaraciones oficiales, se hizo lo posible por evi­tar el desorden, pero la intemperan­cia de un grupo de exaltados no permitió, para la mayoría, salvar el semestre. Ya conocemos los contor­nos de siempre: primero pequeñas manifestaciones en los predios de la Ciudad Blanca; luego la pro­vocación a las autoridades; más tar­de el incendio de vehículos, y final­mente la anarquía.

Esta vez se le puso nuevo in­grediente, acaso más novedoso pero no menos sintomático de lo que sucede: fue descubierta una célula perteneciente a uno de los movimientos sediciosos del país. Y como es normal dentro del caos estudiantil, la obcecación de unos cuantos expertos en montar pequeñas revoluciones al amparo de nuestra excesiva democracia llegó a límites degradantes: la ambulancia que conducía a una parturienta fue incendiada en la vía pública, sin in­teresar a los autores el aleve atenta­do contra una mujer del pueblo y contra la nueva vida que paradójica­mente se esforzaba por volverse miembro de una sociedad traumáti­ca.

A uno de los estudiantes se le martirizó, por confusión con un detective, sometiéndolo a horri­bles vejámenes. La piedra, como siempre, hizo su aparición con alarde despótico; y media docena de vehículos ardió en los alrededo­res de esta trinchera de la insensa­tez, ante la mirada desapacible de un conglomerado que no entendía tanto abuso, y ante la morbosa complacencia de unos cuantos bárbaros que consideran estar modificando las estructuras con tales despropósitos.

Los desmanes ocurren a pocos meses de haberse puesto en marcha la nueva estrategia que garantizaría, según se afirmó, la protección de nuestro máximo centro docente. Sin dejar de reconocer los grandes esfuerzos empeñados para reprimir esta cadena de desastres, hay que admitir que el mal reviste características casi ingobernables, si de seis en seis meses suceden arremetidas de tal vehemencia que echan al suelo cuanto se ha planeado para permitir la mínima estabilidad.

Aparte de no lograrse esa base de confianza, las revueltas estudiantiles se desencadenan cada vez con mayores desbordes y con la ya establecida costum­bre de tumbar al rector en cada conflicto, y a veces volverlo ban­dera propia. En la presente emer­gencia el rector renuncia dentro de un ambiente confu­so, y cuando más se necesitaba que se salvara el principio de autoridad.

El cierre del centro docente, ya a punto de concluir el nuevo calen­dario académico, significa otro des­calabro para los sufridos padres de familia que no entienden para qué sirve la universidad. El país no sabe para qué sirve la universi­dad si en lugar de dar cultura está formando escuelas de tirapiedras. Las gentes sensatas se preguntan pa­ra qué sirve la universidad si está permitiendo que a su sombra se organicen grupos extremistas cuya única finalidad consiste en atentar contra las instituciones. Estos desa­forados jovenzuelos, muy bien ma­nejados a distancia por mentes más despejadas para el atrope­llo, serán siempre los eternos inconformes, porque na­cieron para ser parásitos de la socie­dad.

Contra las manifestaciones avie­sas de quienes suponen que la uni­versidad sirve para perturbar el or­den público y tumbar los go­biernos, deben reaccionar las in­mensas mayorías silenciosas, y por lo mismo cómplices, que ante la conflagración o el bullicio se evapo­ran y llegan a sus hogares manifestando que la universidad no sirve para nada.

Es preciso que el estudiantado consciente medite en que la univer­sidad sirve, o debiera servir, para formar la conciencia dentro de cánones decentes, por de­cir lo menos, y que no es posible in­corporarse a una sociedad digna si no hay valentía para hacerles fren­te a los desafueros de la época.

Las grandes crisis requieren gran­des soluciones. Quizás ha llegado el momento de desmontar ese mons­truo universitario, quitarle las cade­nas, desvertebrarlo y recom­ponerlo. Será operación de alta cirugía para que no vuelva a enfer­marse a los pocos días. Lo que exis­te ahora es un embeleco. Ojalá en las meditaciones que seguirán al nuevo cierre nazcan reales medidas para definir, de una vez por todas, la suerte de nuestras juventudes, que es la suerte del propio país.

La Patria, Manizales, 13-XI-1976.

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Los maridos de Liz

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El mundo comenzó a crear una de las mayores idolatrías del cine después de ver La gata sobre el rajado caliente y llegó a pensar que el dramaturgo norteamericano Tennessee Williams había montado esa pieza especialmente para la Taylor. No parecía fortuito que dos de las personas que más influencia han tenido en la vida de la artista, Mike Todd y Eddie Fischer, figuraran a su lado. Los dos personajes, que quedarían incrustados en la galería de esposos de la que desde entonces pasaría a ser la gata más ardiente, por lo menos en la imaginación de la gente, contribuían a ponerle más espectacularidad al lanzamiento de la deslumbrante actriz. Y no sabían que, en el turno de las sucesiones amorosas, la historia les tenía reservados los puestos cuarto y quinto de la que hoy, quince o veinte años después, se apresta a llegar a su séptimo matrimonio.

Liz Taylor se ha casado cinco veces y es de las pocas lu­minarias que se dan el lujo –si esto puede considerarse un lujo– de repetir matrimonio con el mismo esposo. Podría asegurarse, a la inversa, que para Richard Burton representa un acto exótico el desposarse por segunda vez con la rutilante y al propio tiempo frívola diosa del sexo.

La pareja, tras diez años de matrimonio y después de haber sembrado en el mundo la sensación de dos seres felices –a lo Carlo Ponti y Sofía Loren, aunque más lógicos que estos por la afinidad de edades y gustos–, alborota un día los mentideros mundanos con la noticia de que algo comienza a resquebrajarse. Se habla en voz baja de insuperables dificultades que no logran desvanecerse ni siquiera con el ingrediente del atractivo aparato publicitario que hace crecer la bolsa ta­quillera de una de las parejas más fulgurantes del cine.

Los faroles del infierno

De un momento a otro se corre el telón que oculta los ver­daderos problemas conyugales que la pasión de la gente no ha dejado aflorar, en todo su dramatismo, a lo largo de les diez años del aparente romance donde todo no ha sido color de ro­sa. Conforme van pasando los días, se sabe que el exuberante símbolo sexual que tantos desvelos ha provocado a la humanidad ansiosa de voluptuosidades, no es la misma gata caliente que incita a la conquista de morbosas aventuras.

Los ojos de la Taylor, que alguien definió como los fa­roles del infierno, han penetrado, con invasiones irreprimi­bles, lo mismo en la desbocada imaginación de viejos caducos que ya no tienen más remedio que lucubrar pensamientos tra­viesos, que en la apetencia de jovenzuelos exaltados que se forjan insólitos deslices a la sombra, precisamente, de un tejado caliente.

La Taylor una noche se trepa por las tejas que el gran dramaturgo fabricó para espantar los pudores de una sociedad todavía mojigata y, desde la cumbre alborotada de su sexo, le enseña al mundo el estremecimiento de pasiones desvergonzadas, cuando las salas del cine comenzaban apenas a cambiar el beso fugaz de las películas por la escena sentimen­tal más riesgosa, aunque solo presentida, pues la moralidad de los tiempos no permitía exaltaciones eróticas.

Es indudable que Liz fue una de las precursoras del cine atrevido. Llegada a la cúspide de la más excitante po­pularidad, sus admiradores se reproducen a lo largo y ancho de la tierra y todos pretenden, secretamente, convertirse en sus amantes. Está ella en la época más fastuosa de su imperio femenino y se yergue ante los ojos ávidos del mundo como la diva inaccesible que solo puede tener pocos favoritos.

Sus dos primeros esposos, Nick Hilton y Michael Wilding, po­co a poco quedan olvidados, casi en el anonimato, ante el fu­ror con que se entrega y que las gentes miran con cierta com­placencia, y muchos con codicia, a sus esposos números tres y cuatro, los señores Todd y Fischer.

La muerte trágica de Todd corta un idilio en plena efervescencia, pero la historia de la actriz, que no se detiene, consagra al poco tiempo una nueva figura para su ansia sentimental: el cantante Eddie Fischer. La pareja así conformada, en cuya suerte influye sin duda una jugada del destino que saca bruscamente de esce­na a Todd, da origen a persistentes murmuraciones. Liz-Fischer, la nueva fórmula que recorre los montajes cinematográficos y hace noticia en los periódicos del mundo, se mantie­ne en el favor público gracias a los ingredientes de escán­dalo de que ha sido inyectada, pues se dice que Liz no tu­vo reatos en robarle el marido a su amiga íntima, y esto re­sulta buen combustible para el fanatismo.

La devoradora de hombres

Por aquellos tiempos Liz Taylor está llegando al pinácu­lo de la gloria. Sus películas se cotizan cada vez con mayo­res éxitos y provocan la excitación libidinosa de multitudes frenéticas que siguen con impaciencia el curso de los escán­dalos amorosos, con la oculta tentación de que a cada cual pudiera corresponderle algo en el turno de la sucesión ro­mántica.

Sueñan con imposibles complacencias dentro del triturante reparto de sexo que proporcionan las películas de la artista, que quisieran gozar en la vida real, y terminan in­mortalizando, si es que acaso la pasión efímera puede alcan­zar esos ribetes, a la diva ambulante que recorre todos los escenarios y suscita alocados sentimientos.

Ella exhibe en estos años de sus opulencias primaverales lo mejor de sus formas, atravesadas por el hálito de la voluptuosa diosa de la carne que se forja su nicho de indiscutible exponente femenino.

Es la auténtica devoradora de hombres –a lo María Félix en Doña Bárbara– que no deja quieta la paz otoñal de las conciencias y que desencadena vientos tempestuosos en una de las épocas más vehementes del celuloide, donde alterna la magia del hechizo femenino con la provocación morbosa que desconcierta a los moralizadores del ambiente público.

El cine, monstruo incontenible que va transformando en pecados las más refinadas virtudes, se apodera de las multitu­des. Desde otros estrados campean, con iguales desbordes, lu­minarias como Sofía Loren, Gina Lollobrígida, Marilyn Monroe. El mundo, que no conocía tales arrebatos, rompe sus moldes tradicionales y se lanza en conquista del embrutecedor espec­táculo donde la imaginación colectiva enaltece monumentales estatuas de carne. Es una lujuria desenfrenada que sacude los recovecos de la conciencia y que da al traste con las virtudes públicas.

La fusión Liz-Burton

En esta ruleta de las pasiones le corresponde el turno al flamante Richard Burton, el apuesto inspirador de papeles estelares que tantos apetitos viene provocando entre las mujeres. Su fama se acrecienta cada vez que personifica una nueva escena. Es de los galanes favoritos, y acaso el más descollante de la época, que se da el lujo de hacerse per­seguir del bello sexo. Con su figura imponente establece un nuevo mito que irrumpe con magnéticos impulsos en la indus­tria cinematográfica.

A poco de su recorrido por las gale­rías de la fama, iba a quedar flechado por los ojos felinos que se disparan sobre él con desconciertos imposibles de rechazar. La fusión Liz-Burton se recibe con fruiciones gene­rosas, pues todos, hombres y mujeres de este trepidante tren de las fantasías, suponen estar representados en la nueva composición. Es, sin duda, una feliz pareja. Desafían al mundo con el mensaje de dos seres escogidos por los dioses para protagonizar, en la vida práctica, el papel de amantes perfectos que se han encontrado en el torbellino mundanal para erigirse como símbolos de sus sexos.

Las consejas de quienes pretenden tumbar el nuevo mo­numento tienen que detenerse ante la idea de que se ha con­solidado, al fin, la fórmula ideal. El matrimonio resiste du­rante años la arremetida de los dardos que le disparan de todos los sitios y es lo suficientemente sólido para con­servarse invulnerable dentro del vaivén de las fragilidades cinematográficas.

El mundo comienza a observar que también es posible la felicidad en las toldas del cine. Sofía Loren ha encontrado su remanso al lado de Cario Ponti, y Grace Kelly lleva una vida envidiable junto a su príncipe azul.

La difícil felicidad

Hay algo que llama poderosamente la atención de los exper­tos en interpretar perfiles humanos que se escapan al juicio de los profanos. Y es que nunca pareja alguna había realiza­do un cine tan puro, en el término artístico del vocablo. Marido y mujer, en la vida real, vuelcan a los pasajes de la ficción representaciones de tanta magnificencia, que los crí­ticos tienen que convencerse de la más completa armonía con­yugal.

Pero los nubarrones un día comienzan a perturbar esa paz octaviana. Son primero leves rumores sobre pequeñas desavenencias que están poniendo en aprietos la subsistencia de aquel pacto que ya muchos se habían acostumbrado a creer in­disoluble, pero que otros, menos ingenuos, sabían que tarde o temprano tenía que romperse. Richard Burton muestra los primeros síntomas de cansancio y comenta, en privado y más tarde sin reticencias, que sus perseverantes bohemias son producto de estentóreas insatisfacciones del lecho con­yugal.

La devoradora de hombres parece estar cumpliendo su destino implacable.  Encumbrada en su pedestal de diosa, pre­fiere los aires de la adulación al consumo virtual de sus genes amatorios. Algo hace sospechar que sus secreciones en­docrinas no son tan apasionadas como para alimentar pasiones excesivas.

La unión de diez años termina haciendo crisis y todo un andamiaje publicitario se entromete en la reyerta matrimonial, creando rentables expectativas. El mundo se entera, tras insistentes especulaciones, de la ruptura que era ya inevitable, y la pareja, consciente de su decadencia sico­lógica –y aún no puede hablarse de la física–, se resigna a la solución del divorcio.

Llegan los vientos estivales, con sus ráfagas heladas, para los que no estaba prepara­da. Pero, aun así, los cerebros productores de divisas se em­peñan en explotar hasta el cansancio la suposición de una far­sa sentimental, tan propicia para acrecentar dividendos.

A los pocos días la pareja celebra su reencuentro y se queman bombillas publicitarias pregonando el insólito suceso. Hay juramentos de amor, de parte y parte, y propósitos de la en­mienda, pero en la conciencia pública subsiste la duda sobre la estabilidad de la pareja que ya ha dado muestras de pro­fundas incompatibilidades. Es esta la palabra más trajinada en el diccionario amoroso cuando se quiere señalar que no funciona la comunión sexual.

El sexto matrimonio de Liz con su bohemio Richard –el único repitente en esta trapacería de glorias efímeras, y no propiamente por antojado– se desmoro­na en corto tiempo, como tenía que suceder, y rubrica el final de una de las historias más apasionantes del universo cinema­tográfico, que no resistió los encontronazos de la fama.

Uno más en la galería

Ahora se anuncian las nuevas nupcias de la incansable caza­dora de hombres, con John Warner, ex secretario de la Marina de los Estados Unidos. Para ella sería la séptima boda, todo un récord que pocas personas alcanzan, y para él la segun­da. El prometido tiene 49 años. La edad de ella dejémosla indefinida y así le haremos un obsequio a su ficción femenina.

En alguna noticia suelta se hablaba, dos o tres años atrás, de la extirpación de un ovario y de algunas correcciones plás­ticas que no quisieron revelarse. La imaginación en estos ca­sos, que suele ser tan incisiva, no puede quedarse corta para señalar redondeces que resultan inocultables, aun se trate de contornos anatómicos tan premiados por la naturaleza.

Es lo cierto que la jamona señora que hizo desbordar en otros tiem­pos emociones calientes y poner a los maridos en busca de ga­tas trepadoras, a lo Tennessee Williams, ya no puede ocul­tar su inexorable decadencia. ¿Después del séptimo matrimonio llegará el octavo? No hay quinto malo, dicen los toreros. Tam­poco séptimo marido malo, diría la vedette.

El pueblo quiere a sus ídolos y no se conforma con ver­los desaparecer así no más. Desea que permanezcan en el apo­geo y se rasga las vestiduras cuando los ve declinar. Las actrices, por ser un bien común, se prestan para ser desnudadas en público y a veces comidas a tijeretazos. Es el precio de la fama. Un título de moda, de la novelista argentina Silvina Bullrich, podría resultar apropiado para Liz Taylor: Mañana digo basta.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 7-XI-1976.

* * *

Comentario:

Nota de presentación de esta crónica que hace el Magazín Dominical:

Hay fulgurantes bellezas en el mundo del espectáculo que se constituyen en noticias permanentes, no solo por sus cualidades histriónicas como actrices de cine, de teatro, de vaudeville etc., sino porque las persigue la curiosidad de las gentes alrededor de su vida conyugal. El caso de Elizabeth Taylor es bien elocuente a este respecto. Por bella, los hombres han hecho de ella un ídolo. Y la sigue una estela de romances que al­canzan máxima popularidad. Recientemente volvió a divorciarse de Richard Burton, el marido reincidente. Antes de Burton, cuatro hombres habían sido sus esposos. Y ahora anuncia que se casará con el séptimo. Sobre los maridos de Liz Taylor escribe Gustavo Páez Escobar una excelente crónica que se publica hoy en el Magazín, con profusas ilustraciones en color y en blanco y negro.

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Trescientos años de Medellín

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por Gustavo Páez Escobar

Con verdadero alborozo he recibido de Celanese Colom­biana, de parte de su presidente Jaime Lizarralde L., el precioso libro editado como homenaje a la ciudad de Medellín en el tricentenario de su fundación. Digno del mayor encomio resulta este gesto de la entidad que entiende como una de las más significativas expresiones de aprecio la de lanzar, con ocasión de este aniversario in­crustado en la nacionalidad del país, el refinado volumen que recoge vibrantes páginas de nuestra literatura. La ilustre Villa de la Candelaria recibe uno de los mejores tributos en este recuerdo que plumas maestras enaltecen con la fecundidad de sus in­teligencias.

Colombia, país de letrados, no puede subordinar, ni si­quiera en esta era moderna cargada de frivolidades y vanos alardes materialistas, su esencia de pueblo culto. Será preciso recordar una y otra vez que si por algo sobresale el país ante el concierto de las naciones es por su bagaje in­telectual. Es ahora Celanese la que escruta fibras sensi­bles de nuestra idiosincrasia al poner en letras doradas, como mensaje para todo Colombia, escritos memora­bles que no perderán vigencia y que en ocasión tan propicia como la de la efeméri­des de Medellín es preciso exaltar para afirmar la vigencia del país amante de sus tradiciones.

Celanese da en el clavo cuando acomete la ponderada labor de armar una reliquia en este tomo que ingresa con honores —y cuyo ejemplo ojalá sea seguido por otras empresas— al patrimonio bi­bliográfico del país. Afortunado empeño este de conmemorar una fecha refrescando la memoria del pueblo a veces confuso entre mediocridades y sacudido otras por los vientos de la descomposición social, y que no puede ambicionar mejores días si se olvida de sus escritores y poetas.

Otto Morales Benítez, en semblanza de la ciudad «orquídea», evoca el significado de una raza que tanto lustre le ha dado a Colombia. «Y Medellín  –di­ce– era el eje de esa gran aventura del antioqueño, que aún, por fortuna para el país, no ha terminado. La arriería tuvo dones esenciales: la honorabilidad del transpor­tador; la puntualidad en los tiempos de recibo y entrega; la apertura de todas las rutas convergentes hacia un interés económico y social».

Más adelante anota, entre los muchos enfoques que contiene su  ensayo sobre la raza antioqueña: «Se puede hacer un desafío a quien logre escribir un ensayo en el país sin tener que volver la memoria a Antioquia para situar su in­flujo». Otto Morales Benítez, testigo del tránsito del arisco poblado a ciudad poderosa, y que lleva en sus venas sangre de arrieros, le cuenta al país cuánto pesa la historia de este pueblo que ha jalonado la grandeza de Colombia a golpes de hacha, de ingenio y de temples creado­res. El nombre de Medellín —agrega— se confunde con el de orquídea, esfuerzo y gloria. Cabe, en tan certera síntesis, todo el señorío de la ciudad preclara.

Ediciones Sol y Luna de Bogotá está a la altura de las circunstancias al presentarnos este libro bellamente elaborado donde alterna la pulcritud de la edición con la elegancia de los grabados. Fueron estos toma­dos de Le Tour du Monde, París 1872-1873. La diagramación corre por cuenta de Jorge Luis Arango, de la casa editora, y se pone de manifiesto en ella la capacidad artística de su autor, de que ya ha hecho gala en otras realizaciones.

La enumeración de los escritores que engrandecen estas páginas es suficiente para sa­ber que se trata de un suceso destacado: Otto Morales Benítez, Gui­llermo Valencia, Francisco Villaespesa, Andrés Posada Arango, Charles Saffray, Emiro Kastos, Antonio José Restrepo, Baldomero Sanín Cano, Emilio Robledo, Luis López  de  Mesa, Tomás Carrasquilla.

La bibliografía del país queda en deuda con Celanese Colombia por este maravilloso presente. Palmaria demostración del interés con que la firma industrial está identificada con nuestro devenir histórico.

El Espectador, Bogotá, 13-X-1976.

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País de doctores

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Uno de los puntos tratados en el Congreso Nacional de Ingeniería que acaba de con­cluir en Armenia fue el referen­te a la desocupación pro­fesional que registra el país. En el campo de la ingeniería existe enorme déficit de demanda frente a las posibilidades de empleo. El problema tiende a agudizarse, con características alarmantes, si se tiene en cuenta que, al ritmo que lle­vamos, los egresados de las universidades harán duplicar en cortos años el número actual de ingenieros. Fenómeno similar existe en las otras profesiones, sobre todo en las tra­dicionales: la medicina, la odontología, la abogacía. En esta última, el país está saturado.

Se presenta, entonces, una grave disyuntiva para el por­venir de la juventud estudiosa. Si de antemano se sabe que al final de la carrera universitaria no se hallarán facilidades de ocupación y tampoco resultan fáciles los caminos en los casos del pos­grado, del máster y del Ph.D., ¿qué rumbos debe marcar el país para las cosechas de doctores?

El éxodo de profesionales hacia otras naciones no es fácil frenarlo si Colombia no está en condiciones de absorber la ma­no de obra en disponibilidad. La vida, entre tanto, resulta cada vez más complicada ante el exagerado número de pro­fesionales que lanzan las universidades y que oscurecen, por lógica, el porvenir de quienes no tienen la opor­tunidad de doctorarse en nada.

Gentes sencillas que han hecho su carrera en el campo limpio de un oficio hasta llegar a coronar puestos de avanzada por su superación e idoneidad, se ven remplazadas por los títulos, aun estén vacíos, dentro de la distorsión que acusa la época contem­poránea.

Nace un interrogante serio: ¿Los nuevos doctores salen con la suficiente preparación? En este tiempo de huelgas, disipación, falta de prin­cipios, carencia de dis­ciplinas, tal parece que los cánones pedagógicos, para no hablar de los éticos, dejan mucho que desear. El país, ba­jo tales prospectos, se está llenando de cartones, pero no de calidad.

Las consecuencias termina pagándolas la em­presa, que ya no puede escoger, como antaño, personas aptas; el Gobierno, que antes tenía menos doctores, pero más rectos y sabios varones; la nación, en fin, que está rele­vando una generación eficaz, aunque sin muchos arreos, por otra preparada con las prisas de una era convulsionada y sin las convicciones que fueron premisa de mejores tiempos.

El aumento de cupos, sobre todo en las carreras más llamativas, es un error. Debe dirigirse mayor atención a las carreras intermedias, a las técnicas de nivel medio, a ciertos oficios especializados que no exigen tanta cultura académica. Las empresas necesitan gente práctica, conforme el campo reclama más agrónomos, más agri­mensores, más tractoris­tas. Hay algo mucho más importante que se está volvien­do escaso: la gente de bien. «Se busca un hombre», es el gran reto de la época. A cambio de tanto título, falta más honestidad. A cambio de tanta apariencia, se echa de menos más capacidad.

La em­presa, que no siempre distingue los verdaderos valores, está cambiando hombres por máquinas, cuando no capacida­des por pergaminos. Se deja deslumbrar a veces con los títulos de relumbrón, con el esnobismo, con las modas de la época, y se olvida de que la ex­periencia seguirá siendo la mayor fuente del conocimiento. ¿Qué le espera al país con esta muchedumbre de gradua­dos que no encuentran qué hacer y que muchas veces tampoco saben qué hacer?

El Espectador, Bogotá, 13-IX-1976.

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Lo conocí entre guaquerías

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Palabras pronunciadas con motivo del lanzamiento de tres libros de Jesús Arango Cano

Por: Gustavo Páez Escobar

Quiero decir, como prólogo a mis palabras, que a Jesús Arango Cano lo conocí entre guaquerías. Un día –de esto hace ya más de siete años–llegué al Quindío y a poco tiempo de mi estada en esta maravillosa tierra recibí el encargo de visitar a Jesús Arango Cano en consecución del libro Recuer­dos de la guaquería en el Quindío, de que es autor su ilus­tre padre, y que se proponía reeditar el Banco Popular,

No era casual, por cierto, encontrarme con este hombre en su elemento natural: el barro. Ánforas, alcarrazas, urnas fu­nerarias, tinajones y gran variedad de artículos prehis­tóricos le ponían marco de solemnidad a su oficina, y entre ese mundo silencioso hallé a Arango Cano que, pertrechado en­tre las sombras del misterioso pasado, parecía haber reci­bido de los dioses la misión de no dejar extinguir la heren­cia fabulosa.

Jesús Arango Cano ha sido, en efecto, uno de los mayores defensores del patrimonio cultural del país. Con la tenacidad que lo caracteriza, un día se propone consagrarse al estudio de las culturas aborígenes y, sin darle reposo a su afán in­vestigador, se adentra desde muy joven por las páginas de la historia y a tiempo que va desenterrando con las luces de su inteligencia las marañas que escribieron nuestros aborígenes en el fondo de la tierra, de su pluma brotan li­bros y más libros que enaltecen tan decidido empeño. No se detiene ni ante los obstáculos ni ante la desidia con que tro­pieza quien se propone hacer cultura en el país.

La cultura es uno de los caminos más ar­duos y menos ambicionados por los hombres. Hoy en día, sobre todo, cuando las sutilezas y las extravagancias del mundo ligero llevan a la humanidad en busca de conquistas fáciles, apenas unos pocos se interesan por cultivar la mente. Se pre­fiere lo vano a lo sólido. Se busca lo lisonjero, lo que abanique, pero no se sacrifica ningún esfuerzo para encontrar la verdadera liberación del hombre.  Se le rinde pleitesía a lo externo, porque al mundo se le está olvidando que el hombre, ante todo, es espíritu. Y la verdadera liberación, no lo ol­videmos nunca, consiste en no esclavizarse a lo superficial, para engrandecer el espíritu,

Arango Cano lleva escritos y publicados 18 libros, Esto, de por sí, le da categoría a cualquiera. En su caso se plasma una vocación perseverante, el oficio de todos los días que sacrifica el goce de triviales placeres para estructurar el mensaje que quiere dejar a las nuevas y a las futuras generaciones. Vida dedicada al estudio y recia personalidad que no se ha conformado con lo mediocre.

Me cabe el gratísimo honor de llevar la palabra esta noche en que se lanzan tres de sus libros:  Revaluación de las antiguas culturas aborígenes de Colombia, Mitos, leyendas y dioses chibchas y Cerámica quimbaya y Calima. Los dos pri­meros reciben nuevas ediciones, y el último, todavía inédito, llegará al público en breves días. Y haciéndoles fondo, como escenario que no puede ser más auténtico, el Instituto Co­lombiano de Cultura pone a consideración del pueblo quindiano una muestra de cerámica precolombina de varios lugares del profuso mapa colombiano.

Mi misión quedaría bien cumplida con esta sola anotación: Jesús Arango Cano, que ha vivido entre guaquerías, quiere que el pueblo estudie la prehistoria de Colombia. Ha sido él una inquieta inteligencia que entiende cuánto vale el patri­monio aborigen de la patria y por eso no se cansa de recordarle al país que las joyas que hoy tenemos como fondo de esta reu­nión son mucho más que  simples piezas ornamentales. Sabemos, por ventura, que la obra de este escritor no ha sido perdida, y más lo sabrán, acaso, las nuevas genera­ciones que encontrarán en sus libros fuentes de estudio e investigación.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 10-X-1976.

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