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Archivo para domingo, 2 de octubre de 2011

“Yo y Tú” es Colombia

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Con Yo y Tú desaparece el programa de televisión más sin­tonizado por los colombianos. No se entiende por qué esta diversión dominical, que durante muchos años llevó alegría a los hogares, se corta en su mejor momento. Queda flotan­do en el ambiente la sensación de que algo no funcionó en el reparto de nuevos espacios y, sobre todo, que se atentó en materia grave con­tra el talento colombiano.

La clausura del formidable elenco de los domingos, cuando mayor en­tusiasmo despertaba en el público gracias al donaire, el sentido del humor, la autenticidad de los artistas, el enfoque de los temas, es algo que deja, por lógica, motivos de insatis­facción. Se sostienen, entre tan­to, programas de poca monta y se da entrada a otros que, por exitosos que pudieran llegar a ser, necesitan recorrer mucho camino para ganarse el aprecio dé los televidentes.

Yo y Tú, con una veintena de años rodando en los senti­mientos de la gente, no nece­sitaba siquiera salir a com­petencia. Y no necesitaba, por­que no tenía competencia. Si un programa de esta calidad, cada día más superado merced a las excelentes dotes artísticas de su fundadora y colaboradores, logra imponerse después de mucho tiempo y muchos esfuer­zos en el difícil arte de hacer reír, es inconcebible que se derrumbe entre la letra de con­fusos papeleos.

Desintegrar, por obra de enredados mecanismos, todo un equipo humano intérprete de las costumbres, los vicios, las virtudes del pueblo, es propinarle duro golpe a la cultura. Algún poder debiera existir para salvar estas expresiones del arte contra la rigidez, si de eso se trata, de normas que parecen dictadas para desmontar lo que cami­naba bien.

Dentro de la libre competen­cia todos tienen derecho a bus­car oportunidades. Pero no es sensato que se extremen tanto los filtros para sacar de concurso a programas ya acreditados como el de Yo y Tú, solo por llenar requisitos menores, que tal parece ser el caso. De algo deben valer la trayectoria, el esfuerzo, la idoneidad y el beneplácito del público, al único que no se le consultó. Pero dichas circuns­tancias parece que no son di­geribles por la dictadura de los pliegos de licitaciones.

Se dice que los comités, las juntas y las licitaciones, que se dan la mano, se inventaron para eludir responsabilidades. Echándole la culpa a estos organismos, todos quieren quedar bien. El papeleo, que frena y as­fixia al país, y que tan colom­biano es como Yo y Tú, es sinónimo de pereza, falta de inventiva, incompetencia, dictadura. Y las licitaciones, lo mismo que los comités y las pomposas juntas directivas, en la generalidad de los casos solo sirven para poner trabas, enredar lo que marchaba bien, sacarles el cuerpo a los pro­blemas. Antes que juntas, se requiere buen juicio.

El pueblo despide con tristeza a Alicia del Carpio y su familia artística. Es un elenco incrus­tado en el sentimiento del pueblo, que se marcha, también triste, y se niega a separarse de su público. Alicita dice que no volvería a la televisión aunque el Consejo de Estado fallara a su favor la demanda presen­tada. Parece que el mal está ya hecho. El público, sin embargo, aún tiene confianza de que surja alguna fórmula salomónica.

Este escenario se mueve y se desbarata sin que el pueblo, que debería ser el mejor juez, haya opinado. Se proponen los artis­tas desaparecer de escena en silencio, sin dejarse ver las lágrimas. Pero hay lágrimas y silencios que no se pueden ocul­tar. Y si hay males que se vuel­ven irreparables, ojalá, por lo menos, de esta experiencia quede alguna lección construc­tiva.

El Espectador, Bogotá, 19-XII-1976.

 

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Parque industrial

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Ha venido abriéndose campo la idea de constituir en Ar­menia un parque industrial, y bien vale la pena que después de la conferencia dictada por el doctor Guillermo Galán Co­rrea, gerente general de la Corporación Financiera Popular, se ventilen algunos puntos de vista en torno a dicha inicia­tiva.

Importantes industriales de la ciudad, orientados y esti­mulados por la Corporación Financiera Popular y la Fundación para el Desarrollo Industrial y Agrícola del Quindío, se han convertido en promotores del programa.

Armenia, que ha venido preocupándose por su industriali­zación, cuenta ya con diferentes tipos de industria y se ve el interés por mantener este espíritu de progre­so y por lograr la vinculación de firmas foráneas. Cuenta Armenia, y en general el Quindío, con factores óptimos para manejar industria pesada, con pro­yecciones nacionales, pero el proceso ha si­do lento y se ha tenido que luchar contra el querer o la apa­tía de ciertos sectores que consideran que el café debe se­guir siendo la única meta regional. Lo importante es montar industrias, si son estas las que logran el auténtico progreso de las ciudades, sin desatender, como es natural, el cultivo del café.

La industria regional muestra impulso significativo. Dispersa y desarticulada en distintos lugares, está en mora de formar un frente común. Es obvio que al insta­larse en un mismo sitio llegarán condiciones más propi­cias para su funcionamiento y evolución técnica, consiguiendo de paso reducción de costos y aumento de uti­lidades.

El concepto de parque industrial busca mejores oportu­nidades para los trabajadores del ramo y una contribución importante al bienestar colectivo. El parque industrial, que no solo consiste en la agrupación de industrias, sino en establecer una comunidad cooperada por pun­tos de vista y realizaciones productivas, significa también un impulso a las proyecciones urbanísticas de la ciudad.

Un proyecto de envergadura como el que se contempla para Armenia permitiría la adecuación de terrenos hoy marginados, mediante el adelanto de las respectivas obras de infraestructura. Al propio tiempo, se abrirían fuentes de empleo y más tarde nacerían las coope­rativas, los servicios comunales –como droguerías, super­mercados, colegios–, hasta poner en marcha todo un comple­jo industrial que haría crecer la capacidad local y atrae­ría, sin duda, el interés de industriales de otras regio­nes.

La brillante exposición del doctor Guillermo Galán Co­rrea ha convencido a los industriales de la ciudad en la necesidad de luchar unidos hacia dicha meta. Es preciso que esta clase de aportes reciban  entusiasta acogida. Con el necesario ánimo de colaboración, unido a la serie­dad y la constancia que impone la vocación industrial, se hará realidad la idea.

Entidades regionales de tanto prestigio como el Comité de Cafeteros han ofrecido su apoyo. La Corporación Financiera Popular, motora del fomento industrial del país, ofrece líneas de crédito muy llamati­vas para beneficio de los industriales y de la ciudad. En manos de estos queda la solución.

Satanás, Armenia, 18-XII-1976.

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Las primeras piedras

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La gente no suele reparar en las obras silenciosas, las que maduran con el esfuerzo cotidiano y generalmente con ausencia de recursos oficiales, y solo movidas por una autén­tica vocación de servicio a la comunidad. Somos más dados a la ostentación de primeras pie­dras, a los discursos desme­didos, al ansia de conseguir tributos en vísperas electorales o al término de un mandato.

El funcionario de turno se mueve afanosamente cuando presiente que se aproxima el final de su período, en busca del pretexto que le permita dejarle a la posteridad un testimonio, así sea tan efímero como su propia ambición, y luego pretende que dormir sobre los laureles es la mayor obra del hombre.

Vienen las carreras de última hora, las competencias contra reloj, los nerviosismos que pro­voca la incompetencia, y se echa mano de cuanto argumen­to se atraviese para levantar esas pasmosas mentiras rega­das por todos los confines del país que conocemos como las primeras piedras.

Son, en términos generales, piedras huecas, sin más consistencia que la de sostener monumentos a la vanidad, tan movedizos como la inutilidad de quienes no entienden que el servicio público es, ante todo, apostolado. Hay quienes inten­tan prolongarse en la piedra y solo consiguen quedar aplasta­dos bajo ella. Las obras auténticas no se afirman sobre bases frágiles.

En todos los confines del país nos encontramos con palmarias demostraciones de ineficacia, de arrebatos egoístas, de glorias caducas de quienes buscaron más la lisonja que el verdadero sentido de servicio. La vanidad del hombre lo conduce a crear alrededor de su figura aureolas tan desproporciona­das que no soportan el primer encontronazo y, lejos de enaltecerlo, lo ridiculizan. Los hechos intrascendentes solo duran lo que resiste una ilusión.

La euforia de las primeras piedras no convence a nadie, y ni siquiera a sus autores. Es preferible ser autor de todo un conjunto y no de una primera piedra que suele desmoronarse o desaparecer. El cementerio de las obras inconclusas está formado por entusiasmos momentáneos. Pocos son los que tienen la visión, la paciencia y la perseverancia suficientes para iniciar un proyecto y proseguirlo hasta su culminación.

Los más, que solo persiguen impresionar al electorado o a la comunidad con la placa o la valla que consagren méritos que nunca se han tenido, resultan los desaforados dilapidadores de presupuestos invertidos sin planeación ni lógica, dentro de estos arranques de soberbia que a nada conducen.

Vemos por doquier la placa que recuerda la iniciación del hospital que no ha avanzado más allá de armar una negra armadura; la valla que se dejó extendida sobre un campo baldío, anunciando proyectos ambiciosos que nunca se cumplirán; la piedra muy bien cincelada e incrustada a varios metros de profundidad, para que nadie la arranque, dando cuenta de que en ese preciso sitio se comenzó la noble idea de levantar la salacuna, el asilo de ancianos, la ciudadela del ciego, y acaso todo un complejo urbanístico para la redención de los desheredados.

Esos y otros enunciados ociosos nunca se realizarán, pero contienen hondas  raíces fantasiosas que nutren la vanagloria de sus forjadores. Y a lo largo de los días nos tro­pezamos con testimonios que se quedaron clavados en la tierra o en la fachada de la obra negra, aunque no en la gratitud de la gente.

Los verdaderos servidores sociales se recogen en su celosa humildad y  huyen del boato de las primeras piedras. Estas no necesitan placas consagratorias.  A ellos solo les preocupa la suerte del hombre. Trabajan entre silencios sufridos, sudan las dificultades de presupuestos escasos y no desfallecen hasta poner la última piedra, esta sí majestuosa, que es la que corona de gloria a quienes sa­ben que el ser útiles no consiste en la ostentación sino en la efectividad. El hombre no es útil por lo que anuncia sino por lo que ejecuta.

El Espectador, Bogotá, 24-XII-1976.

Navidad sin pólvora

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Vale lo mismo que desear para todos una Navidad sin des­gracias. El entusiasmo de diciembre se prende de pronto entre luces de bengala, mariposas, volcanes, totes y marti­nicas. Los niños, que llevan siempre prendida una llama en el alma, se deslumbran ante lo que produce colores, ante lo que gira con velocidades inverosímiles, haciendo reventar chispas y fulguraciones.

Es una manera de correr detrás del peligro, de jugar con el fuego, de perseguir la muerte. En cada instante de infantil fascinación puede estar escondido un mundo de infortunios. Los padres, que no suelen calcular el riesgo y que en ocasiones son cómplices con la suerte que puedan correr sus hijos cuando prenden los depósitos mortales que ellos mismos han adquirido, se duelen tarde, cuando es ya irremediable, de los desastres de la pólvora.

Lo que se creía la inofensiva luz de bengala, con la que podía divertirse lo mismo el adolescente que el niño de dos años, queda de repente adherido a la piel, produciendo laceraciones, cuando no la pérdida de órganos vitales.

Desfiguraciones faciales, miembros mutilados, y hasta la propia muerte, resulta el saldo de ciertos pasatiempos de esta época navideña que, acaso por su misma esencia de fiesta de luces, se maneja con alegría, vale decir, sin responsabilidad. Los padres, ante el menor deseo del niño que no quiere quedar en desventaja con el vecino que cuenta con montañas de papeletas y artefactos misteriosos, no meditan en estas absurdas competencias, y en lugar de procurar sa­nas diversiones, terminan de pronto contratando la muerte.

Hay que insistir hasta la saciedad, por las experiencias que todos los años vemos delatadas en los periódicos, que no existe pólvora  inofensiva. ¿Por qué, en lugar de facilitar juegos peligrosos que solo duran un instante, no pensar en la seguridad del hogar? Más provecho tienen el cartón con el jeroglífico y el juego ingenioso, que for­man la mente a base de entretención e inteligencia, que la materia tóxica que perjudica los pulmones y puede destrozar el organismo.

Veamos uno solo de los casos que viene publicando El Espectador en su campaña para combatir la pólvora:

«Hace tres años, un seis de enero, se encontraba doña Amelia de Gómez en la casa con sus hijos. Las navidades ya ha­bían pasado, y algunas cajas de luces de bengala habían sido guardadas en un clóset. Los niños sacaron las luces del clóset y decidieron hacer uso de ellas desde una ventana de la casa. Uno de los pequeños terminó de quemar una y se dispuso a arro­jarla, sin percatarse de que su hermanita se encontraba de­trás. Estiró el brazo con las últimas chispas de la luz aún encendida y quemó el ojo de su hermanita Adriana.

«El ojo de la niña quedó completamente lesionado. Cuando su madre la llevó a la clínica hubo que hacerle primero baños de suero porque aún tenía partículas de pólvora adentro. Se le destruyó el lagrimal y hubo que ponerle un dispositivo especial para evitar infecciones. Adriana lleva ya 8 opera­ciones seguidas y aún no está completamente sana de su ojo. Hay que hacerle controles continuos. A veces ha habido ne­cesidad de injertos y posteriormente necesitará de un cirujano para el párpado”.

A los padres les corresponde vigilar la felicidad de los suyos, no destruirla. Preferible un momento de privación a una vida de lamentaciones. Declararse enemigos furiosos de la pólvora, aun de la que se supone inofensiva, será la manera de tener una Navidad feliz. Anticipémonos al peligro y no esperemos la integridad del hogar si nosotros mismos no calculamos los riesgos.

Satanás, Armenia, 11-XII-1976.

La mendicidad

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Uno de los signos de la prosperidad es la mendicidad. Por los ríos revueltos de las grandes ciudades, bajo el vértigo del progreso y el clamor de la vida ostentosa corre la miseria con sus pies aporreados por la vida y el alma anhelante. Al lado del saco colmado de oro, habrá el mendigo con la mirada quebrada por el infortunio. Frente a la mesa del opulento, el hambre de quien nada tiene se hará más voraz y será menos satisfecha, pues los cubiertos no alcanzan sino para unos pocos.

Ante el vehículo deslumbrante, movido por manos enguantadas y oloroso a esencias francesas, pasará descalzo y aterido el transeúnte anónimo que no conoce otros tapices que la tierra recalen­tada por el sofoco, ni otros olores que la densidad de su angustia.

El mundo se embrutece entre festines, derroches, placeres sin límite, copas sin fondo. La humanidad danza al impulso del arrebato, consume tabernas de un solo sorbo, quema billetes en una noche de frenesí, acciona ruletas alocadas, se satura de sexo, y nunca se sacia. En un rincón, en el trasfondo de estos exaltados exhibicionismos, el niño con hambres atrasadas morirá antes de que la copa termine de apurarse o las sobras de la mesas colmadas se lancen a los perros.

Ayer, en un programa de televisión, Pacheco enfocaba sus cámaras por la carrera séptima de Bogotá y a su paso iba surgiendo un dantesco espectáculo de miseria. Por donde quiera que escarbara, saltaban calamidades. Una señora, con 71 calendarios a cuestas, mostraba unas frutas que nadie compraba y que eran su única posibilidad de sustento.

Más adelante, una muchacha, con una juventud increíble, exhibía sus fatigas en medio de pujantes edificios, solo sostenida por la presencia de cinco hijos  destrozados por la des­nutrición. En otro ángulo, un vejete, taciturno entre las som­bras de su ceguera, sostenía su incapacidad contra la indiferen­cia del mundo veloz, dicha­rachero, torpemente entusiasta, que reclamaba su derecho a la vía sin importarle la despropor­ción de la existencia atro­fiada.

Aquí, en Armenia, ciudad premiada por las excelencias del grano milagroso que todos los días hace más ricos a los productores, aunque más pobres a los consumidores, la población indigente sacude sus lacras y esconde su dolor. Son legiones errátiles de jóvenes y ancianos que recorren de sol a sol las calles de la abundancia en demanda de un trozo de pan, de un poco de compasión. Es un cuadro infamante en medio de la ciudad que se dice rica.

La prosperidad solo alcanza para unos pocos. Al lado de los ca­fetales teñidos por el signo del dólar, se levanta la niñez con insuficiencia de proteínas y languidece la ancianidad para la que no beneficia el aroma de las cosechas. El café, ese azote social que bendecimos porque produce divisas, y levanta escuelas y arma infraestructuras, tiene el apabullante poder de hacer más visibles las heridas.

El pie descalzo, en todos los ámbitos de la tierra, se vería menos desprotegido si no se acentuara tanto la desigualdad ante el que derrocha la riqueza entre fruslerías y viajes inte­roceánicos. El hambre sería menos hambre si no se viera estimulada por el hartazgo, por el desborde de apetitos con­tumaces que solo miden la propia satisfacción y se olvidan de los estómagos vacíos.

El mundo aspira, con todo, a ser feliz. Predica fórmulas doc­torales, lanza tratados sofisticados para que las naciones no se destruyan unas contra otras, para que los ánimos se desar­men en esta hora de la animad­versión universal. Pero no se detiene en consideraciones elementales. No distingue el es­tómago vacío del organismo rebosante. Las distancias crecen, se vuelven monstruosas cuando se tocan los extremos.

Ahora, cuando irrumpe la Navidad y todo se vuelve fosforescente, hasta la miseria, y por más que sepamos que existen vacíos inllenables y males que no tienen cura, acaso no resulte superfluo explorar ciertas verdades y ciertos abismos sociales.

El Espectador, Bogotá, 14-XII-1976.
Aristos Internacional, n.° 36, Alicante, España, octubre/2020.

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Comentarios

Lo felicito por su maravilloso artículo. Para bien de Colombia, ojalá podamos seguir leyéndolo. Mario Floyd, Buga.

El texto es una lamentable radiografía de la realidad. Quiera Dios que muchos hagamos algo para disminuir tanta injusticia. Como dijo Díaz Mirón, poeta mexicano: “Nadie tendrá derecho a lo superfluo, mientras alguien carezca de lo estricto”. Jaime Suárez Ávalos (en Aristos Internacional, Alicante, España, octubre de 2020).

 

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