El café sin recolectores
Por: Gustavo Páez Escobar
Suena a broma la noticia de que el calé amenaza perderse por falta de brazos. En distintos lugares viene sintiéndose en estos días el grito de alarma ante la escasez de obreros para exprimirles el fruto a los cafetales. Dentro de los contrastes de un país que se da el lujo de poner en los mercados mundiales la mayor cotización que ha registrado el termómetro cafetero, y que al propio tiempo tiene una inmensa población angustiada, los recolectores hacen un pacto secreto para vender a precio de inflación la mano de obra que todos los días debe valer más si los clarines de la bonanza resuenan con ímpetus arrolladores.
Tai es el precio de la riqueza. Ahora que los cafetales están cargados de esperanzas en varias zonas de cosecha, esta población nómada que recorre el país en busca de trabajo se niega a recoger el café si no se le retribuye a los precios que quiera imponer.
Es un sindicato invisible movido entre telones por las conocidas fuerzas de la intransigencia, en un afanoso intento por bloquear la economía nacional. Los cafeteros, alarmados, van subiendo los jornales bajo presiones que no pueden discutir, porque el reto es disparejo, y que están dislocando peligrosamente la realidad de los campos.
El jornalero decide, de pronto, hermanarse con la bonanza y termina cobrando la prosperidad que se grita con tanta algazara. Es una manera de subir al tren de la victoria. Bien es sabido que quien tenga en el momento una mata de café, así sea pobre de remate, ipso facto es catalogado como millonario. Desgranar un cafeto es señal de fuerza, de poderío, de automóvil último modelo, de viaje a Europa. Y como los bienes terrenales deben compartirse, ahí tenemos a este ejército de recolectores listos a cobrar su parte, instigados por los maestros del conflicto permanente.
Si el café adquiere de continuo nuevos puntos en los mercados internacionales y por doquier se anuncian ríos de leche, así para la mayoría resulten ríos de hiel, los jornaleros no quieren conformarse con precios que no suban por la misma escalera que la del propietario.
Un recolector de café ganaba hasta hace poco, bien pagado, $ 60 por arroba recogida. Más tarde, a medida que la brújula de Nueva York miraba más hacia arriba, el jornal pasó rápido la frontera de los $ 100 por arroba, hasta llegar en dos volandas a $ 150, y de ahí a $ 200, precio que se está abriendo campo ante la aparente escasez de brazos. Un obrero eficiente recoge tres arrobas, o sea que devenga $ 600 diarios, para un total de $18.000 al mes. El mediocre ganará $ 8.000. Ambos desean sueldo de ejecutivo de empresa privada. Exigen, además, excelente alimentación y dormitorio, y se reservan el derecho de insultar al patrono.
Es una carrera desenfrenada, desconocida por el país que no vive al lado de los cafetales, la cual está creando un peligroso clima de distorsión del campo. El dueño de la finca, acosado por las cargas fiscales, debe además afrontar la revancha de jornales desorbitados, con detrimento de su producción. El obrero, que no había visto tantos billetes juntos, termina dilapidándolos al final de la semana. Esos billetes entran, sin pena ni gloria, a la danza de las alegrías tontas. Se dice, con cierta melancolía, que nadie sabe para quién trabaja y que la bonanza no es, definitivamente, para los cafeteros.
No hay recolectores. Pero sí hambre, y desempleo, y malestar social… Miles de brazos se necesitan en el momento. Los aspirantes no contestan a lista porque prefieren presionar. Se han convertido en burgueses del salario que se escoden entre el transistor en espera de que la bonanza siga regando nuevas bendiciones, que ellos cobrarán con tarifas tasadas para la ocasión. Bien puede perderse, mientras tanto, una buena cantidad de café, pues la bonanza da para todo, hasta para el despilfarro.
Las tácticas para dominar esta revuelta del campo no parecen difíciles. Con dos o tres días a la semana que se llevaran los colegios a contagiarse de agricultura, se daría una buena lección a los explotadores. Recoger café es una tarea de músculo, y nada más. La máquina, esta vez, no ha logrado desplazar al hombre. Por eso los burgueses del salario se consideran insustituibles. Remplazarlos por estudiantes, por soldados, por voluntarios de todas las edades y todas las categorías, será la contraofensiva que reclama la hora.
El Espectador, Bogotá, 13-IV-1977.