De tropezón en tropezón
Por: Gustavo Páez Escobar
Bueno es que las gentes de Armenia reaccionen ante ciertos descuidos municipales que se han dejado progresar por indiferencia de la ciudadanía. Es propicia la llegada del nuevo Alcalde para presentarle algunas reflexiones que a buen seguro tendrán la acogida que busca esta nota. Ya se verá, después de leer estos apuntes, que las soluciones no implican grandes esfuerzos. Sólo se requiere que desde la Alcaldía se coordine la acción necesaria para no permitir que se conviertan en reglas de comportamiento urbano algunos hábitos perniciosos que frenan el desarrollo de la ciudad.
Las calles, que fueron removidas en forma descontrolada dentro del programa de ampliación del acueducto y el alcantarillado, nunca regresaron a su estado anterior. El asfalto quedó remendado en triste espectáculo de pobreza, simulando una colcha de retazos que afea la cara que debe tener nuestra pujante capital. Y no se diga que ese plan de reconstrucción implica pasajeros trastornos, que bien se entienden y se disculpan. Es lo cierto que ya ha transcurrido demasiado tiempo desde la iniciación de las obras para que aún permanezcan las calles a medio cubrir.
Hay algo aún menos explicable y son los huecos regados por toda la ciudad, consecuencia de trabajos imperfectos. Al abrir una calle, debe suponerse que el trabajo lleva implícita la obligación de retornarla a su anterior situación, si no de mejorarla, lo cual no ha sucedido. Huecos, parches mal colocados y a veces troneras y verdaderas trampas mortales se hallan abiertos en impresionante demostración no sólo de tolerancia de las autoridades sino de falta de disciplina urbana de un vecindario que debe pedir más y no tolerar la medianía.
Los vehículos, por lógica, resultan pagando las consecuencias. El turista, que llega a Armenia atraído por la bondad de un medio que se dice colmado de atractivos, a los pocos minutos cambia de opinión cuando se le abren esos abismos que estaba lejos de sospechar, y debe sufrir, de tropezón en tropezón, las incomodidades de tanto hueco, las penurias de los andenes, el sofoco del tráfico automotor, las invasiones de comercios callejeros o el estrépito, en fin, de una urbe descompuesta.
Hábito muy común lo constituye el arrume de materiales de construcción sobre la vía pública. Es una invasión silenciosa que avanza por los cuatro costados y que, aparte de ofrecer un pésimo cuadro de deterioro, dificulta el tránsito de vehículos y peatones. Ante cualquier construcción, así sea en el centro o en las zonas residenciales, se acumulan montones de arena y depósitos de ladrillo, como si la vía pública –un patrimonio común– tuviera esos fines. Son las autoridades las que deben intervenir cuando los constructores no contribuyen a la buena presentación urbana.
En Cali, las invasiones de la vía pública se multan a razón de $ 5.oo diarios el metro cuadrado, medida que logra resultados efectivos y que además se refuerza con la vigilancia permanente de inspectores que recorren la ciudad imponiendo orden y autoridad.
Otro problema de igual índole es el relacionado con la ocupación de zonas claves por parte de los vendedores ambulantes. El comercio callejero debe estar controlado para que las ciudades dispongan de sitios adecuados para no dificultar su desenvolvimiento. Si bien se entiende que el honesto comerciante de la calle debe contar con la colaboración de las autoridades para ganarse la vida, no sería justificable que esta actividad se desarrollara atropellando la vida normal de las calles.
La vía pública es uno de los derechos del ciudadano. Las calles son para uso racional del hombre, nunca para su suplicio. Hay en ellas algo de misterioso, de fortuna pública, de placentero. Conservarles esos encantos es apenas una manera de mantener grata la vida municipal que todos los días parece diluirse entre los afanes de una era alocada.
Satanás, Armenia, 26-III-1977.