Crédito prendario
Por: Gustavo Páez Escobar
El negocio de las prenderías se ha multiplicado en el país, estimulado por las necesidades del pueblo. Sobre todo en los centros urbanos, donde la vida se despersonaliza con rasgos dramáticos, los apuros son más apabullantes. Cuando el hombre se ve sitiado, busca salidas desesperadas para subsistir. Cuando el estómago no da espera, ni el colegio accede a nuevos plazos, ni el arrendador entiende la estrechez del cliente, ni el tendero puede ser paternal, es el momento del gran desamparo y la tremenda soledad, donde se cierran todas las puertas.
En estos trances angustiosos surgirá siempre la presencia del agiotista que medra en busca de la presa acorralada para terminar de liquidarla. Las condiciones que se imponen, siempre onerosas y siempre bárbaras, no son para discutirlas cuando a la víctima le falta la respiración. El papel que se firma de afán, sin leerse siquiera, se convertirá en testimonio que más tarde se voltea contra el propio dueño, quien además de pagar una tasa altísima de interés, pierde la propiedad del artículo, pues en la cláusula que la zozobra no le dejó leer, y que el agiotista no le hubiera permitido discutir, figura agazapada la condición de la retroventa.
Es decir, por la menor mora puede el prestamista disponer del objeto, y así lo hace sin reparos. No se entiende por qué las prenderías, la más leonina de todas las actividades que se dicen comerciales, no son objeto de implacable campaña oficial y cívica para no permitir que se exploten en forma tan aberrante las necesidades públicas.
Se dice que persona que pague el 5 por ciento de interés mensual va hacia la quiebra segura. ¿Y qué puede decirse cuando el interés en las prenderías es del 10 por ciento y superior? En Bogotá, lo mismo que en Barranquilla, Cali o Armenia, abundan las prenderías porque de negocio ilícito, que lo son en el trasfondo que no se dejan investigar, pasan a cubrirse de formalidades para aparecer como actividad que no infringe ninguna norma.
Para contrarrestar este comercio voraz que vive a expensas de los apuros económicos, el Banco Popular tiene establecida su sección prendaria. Servicio de eminente sentido social que lamentablemente no se utiliza con la desenvoltura que desea la institución. Ha querido el Banco hacer humano este servicio que no tiene nada de vergonzante y convertirlo en algo natural. Se trata de una sección que pone a disposición de la gente el crédito fácil a costo mínimo.
En las grandes ciudades del mundo existen los montepíos, entidades de gran utilidad pública que, como su nombre lo sugiere, están creadas para servirle a la humanidad en los momentos calamitosos, no para exprimirla. Entre nosotros, la inclemencia de las prenderías infunde en el ánimo recelo y sonrojo, como si se tratara de una actitud secreta o prohibida.
El Banco Popular efectúa créditos instantáneos sobre joyas, electrodomésticos y una gama extensa de artículos. Con avalúos justos, la operación se realiza con un margen razonable de cobertura y el objeto dejado en prenda se considera una garantía normal, a diferencia de las prenderías, que terminan apoderándose de él. Es una garantía similar a la firma de un codeudor o a la constitución de una hipoteca.
El usuario del crédito prendario dispone de un año de plazo para amortizar la deuda en cuotas cómodas, o sea, las mismas condiciones que rigen para los créditos ordinarios. Solo en caso extremo, cuando la persona se desentiende del compromiso, el artículo se saca a remate, y aun en esta circunstancia no está desamparada, pues el sobrante se le entrega en su totalidad.
Falta una campaña nacional para acorralar a las prenderías, conforme estas tratan de hacerlo, y de hecho lo hacen con la persona necesitada. Ojalá se entienda que el crédito del Banco Popular es una de las medidas sanas ideadas para combatir la lacra pública del agio. No solo los de abajo tienen problemas económicos, sino también los de arriba. Pero son las clases humildes las más desprotegidas y explotadas en estos afanes extremos, y las que por lo tanto más ayuda necesitan.
El Espectador, Bogotá, 27-IV-1977.