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Archivo para domingo, 2 de octubre de 2011

Entre cafetales

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El país viene mirando al Quindío como una región privilegiada. Y en verdad que lo es. La fertilidad de sus suelos, su envidiable posición geográfica, la delicia de su clima, la hospitalidad de su gente son circunstancias que se suman para convertir a esta parcela en uno de los lugares más gratos de Colombia. El turista, acostumbrado a recorrer senderos inhóspitos por la abrupta geografía del país, encontrará siempre en el Quindío, y particularmente en Armenia, un remanso que lo alberga, lo tonifica y lo invita a respirar los aires de sus cafetales.

Respirar los aires cafeteros es lo mismo que vivir la amistad de unos predios generosos tanto para impulsar la economía de la patria como para estrechar los lazos de la confraternidad.

La bonanza cafetera resuena por todos los ámbitos como un hada misteriosa que reparte prosperidad bajo el soplo de los cafetales. El país se acostumbró a considerar como ricas las zonas movidas por el café. Existe la sensación de que el Quindío es un emporio de riqueza, de bienestar social. Una región sin problemas.

La gente de otras latitudes mira con respeto y hasta con envidia la suerte de los departamentos cafeteros, creyendo o sospechando que la buena estrella del café es suficiente para remediar todos los problemas. La realidad, con todo, es bien distinta.

El Quindío es cafetero por excelencia. Es una economía cíclica administrada por la suerte de los cafetales, que determinan, en tiempos de cosecha, un relativo bienestar, y que originan largos períodos de receso económico durante los intervalos. Es mayor la época de la improductividad que la del auge agrícola. Aquí no entran en conside­ración los reveses del grano, que tantos dolores de cabeza han traído a los caficultores y que en el gobierno del presidente  Pastrana mantuvieron paralizado al Quindío por espacio de dos años en razón de una desaforada época de lluvias.

El concepto de industria ha encontrado poco arraigo en la gente quindiana. Ante el bombo de la bonanza cafetera es difícil que pueda cambiarse de un mo­mento a otro la mentalidad de una generación que con­sidera insustituible el grano milagroso. Pero el Quindío necesita indus­trializarse. Sitio ideal para crear industrias, está desa­provechando especiales condiciones para impulsar, al lado del café, un desarrollo mucho más armó­nico.

Existen una industria incipiente y un comercio mejor encaminado, pero son actividades que sopor­tan las inclemencias de los in­tervalos previos a la recolec­ción de las cosechas. Cuando no hay café, se extiende una merma  general de la vida económica, que no ocurriría si existiera una industria fuerte, generadora de mayor estabi­lidad. El café hace prodigios de seis en seis meses, pero no sostiene un nivel económico per­manente.

Digamos, entonces, que nues­tro producto estrella está ca­lumniado. Si tantas divisas le produce el Quindío a la eco­nomía del país, no recibe como premio los beneficios que deberían llegar a raíz de su aporte sustan­tivo a la nación.

Ya han debido instalarse aquí in­mensas factorías para mover el potencial económico que se está perdiendo por falta de interés. Al  Quindío se le considera rico y sin necesidades. Es, por el contrario, un depar­tamento sujeto a graves coyun­turas, como la de una vida cada vez más cara, falta de empleo estable, corrientes nómadas de recolectores que deambulan en­tre vicios. Circunstancias todas nacidas al impulso de nuestro destino agrícola.

Si el café produce prosperidad, también ocasiona malestar social. Tal el problema que debe manejar el Quindío, región a la que a veces solo se ve encumbrada sobre el termómetro de la cotización mundial del grano.

El programa de obras pú­blicas de la nación es es­téril en  la zona. Esto no obstante la cuantiosa contribución quindiana a las arcas del tesoro nacional. Ya sabemos que el tramo carreteable de La Línea acusa in­minentes peligros desde hace largos años. No se ha meditado lo suficiente en esta troncal, la más importante para la eco­nomía del país.

El Quindío, gran productor de divisas, no ha logrado que se pavimenten doce kilómetros que faltan de la vía Montenegro-Quimbaya, que es clave para la descongestión vial hacia Cartago. Hace veinte años que se trabaja en la carretera Armenia-Zarzal, pro­yecto de enorme importancia para el desarrollo vial. La carretera está trazada, pero falta pavimentarla. La región viene pidiendo, en todos los tonos y a todos los ministros del ramo, que se concluya esta vieja as­piración.

La pregunta es inevitable: ¿Para qué la bonanza cafetera? Es una inquietud natural y agobiadora. Los cafetales, mientras tanto, reparten amistad y aroma. Bajo la sombra del café se en­treteje un cálido clima de hermandad. Aquí llegan gratos visitantes, venidos incluso de otras zonas cafeteras, quienes saben que estos interrogantes son legítimos.

Armenia, capital del café, se siente complacida con la presencia de los participantes en el “Segundo abierto cafetero de golf” y los acoge con singular aprecio. En estos campos tocados de exuberancia y belleza, es posible meditar,  entre hoyo y hoyo, en estos temas del diario discurrir que a ellos como a nosotros nos interesan. Sean, por lo demás, bienvenidos a esta tierra siempre abierta a la hospitalidad, que es la suya, como ustedes lo saben.

El Quindiano, Armenia, 15-IV-1977.
El Espectador, Bogotá, 13-VI-1977.

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El café sin recolectores

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Suena a broma la noticia de que el café amenaza perderse por falta de brazos. En distintos lugares viene sintiéndose en estos días el grito de alarma ante la escasez de obreros para exprimirles el fruto a los cafetales. Dentro de los contrastes de un país que se da el lujo de poner en los mercados mundiales la mayor cotización que ha registrado el termómetro cafetero, y que al propio tiempo tiene una inmensa población angustiada, los recolectores hacen un pacto secreto para vender a precio de inflación la mano de obra que todos los días debe valer más si los clarines de la bonanza re­suenan con ímpetus arrolladores.

Tal es el precio de la riqueza. Ahora que los cafetales están cargados de esperanzas en varias zonas de cosecha, la población nómada que recorre el  país en busca de trabajo se niega a recoger el café si no se le retribuye a los precios que quiera imponer.

Es un sindicato invisible movido entre telones por las conocidas fuerzas de la intransigencia, en afanoso intento por bloquear la economía regional. Los cafeteros, alarmados, van subiendo los jornales bajo presiones que no pueden discutir, porque el reto es disparejo, y que están dislocando peligrosamente la realidad de los campos.

El jornalero decide, de pronto, hermanarse con la bonanza y termina cobrando la pros­peridad que se grita con tanta algazara. Es una manera de subir al tren de la victoria. Bien es sabido que quien tenga en el momento una mata de café, así sea pobre de remate, ipso facto es catalogado como millonario. Desgranar un cafeto es señal de fuerza, de poderío, de auto­móvil último modelo, de viaje a Europa. Y como los bienes terrenales deben compartirse, ahí tenemos a este ejército de recolectores listos a cobrar su parte, instigados por los maes­tros del conflicto permanente.

Si el café adquiere de con­tinuo nuevos puntos en los mer­cados internacionales y por doquier se anuncian ríos de leche, así para la mayoría resulten ríos de hiel, los jor­naleros no quieren confor­marse con precios que no suban por la misma escalera que la del propietario.

Un recolector de café ganaba hasta hace poco, bien pagado, $ 60 por arroba recogida. Más tarde, a medida que la brújula de Nueva York miraba más hacia arriba, el jornal pasó rápido la frontera de los $ 100 por arroba, hasta llegar en dos volandas a $ 150, y de ahí a $ 200, precio que se está abriendo campo ante la aparente escasez de brazos. Un obrero eficiente recoge tres arrobas, o sea que devenga $ 600 diarios, para un total de $18.000 al mes. El mediocre ganará $ 8.000. Ambos desean sueldo de ejecutivo de empresa privada. Exigen, además, excelente alimenta­ción y dormitorio, y se reservan el derecho de insultar al patrono.

Es una carrera desenfrenada, desconocida por el país que no vive al lado de los cafetales, la que está creando este peligroso clima de distorsión del campo. El dueño de la finca, acosado por las cargas fiscales, debe además afrontar la revancha de jornales desorbitados, con de­trimento de su producción. El  obrero, que no había visto tan­tos billetes juntos, termina dilapidándolos al final de la semana. Esos billetes entran, sin pena ni gloria, a la danza de las alegrías tontas. Se dice, con cierta melancolía, que nadie sabe para quién trabaja y que la bonanza no es, definitivamente, para los cafeteros.

No hay recolectores. Pero sí hambre, y desem­pleo, y malestar social… Miles de brazos se necesitan en el momento. Los aspirantes no contestan a lista porque prefie­ren presionar. Se han conver­tido en burgueses del salario que se escoden entre el transis­tor en espera de que la bonanza siga regando nuevas ben­diciones, que ellos cobrarán con tarifas tasadas para la ocasión. Bien puede perderse, mientras tanto, buena cantidad de café, pues la bonanza da para todo, hasta para el despilfarro.

Las tácticas para dominar es­ta revuelta del campo no pare­cen difíciles. Con dos o tres días a la semana que se llevaran los colegios a contagiarse de agricultura, se daría buena lección a los explotadores. Recoger café es una tarea de músculo, y nada más. La máquina, esta vez, no ha lo­grado desplazar al hombre. Por eso los burgueses del salario se consideran insustituibles. Remplazarlos por estudiantes, por soldados, por voluntarios de todas las edades y todas las categorías, será la contraofen­siva que reclama la hora.

El Espectador, Bogotá, 13-IV-1977.

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El café sin recolectores

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Suena a broma la noticia de que el calé amenaza perderse por falta de brazos. En distintos lugares viene sintiéndose en estos días el grito de alarma ante la escasez de obreros para exprimirles el fruto a los cafetales. Dentro de los contrastes  de un país que se da el lujo de poner en los mercados  mundiales la mayor cotización que ha registrado el termómetro cafetero, y que al propio tiempo tiene una inmensa población angustiada, los recolectores hacen un pacto secreto para vender a precio de inflación la mano de obra que todos los días debe valer más si los clarines de la bonanza re­suenan con ímpetus arrolladores.

Tai es el precio de la riqueza. Ahora que los cafetales están cargados de  esperanzas en varias zonas de cosecha, esta población nómada que recorre el  país en busca de trabajo se niega a recoger el café si no se le retribuye a los precios que quiera imponer. 

Es un sindicato invisible movido entre telones por las conocidas fuerzas de la intransigencia, en un afanoso intento por bloquear la economía na­cional. Los cafeteros, alarmados, van subiendo los jornales bajo presiones que no pueden discutir, porque el reto es disparejo, y que están dislocando peligrosamente la realidad de los campos.

El jornalero decide, de pronto, hermanarse con la bonanza y termina cobrando la pros­peridad que se grita con tanta algazara. Es una manera de subir al tren de la victoria. Bien es sabido que quien tenga en el momento una mata de café, así sea pobre de remate, ipso facto es catalogado como millonario. Desgranar un cafeto es señal de fuerza, de poderío, de auto­móvil último modelo, de viaje a Europa. Y como los bienes terrenales deben compartirse, ahí tenemos a este ejército de recolectores listos a cobrar su parte, instigados por los maes­tros del conflicto permanente.

Si el café adquiere de con­tinuo nuevos puntos en los mer­cados internacionales y por doquier se anuncian ríos de leche, así para la mayoría resulten ríos de hiel, los jor­naleros no quieren confor­marse con precios que no suban por la misma escalera que la del propietario.

Un recolector de café ganaba hasta hace poco, bien pagado, $ 60 por arroba recogida. Más tarde, a medida que la brújula de Nueva York miraba más hacia arriba, el jornal pasó rápido la frontera de los $ 100 por arroba, hasta llegar en dos volandas a $ 150, y de ahí a $ 200, precio que se está abriendo campo ante la aparente escasez de brazos. Un obrero eficiente recoge tres arrobas, o sea que devenga $ 600 diarios, para un total de $18.000 al mes. El mediocre ganará $ 8.000. Ambos desean sueldo de ejecutivo de empresa privada. Exigen, además, excelente alimenta­ción y dormitorio, y se reservan el derecho de insultar al patrono.

Es una carrera desenfrenada, desconocida por el país que no vive al lado de los cafetales, la cual está creando un peligroso clima de distorsión del campo. El dueño de la finca, acosado por las cargas fiscales, debe además afrontar la revancha de jornales desorbitados, con de­trimento de su producción. El  obrero, que no había visto tan­tos billetes juntos, termina dilapidándolos al final de la semana. Esos billetes entran, sin pena ni gloria, a la danza de las alegrías tontas. Se dice, con cierta melancolía, que nadie sabe para quién trabaja y que la bonanza no es, definitivamente, para los cafeteros.

No hay recolectores. Pero sí hambre, y desem­pleo, y malestar social… Miles de brazos se necesitan en el momento. Los aspirantes no contestan a lista porque prefie­ren presionar. Se han conver­tido en burgueses del salario que se escoden entre el transis­tor en espera de que la bonanza siga regando nuevas ben­diciones, que ellos cobrarán con tarifas tasadas para la ocasión. Bien puede perderse, mientras tanto, una buena cantidad de café, pues la bonanza da para todo, hasta para el despilfarro.

Las tácticas para dominar es­ta revuelta del campo no pare­cen difíciles. Con dos o tres días a la semana que se llevaran los colegios a contagiarse de agricultura, se daría una buena lección a los explotadores. Recoger café es una tarea de músculo, y nada más. La máquina, esta vez, no ha lo­grado desplazar al hombre. Por eso los burgueses del salario se consideran insustituibles. Remplazarlos por estudiantes, por soldados, por voluntarios de todas las edades y todas las categorías, será la contraofen­siva que reclama la hora.

El Espectador, Bogotá, 13-IV-1977.

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El periodista del año

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Un grupo de amigos recibimos el honroso y complicado encargo de es­coger al periodista más destacado durante 1976. Tarea compleja esta de selec­cionar entre varios notables pro­fesionales del periodismo el nombre del ganador. Para llegar a la decisión final se sopesaron no pocos fac­tores, sometiéndose a profundo análisis la trayec­toria de cada uno de los periodistas del Quindío, su interés por los problemas públicos, su mística por el ejercicio de la profesión, su sentido crítico y construc­tivo, su aporte al progreso de la región, la imparcialidad con que actúa frente a los sucesos, su honradez mental y toda una gama de requisitos imprescindibles en la delicada misión de ser in­formantes y críticos del medio ambiente.

No todo periodista en­tiende, por desgracia, que es la suya actividad que requiere nobleza, mente lúcida, conocimien­tos estruc­turados, independencia y carácter. Su labor implica recia responsa­bilidad que debe manejar­se con altura y objetivos definidos frente al mundo cambiante y en continua crisis. La verdad, por encima de prebendas y lison­jeras tentaciones, ha de ser su derrotero irrenunciable.

Es el periodista guar­dián de la sociedad. A él le corresponde escudriñar la noticia, trabajarla con tesón, buscarle los contor­nos buenos y malos, y sólo después de sereno e implacable rigor concep­tual lanzarla al público con honestidad. Hay quienes por fabricar la noticia de sensación se olvidan de los códigos éticos. No se detienen a pensar hasta qué punto se maltrata la honra ajena, hasta dónde puede caerse en la injuria o la ofensa, o en el despropósito que mortifica y hiere, en ocasiones con el ingrediente de intereses creados o la ligereza de momentos que no se meditan con sensatez.

Malos consejeros son la ira y la vanagloria. Debe desterrarse el comentario apasionado, porque nada bueno deja. El periodismo de relumbrón no resiste el juicio de los días. El pe­riodista es crítico de la sociedad. Pero debe ser crítico que construye, nunca que des­truye. Ha de tener sensibilidad su­ficiente para entender las penurias ajenas; oído atento para penetrar en los vericuetos mundanos; ojo vigilante para que el mundo no se convierta en sucesión monótona de sucesos; dedo acusador siempre que la moral pública lo reclame; juicio maduro que sepa diferenciar la verdad de la mentira y, ante todo, bases morales sólidas para no claudicar ante la verdad, y tampoco, por supuesto, ante los dictados de la conciencia.

Tales los interrogantes que se impuso el jurado para cumplir la misión encomendada por el Círculo de Periodistas del Quindío. Se revisó de manera objetiva el recorrido de nuestros periodistas a lo largo del año 1976 y se adoptó la siguiente de­cisión:

«Sabemos de la lucha tremenda, noble, valerosa y desinteresada del pe­riodista de provincia, cons­tante y abnegado servidor del núcleo social en el cual actúa, y ese conocimiento nos lleva a palpar la difi­cultad que existe para la designación que ustedes buscan, porque todos son acreedores a ella. No obstante, como hemos de atender al pedido suge­rimos el nombre de Er­nesto Acero Cadena, rastreador tenaz de la noticia, periodista de tiem­po completo, buen colega, imparcial e inteligente. En forma cordial y sin des­conocer los demás valores de nuestro periodismo, damos, pues, el nombre de Ernesto Acero Cadena. Firmados: Euclides Jaramillo Arango, Jesús Arango Cano, Josué Moreno Jaramillo, Fabio Arias Vélez, Gustavo Páez Escobar».

Satanás, Armenia, 9-IV-1977.

* * *

Dolorosa noticia:

Ernesto Acero Cadena fue muerto a balazos en Armenia, debido a sus campañas moralistas, el 12 de diciembre de 1995. Su crimen quedó impune.

 

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Crédito prendario

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El negocio de las prenderías se ha multiplicado en el país, estimulado por las ne­cesidades del pueblo. Sobre todo en los centros urbanos, donde la vida se despersonaliza con rasgos dramáticos, los apuros son más apabullantes. Cuando el hombre se ve sitiado, busca salidas desesperadas para subsistir. Cuando el es­tómago no da espera, ni el colegio accede a nuevos plazos, ni el arrendador entiende la es­trechez del cliente, ni el ten­dero puede ser paternal,  es el momento del gran desam­paro y la tremenda soledad, donde se cierran todas las puertas.

En estos trances angustiosos surgirá siempre la presencia del agiotista que medra en busca de la presa acorralada para terminar de liquidarla. Las condiciones que se imponen, siempre onerosas y siempre bárbaras, no son para discutirlas cuando a la víctima le falta la respiración. El papel que se firma de afán, sin leerse siquiera, se convertirá en testimonio que más tarde se voltea contra el propio dueño, quien además de pagar una tasa altísima de interés, pierde la propiedad del artículo, pues en la cláusula que la zozobra no le dejó leer, y que el agiotista no le hubiera permitido discutir, figura agazapada la condición de la retroventa.

Es decir, por la menor mora puede el prestamista disponer del objeto, y así lo hace sin reparos. No se entiende por qué las prenderías, la más leonina de todas las actividades que se dicen comerciales, no son objeto de implacable campaña oficial y cívica para no permitir que se exploten en forma tan aberrante las necesidades públicas.

Se dice que persona que pague el 5 por ciento de interés mensual va hacia la quiebra segura. ¿Y qué puede decirse cuando el interés en las prenderías es del 10 por ciento y superior? En Bogotá, lo mismo que en Barranquilla, Cali o Ar­menia, abundan las prenderías porque de negocio ilícito, que lo son en el trasfondo que no se dejan investigar, pasan a cu­brirse de formalidades para aparecer como actividad que no infringe ninguna norma.

Para contrarrestar este comercio voraz que vive a ex­pensas de los apuros econó­micos, el Banco Popular tiene establecida su sección prendaria. Servicio de emi­nente sentido social que lamen­tablemente no se utiliza con la desenvoltura que desea la ins­titución. Ha querido el Banco hacer humano este servicio que no tiene nada de vergonzante y convertirlo en al­go natural. Se trata de una sección que pone a disposición de la gente el crédito fácil a costo mínimo.

En las grandes ciu­dades del mundo existen los montepíos, entidades de gran utilidad pública que, como su nombre lo sugiere, están creadas para servirle a la humanidad en los momentos calamitosos, no para expri­mirla. Entre nosotros,  la in­clemencia de las prenderías in­funde en el ánimo recelo y so­nrojo, como si se tratara de una actitud secreta o prohibida.

El Banco Popular efectúa créditos instantáneos sobre joyas, electrodomésticos y una gama extensa de artículos. Con avalúos justos, la operación se realiza con un margen razonable de cobertura y el ob­jeto dejado en prenda se considera una garantía normal, a diferencia de las prenderías, que terminan apoderándose de él. Es una garantía similar a la fir­ma de un codeudor o a la cons­titución de una hipoteca.

El usuario del crédito prendario dispone de un año de plazo para amortizar la deuda en cuotas cómodas, o sea, las mismas condiciones que rigen para los créditos ordinarios. Solo en caso extremo, cuando la per­sona se desentiende del compromiso, el ar­tículo se saca a remate, y aun en esta circunstancia no está desamparada, pues el sobrante se le en­trega en su totalidad.

Falta una campaña nacional para acorralar a las prende­rías, conforme estas tratan de hacerlo, y de hecho lo hacen con la per­sona necesitada. Ojalá se entienda que el crédito del Banco Popular es una de las medidas sanas ideadas para combatir la lacra pública del agio. No solo los de abajo tienen problemas económicos, sino también los de arriba. Pero son las clases humildes las más desprotegidas y explotadas en estos afanes extremos, y las que por lo tanto más ayuda necesitan.

El Espectador, Bogotá, 27-IV-1977.

 

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