La Iglesia del símbolo
Por: Gustavo Páez Escobar
Es difícil comprender en nuestros días la fe de los primeros cristianos que, con una sonrisa, se encaraban al peligro sin importarles sacrificar la vida en defensa de sus ideales. Con esa llama interna avasallaron al mundo. Quedan hoy, como vestigio de una raza valerosa que hizo tambalear poderosos imperios, las ruinas del Coliseo Romano donde fueron sacrificados miles de creyentes que pagaban el tributo que le rendían a su Dios. Penetraban al imponente y temible escenario en huestes ordenadas, con el pecho listo para el sacrificio y un cántico en los labios.
Proliferaban en el mundo las llamadas religiones paganas, que no adoraban al Dios de la Biblia, sino que cada una tenía su propia divinidad, cuando apareció la religión católica. Resulta sorprendente el surgimiento de esta iglesia que nacía de la nada y que no llegó a significar siquiera un temor para los otros cultos, numerosos y fuertes, que se disputaban la supremacía de aquellos tiempos, si bien entre ellos mismos no se observaban grandes diferencias de principios, tolerándose inclusive la coexistencia de templos y de dioses que se erigían en Atenas o en Roma sin ninguna restricción.
Con el correr de los días se impondrían las doctrinas de los seguidores de Jesús de Nazaret. Las gentes que creían en ellas eran cada vez más nutridas, y eran toleradas, hasta que tiranos como Calígula, temibles por su furia, se sorprendieron con la presencia de estos sencillos hombres, y arremetieron contra ellos.
La nueva religión se apartaba de la esencia materialista que era el signo de la época, para proclamar la parte espiritual del ser y la creencia de un solo Dios verdadero. Los demás no pasaban de ser ídolos de barro. Aventurado empeño el de estos hombres que se resistían a reconocer deidades tan afianzadas como la de Zeus, el padre de los dioses, según la mitología griega, o la de Apolo, en cuyos altares se depositaban ofrendas para protegerse contra las desgracias y salvar el alma.
Los cristianos hablaban en voz baja de un judío que hacía milagros. Se levantaba, en la sombra de las cuevas, una iglesia silenciosa que conseguía más adeptos con la palabra convincente y el ademán humilde. Las otras religiones, caracterizadas por la violencia, por la bizarría de las espadas y por el ímpetu de las guerras, no creyeron que la secta que entonaba cánticos en las catacumbas y dibujaba frágiles figuras como la de una paloma o un pavo, símbolos de la paz y de la eternidad, pudiera competir con la bravura de los armamentos y la fastuosidad de otros dioses. Las enseñanzas del judío de Nazaret se tomaban más como supersticiones, con un fondo de locura, que como un credo que pudiera merecer cuidado.
Pero poco a poco la nueva agrupación se convirtió en un reto. Era una amenaza que conspiraba contra el poder público. Con asombro se veía que valientes soldados dejaban sus armas para seguir a un menudo hombre que enardecía multitudes sin más herramienta que la palabra inspirada, y la fe por un imperio que se pregonaba superior al de los ídolos paganos. Llegaron las persecuciones, con todos los horrores de una época desencadenada.
La Iglesia, a través de los siglos, ha pasado por grandes crisis, tras de los actos heroicos que dieron comienzo al cristianismo. A más de no comprensible por completo el valor de los primeros cristianos, se mira hoy su temple como algo insólito en medio del mundo desenfrenado en que tuvieron que luchar.
Un día aparecieron dos Iglesias cristianas, que siguen subsistiendo: la occidental, con sede en Roma, y la oriental, en Constantinopla. Esta última, conocida como la ortodoxa griega, mantiene un gran ámbito de poder civil y no reconoce la autoridad del Papa como jefe de la cristiandad, no obstante que una y otra difieren muy poco en sus creencias.
Más tarde se suscitaría una aguda división entre pontífices y emperadores romanos, en disputa del poder civil, hasta protocolizarse la separación entre el este y el oeste, con divergencias posteriores que desembocarían en el «Gran Cisma» que partió la armonía. Los Papas de Roma se han sucedido con pocas disensiones, si bien no han faltado en el seno de la Iglesia momentos difíciles que han hecho zozobrar los fundamentos de los primitivos cristianos.
No han estado ausentes, como en todo poder material (y recuérdese que la Iglesia llegó a ser muy rica), las ambiciones de prelados con afán de comodidades. Clérigos sueltos se preocupaban más por las cosas materiales que por las cruzadas de la fe. Se olvidaban los votos de pobreza, castidad y obediencia, y se daba rienda libre a indebidos apetitos.
Y ha llegado la Iglesia, entre grandezas y con las debilidades del hombre, a este siglo veinte. Ha estado sometida a la prueba de los tiempos, a los conflictos de las generaciones, a la metamorfosis de las costumbres. Pero no obstante los grandes temporales, sigue flotando esta barca que empujaron aquellos sencillos y valientes hombres que, con una sonrisa en los labios, se enfrentaban a las fieras. La fe, con todo, no es la misma, y se ha debilitado en grado sumo. No se concebirían, en nuestros tiempos, ni las catacumbas ni el circo romano.
La Iglesia afronta tiempos duros. Se debaten controvertidos temas sociales y complejas cuestiones religiosas que golpean en la conciencia de los pueblos. Hay deserciones eclesiásticas, unas por veleidad, otras por convicción, otras por incertidumbre. El Papa amonesta a los jesuitas. Esta comunidad, que contaba con un enorme ejército de seguidores, ve disminuidas las vocaciones.
Problemas como el de los anticonceptivos y el aborto son verdaderos enigmas para la conciencia. La gente se mueve entre la duda y la angustia y no siempre recibe la orientación que busca y necesita.
La crisis no solo es para la Iglesia Católica. Es la distorsión de los valores morales. Y la Iglesia, en medio de esta marejada, procura no irse a pique. Hay sacerdotes de avanzada que entienden el cambio e interpretan los documentos conciliares, y otros andan desactualizados. Es la hora del choque, de la sorpresa espiritual. Hoy un sermón empalagoso no se resiste. Los fieles siguen a los sacerdotes modernos y buscan flexibilidad y comprensión.
Se ve renacer, sin duda con esfuerzo, para poder contemporizar con esta época de evolución, una Iglesia moderna. Parece que el reto que se les presentó a los primitivos cristianos no difiere mucho con el que ofrecen nuestros días. El mundo —y esto es incuestionable—, por más que nade entre la frivolidad, no podrá sostenerse sin la fe de aquellos hombres. Es preciso mirar más que a la Iglesia del ajuste, a la Iglesia del símbolo, a la que preserva la fe y la esperanza entre las vicisitudes de este mundo caótico que necesita de Dios.
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La Patria, Manizales, 6-V-1975.
El Espectador, Bogotá, 14-VII, 1986.
Aristos Internacional, n.° 39, Alicante, España, enero/2021.
Comentarios
(enero de 2021)
Tema muy bien manejado. Hay tantas religiones hoy en día, cuando se comercia con la fe de la gente, que se han convertido en vil negocio y los adeptos parecen borregos en busca de que alguien ajeno a ellos mismos les garantice la paz espiritual. Inés Blanco, Bogotá.
La historia nos muestra esa búsqueda permanente del hombre por la espiritualidad en esa iglesia que es la que cada uno tiene como centro, y que muchas veces defrauda, no la institución como tal, sino quienes la dirigen y tienen fallas como humanos que son. Como católica defiendo mi Iglesia, ese templo que nos congrega a orar. Encuentro en ella paz, y me hace mucha falta en esta pandemia el poder frecuentarla. He tenido que centrarme en mi corazón, donde se encuentra esa paz que buscamos, “la Iglesia símbolo”. Liliana Páez Silva, Bogotá.
Para mí la causa, como lo anotas, es la pérdida de valores. Y sería más radical: priman los antivalores, imperan la soberbia, la riqueza, el poder a toda costa, la degradación moral. No existe la ética como rectora de la moral, no hay honradez, honestidad, rectitud. La palabra sagrada de otros tiempos ya no existe: hoy imperan el oportunismo, el protagonismo, la violencia, las guerras. Desapareció el amor. El mensaje de Jesús de Galilea –»Amaos los unos a los otros»– parece que se entiende como “Armaos los unos contra los otros”, como muy bien lo sostenía Cantinflas en su película Señor Embajador. Y lo más triste de reconocer es que algunos de esos valores se han extinguido en el seno de la Iglesia. Humberto Escobar Molano, Villa de Leiva.