El desnudismo, una mentira
Por: Gustavo Páez Escobar
No se resigna el hombre a permanecer en la penumbra y su instinto de notoriedad lo empuja, por no decir que lo obliga, a idearse los más exóticos medios para llamar la atención. La ley primaria de la conservación es la mayor fuerza creadora del universo, gracias a la cual se vive en permanente actitud de defensa frente al mundo voraz y cada vez más estrecho.
Aun las civilizaciones más antiguas, en remotos tiempos donde la competencia por la vida era holgada y no había llegado el planeta al hacinamiento y los aprietos actuales, se unían en grupos para afrontar los peligros, las vicisitudes circundantes. Era entonces acaso más placentera, menos agobiante la existencia, si bien cada época está marcada por sus propios problemas.
La humanidad, que ha probado los más diversos procesos de evolución, desde la edad de piedra hasta la supersónica del momento actual, vive ahora el ensayo del grito, del frenesí, del exhibicionismo. Continúa el hombre dentro de su secular hábito de no conformarse con el ostracismo y protesta a pulmón lleno al sentirse asfixiado.
Nació, ayer no más, la moda «jipi» (palabra esta que los académicos, si no lo han hecho, deben patentarla cuanto antes, por expresiva), en un esfuerzo malogrado de escape, de fugas imposibles, de irrealidad. Tonta manera esta de buscar la felicidad en los espacios siderales, tan distantes como quiméricos, rebelándose en vano contra los moldes de esta sociedad galopante.
No se combate la frustración con sueños sicodélicos ni con evasiones momentáneas. Pero estos protagonistas del ocio, trotamundos sin brújula ni equipaje, protestan, gritan, reaccionan en las formas más extravagantes contra los convencionalismos sociales, sin lograr descubrir el paraíso que todos buscamos.
Su reacción contra el mundo acicalado y conformista que ellos piensan que es el causante de tanto infortunio, resulta estéril empeño. Todos estaríamos matriculados en su movimiento si supiéramos que la paz es conquistable con unas prendas andrajosas, con dejarse crecer la melena y la suciedad, con practicar el amor libre o inyectarse traicioneros soporíferos. Caduca escuela esta que, sin darse cuenta del todo, ha retrocedido en lugar de avanzar, al volver a la edad de las cavernas.
Es la era de la inconformidad. La ciencia, con sus prodigiosas evoluciones y sus intransigentes avances, acaso ha distorsionado esta época que debería ser más pausada. El ser humano, no preparado para tan acelerada metamorfosis, no asimila el progreso, la locura de nuestro tiempo, y resulta un desadaptado.
Por eso grita, por eso protesta, por eso busca la evasión. No lo consigue, ni nunca lo conseguirá, pues tal es la sentencia que pesa sobre la humanidad. Pero se desespera, y rabia contra el sistema, y atropella a sus semejantes. Y hasta se rasga las vestiduras, alegando, con Poncio Pilato, su mentirosa inocencia. Si el mundo debe recomponerse, no se logrará con frágiles voces en el vacío.
Tampoco desnudándose en público. Es otra fórmula de protesta, imitada por la misma escuela de frustrados, de uno y otro sexo, y sin duda también de bufones, que anda dispersa esperando la invención de nuevos sistemas para hacerse notar. Será por mucho tiempo, contra la prohibición y los regaños de las autoridades, y por eso mismo, un excelente medio para reírse de la sociedad.
Es otro recurso de evasión. Pintoresco, o ridículo, u obsceno, según la lente por donde se mire. Y tendrá más adeptos mientras mayor sea la prohibición y mientras se dispense más publicidad. El desnudismo sería, así, no solo una evasión, sino también una invasión.
Pero el insalubre método terminará extinguiéndose, pues hay cosas que se atrofian por cansancio y por falta de vigor. Hoy por hoy mentes mojigatas y asustadizas le están dando categoría al invento y estimulando el desnudismo que, así practicado, ni es morboso ni es provocativo. Quizás más bien tenga alto grado de infantilismo, si se piensa que la paloma de la paz no se enlaza con carreritas nerviosas ni con cuerdas destempladas.
La Patria, Manizales, 4-IV-1974.
El Espectador, Bogotá, 15-IV-1974.