El ángel de los ojos tristes
Por: Gustavo Páez Escobar
En ninguna de las fotos de Luis Santiago Lozano, de 11 meses de edad, que en estos días ha publicado la prensa con ocasión de su asesinato a manos de su padre, en las condiciones más bárbaras de crueldad, aparece la sonrisa del niño.
Por el contrario, la expresión de su rostro tenso transmite la idea de que en su niñez no existía ningún motivo para jugar y reír. El ambiente que rodeó los 11 meses de su existencia desolada y de su niñez inútil, carentes de ternura y complacencias, era de absoluta dureza: por una parte, estaba el padre despiadado que hizo de la sevicia un canal para vomitar la bilis de sus entrañas, y para quien su propio hijo representaba un estorbo; y de la otra, la madre asustada por el trato salvaje del hombre, la cual luchaba, en medio de la pobreza y la nimiedad de su destino, por infundir alegría a su ángel de los ojos tristes.
Imposible pretender que un hogar en tales condiciones pueda traer al mundo niños para la felicidad, y ni siquiera para eventuales instantes de contento, ya que en las almas mustias de esos infantes castigados por el desequilibrio de sus padres no puede germinar la legítima flor de la alegría. Esos niños no poseen aún capacidad para comprender la realidad, pero sienten la maldad humana. El corazón es el mayor receptáculo de las emociones.
Tanto el alma del niño como el alma del adulto saben distinguir los sentimientos de amor o de odio de las personas que los rodean. Para el niño de Chía estaba cerrado el manantial de la risa, porque su mundo estaba constreñido por la presencia de un sicópata.
Su padre no lo quería, y el bebé lo sabía. Lo escuchaba vociferar, y maldecir, y ultrajar, y él lo miraba con esos ojos inmensos de pequeñez, de estupor y miedo que muestran las fotos de los diarios. Luis Santiago sabía que su padre lo odiaba. Palpaba el odio sembrado en el aire de todos los días. Su tierna edad chocaba contra la rudeza del padre inexistente y brutal, que entraba y salía por la casa campesina de Chía como un ventarrón y una maldición, sin dispensarle un mimo, o llevarle un juguete, o mirarlo a sus ojitos entenebrecidos por el abandono, el miedo y la impotencia.
El padre ficticio era un ser desalmado, en los peores grados del término. Ni siquiera le había dado a su hijo el apellido, porque por su sangre no corrían genes de nobleza, sino torrentes de iniquidad. La misión del hombre responsable que engendra seres para consentirlos, educarlos y hacerlos ciudadanos de bien, estaba ausente del instinto ruin de Orlando Pelayo. Mujeriego irredimible, buscó siempre mujeres de ocasión, a las que seducía con sus maneras falsas, les dejaba hijos a la deriva y luego corría detrás de otra aventura fácil, evitando ataduras económicas y nexos sentimentales.
Al convertirse Luis Santiago en un obstáculo, tanto para él como para la nueva amante que mantenía oculta, decidió desaparecerlo de su vida errátil. Así de fácil jugó con la existencia de una criatura desvalida, sangre de su sangre, pero no pedazo de su corazón. Y además, blanco de su odio satánico, que no cabe ni en el instinto de los animales.
No veamos en este odio nada distinto a un resentimiento social inoculado en la psique quizá desde la cuna por quién sabe qué extraños genes, y que al paso de los días hace que la persona desfogue su pasión criminal en los seres que la rodean.
Un caso más de la demencia que tantas víctimas cobra y que hace clamar a los cielos por la injusticia abismal que, como en el caso de Luis Santiago, cubre de dolor y de sangre a una familia humilde. En esa familia está representada la sociedad entera. Todos somos víctimas, cuando no responsables, de esas fieras sueltas que con apariencia de ovejas son capaces de perpetrar tales acciones monstruosas.
Yo veo en los ojos inmensos con que Luis Santiago nos mira desde las páginas de los periódicos, una mirada enjuiciadora sobre los desvíos del hogar y la maldad de los padres que no asumen su papel de verdaderos guías y defensores de las criaturas que traen al mundo. Son los ojos de un ángel que pagó con su propia sangre ese drama dantesco de la desprotección infantil, que crece en infinidad de hogares pertenecientes a todos los rangos de la sociedad.
El Espectador, Bogotá, 6 de octubre de 2008.
Eje 21, Manizales, 7 de octubre de 2008.
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Comentario:
A mí también me impresionaron los ojos del niño. Pobrecito, cómo debió de haber sufrido en el momento de la muerte. Yo lo vi en los correos horribles que manda la gente, y los ojitos se le cerraron, pero por los golpes que le dieron. ¡Muy lindo poder escribir con tanta sensibilidad! Fabiola Páez Silva, Bogotá.