Charla con un nadaísta
Por: Gustavo Páez Escobar
Varias notas de prensa han recordado el nacimiento del nadaísmo en el país hace 50 años. Una de ellas, la publicada por Augusto León Restrepo en el diario caldense Eje 21, rememora la presencia en Manizales de Gonzalo Arango y su estado mayor por los días en que Luz Marina Zuluaga conquistaba la corona de Miss Universo. No es accidental que belleza y poesía vayan de la mano.
Los nadaístas, a pesar de las muertes notables que se han producido en sus filas, mantienen en alto sus pendones como grupo desafiante de batallas riesgosas, que lejos de sacarlos del campo de combate, les han hecho ganar los trofeos de la inteligencia rebelde y de la libertad ideológica. En los albores del nadaísmo, se dieron cita Gonzalo Arango y Fernando González en la casa del filósofo de Envigado y allí supieron que tenían la misma sangre. “Fernando vio en Gonzalo Arango –dice Eduardo Escobar– la viva estampa de su primera juventud ruidosa”.
Esto de “ruidosa”, para calificar la temperatura alborotada que hacía vibrar al grupo poético, es oportuno situarlo en Manizales (ciudad de nieblas y de fríos eternos) cuando ellos irrumpieron como diablos sueltos que escandalizaron a la comarca conventual y levantaron una llamarada en las conciencias puritanas. Algunos literatos en embrión, y a pesar de ello espabilados dentro del estrecho marco local –como Augusto León Restrepo y su primo William Ramírez Tobón–, avivaron el escándalo y de paso se ganaron unos cuantos anatemas por su manifestación satánica.
En la Universidad de Caldas, los nadaístas leyeron su manifiesto revolucionario, que antes habían proclamado en el Parque Berrío de Medellín, y arremetieron contra los escritores católicos, que eran la flor y nata de la intelectualidad caldense. Esto le valió la destitución al decano que les había prestado el aula máxima. Y cogieron a piedra las instalaciones de La Patria, por alguna nota que los censuraba. Llegó la policía, y los poetas fueron a dar a la cárcel con sus proclamas irreverentes. Con ese motivo, Jotamario escribió su célebre poema sobre los policías de Manizales.
Ahora, al celebrarse los 50 años de aquellos sucesos, he tenido un diálogo veloz con Eduardo Escobar, uno de los sobrevivientes de la barahúnda en Manizales, hoy sereno escritor de El Tiempo y voz cantante del credo nadaísta. Oriundo de Envigado como su filósofo consejero, seminarista en sus mocedades (hubiera podido llegar a ser obispo), hoy un sesentón nostálgico y pleno de vivencias, Escobar ve correr las horas del crepúsculo en su predio rural de San Francisco (Cundinamarca).
De entrada, me dice: “No sé si los cincuenta años de jorobar merezcan felicitaciones o lástima. No es posible enorgullecerse de haber envejecido al amparo de una de las más negativas y la más fructífera de las palabras, y de convertirse poco a poco en la figura de salvedades, de ensayos de vivir y del esfuerzo de pensar, para lograr al cabo de todo no entender”.
Comenta que la última vez que vio a Ebel Botero, entusiasta admirador suyo en las calles de Manizales (ambos jóvenes y con ganas de gozar), fue en Medellín. Así lo describe: “Yo estaba seguro de que moriría de calor, pues rodaba por las ardientes calles de la ciudad de la eterna primavera, de gabardina, con bufanda de seda y sombrero”. Me veo en el caso de contarle que no murió de calor ambiental, sino a consecuencia del veneno que se tomó en el hotel donde residía.
El poeta recuerda a otros escritores de la época, como Mario Escobar Ortiz, que también tuvo final trágico. Y anota que un hijo de Escobar Ortiz, que vive en Pereira y se le perdió de vista, se quedó con algunos papeles de Gonzalo Arango, que ahora quiere publicar un editor inesperado. “Ojalá no haya hecho lo que hizo Angelita con el archivo de nuestro Gonzalo: echarlo a la candela por estorboso”.
A la Manizales sosegada que los enchiqueró por unas horas le rinde este tributo: “Mis amigos todavía se asustan cuando les digo que en los sesenta la mejor página de opinión del país la tenía La Patria. Un montón de señores mucho más viejos que nosotros, godos, pero algunos proustianos, cultos y con unas prosas muy inteligentes las más de las veces. Recuerdo también esa tristeza del diablo que andaba junto a Fernando Mejía Mejía (poeta de Salamina, muerto en 1986). Y que a Baudilio Montoya (el rapsoda del Quindío) me lo presentaron como diez mil veces, como una figura de museo, que nunca se acordaba de haberme visto”.
Hablamos de Pereira, donde contrajo matrimonio por el rito católico, y luego se separó: “Al fin entendí por qué se dice ‘contraer’ matrimonio, como si fuera igual que ‘contraer’ la gripa, o la hepatitis. Antes de Gaviria, Pereira era más manejable, cuando no se había llenado de traquetos ni tenía viaducto… Viaducto: una palabra cara a Amílcar Osorio”.
Sobre el poeta de la ruana, otra de las figuras literarias que Eduardo Escobar trató durante su estadía en Pereira, le cuento que yo estuve presente en el homenaje que se le tributó al final de su vida y que le ocasionó la muerte. La emoción de ver y de sentir a tanta gente aplaudiéndolo, le produjo un infarto fulminante. Como muestra de aprecio, el Club Rialto le había dispensado el carácter de socio de honor, agrego. “Bueno –interviene Escobar–, pero estoy seguro de que al poeta Luis Carlos González no lo dejaban entrar con ruana en el Rialto…”
Para finalizar esta charla al vuelo que surgió a raíz de la crónica de Augusto León Restrepo, le pregunto cómo se siente hoy en la vida rural de San Francisco, luego de su larga estadía en La Calera y sobre todo de la frenética acción de los manifiestos y las agitaciones ideológicas (en ese juego arrebatado con la palabra): “San Francisco –afirma– es un lugar de clima medio, cafeterito, que llamamos. Aquí me dedico a tratar de aprender a leer y a mis ejercicios eternos de mecanografía. Una de las cosas buenas de vivir en el campo es que los amigos son siempre bienvenidos. La soledad es un espacio para los amigos”.
El Espectador, Bogotá, 29 de septiembre de 2008.
Eje 21, Manizales, 29 de septiembre de 2008.