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Si viviera Laureano

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Con este título se ha puesto en circulación, publi­cado por Editorial Kelly –la vieja imprenta de los bogo­tanos que cumple en estos días 50 años de fundada–, el libro con que el historiador Antonio Cacua Prada exalta la memoria de Laureano Gómez al conmemorarse el centenario de su nacimiento. Vamos a apelar a los valores del espíritu para ver si le damos un contenido nuevo a la vida pública de Colombia–dice Álvaro Gómez Hurtado en el prólogo de la obra–. Que consista, no ya en disputarse las posibilidades de mando, sino en recuperar valores. Restaurar valores que se nos han perdido.

El juicio de la Historia es más certero a medida que corre el tiempo y se enfrían las pasiones. El verdadero veredicto sobre los caudillos sólo se producirá cuando la época en que actuaron se haya purificado de arrebatos para penetrar, definitivamente, en el sereno análisis de la posteridad. Y hacia allá camina la figura histórica de Laureano Gómez. Incomprendido en su tiempo, surge hoy un líder distinto del abominado por los odios políticos en las duras contiendas de su generación.

Dichos tan comunes como el de que “a Colombia le falta un Laureano Gómez”, o que la actual corrupción pública reclama la vehemencia de este Júpiter tonante, dicen hasta qué punto el país vuelve los ojos al pasado para rescatar la estampa aguerrida de quien no podía convivir con el vicio y por el contrario defendía la moralidad sin mácula. Nunca para él existieron los términos medios y por eso sus luchas fueron ardorosas y totales. La legalidad y la justicia se convirtieron en su brújula permanente. Cometió excesos e intransigencias, como es humano en los hombres, pero hay que admitir que sin ese rigor no hubiera conquistado el título de catón de las costumbres colombianas.

Así lo definió, en su tiempo y para la inmortalidad, el maestro Guillermo Valencia en frase lapidaria:

Formidable este Laureano Gómez cual una racha hura­canada, firme, impasible, sonoro como un yunque propio para forjar los más finos montantes, las mejores cora­zas, las más audaces quillas: El Hombre Tempestad, a quien sólo se puede amar u odiar, que deslumbra y hie­re como el relámpago, y con el trueno de su voz hincha, colma y sacude las sordas oquedades del pecado y del abismo.

Decaído y desilusionado llegó al poder, en el peor momento de su carrera política. Era el viejo capitán ya sin el vigor de otros días, que asumía el reto en medio de un país lleno de confusiones y de adversarios tajantes, incluso de su propio partido, que iban a co­brarle la firmeza de su carácter.

Saltó al timón desde su lecho de enfermo, y con ese gesto estaba trasladando al futuro una constancia de ímpetu por la vigencia de los derechos humanos, en momentos en que trataba de implantarse un régimen de torturas. Este Hombre Tempestad, implacable para cas­tigar los abusos del poder y las desviaciones públicas, era El Monstruo, como también se le recuerda, que se erguía impetuoso ante los atropellos y las corruptelas y frenaba las maquinaciones contra la moral.

Ya ha penetrado en las páginas de la Historia como el fiero y gallardo caudillo que lo mismo destruía con su verbo demoledor que creaba con su vida ejemplarizan­te. Dueño de exquisita y vasta cultura, sus escritos son admirables y en ellos campean las ideas y la donosura del idioma. Profundo conocedor de los clásicos, en ho­ras silenciosas, tan diferentes a las de la refriega política, se consumía en la delectación del arte, la literatura, la historia y la filosofía, sus pasiones rectoras.

Temperamento tímido y discreto, que le huía a la publicidad, entendió siempre que la mejor recompensa del caudillo está en los límites caseros. De costumbres austeras y hondas raíces cristianas, no podía predicar para los demás sino lo que practicaba en su intimidad. Cerró su vida con el broche de oro de la concordia na­cional. Por encima de distanciamientos políticos con el otro líder de la causa común que unía a los colombianos, Alberto Lleras Camargo, firmó los pac­tos de Benidorm y Sitges, que dieron al traste con la dictadura y restablecieron el imperio de la democra­cia hasta la hora presente.

Uno de los colombianos que mejor conocen la persona­lidad y la obra de Laureano Gómez es Antonio Cacua Prada. El libro que ahora entrega a la reflexión del país es otro testimonio de su acendrada vocación de investi­gador serio, objetivo y creador.

Pedro E. Páez Cuervo, mi padre, escribió el 17 de junio de 1953 –día en que fue desterrado de Colombia el doctor Laureano Gómez al ser depuesto del poder por el general Rojas Pinilla– el siguiente soneto que define el vigor de un carácter:

EL ROBLE

Si “del árbol caído todo el mundo hace leña»…

hay un roble gigante que con temple de acero,

con el ceño fruncido, con mirada aguileña,

la embestida resiste de cualquier leñatero.

Esa indigna gavilla que en rajarlo se empeña,

volará como briznas bajo el verbo severo

de ese roble que tiene la purísima enseña

del azul que hoy profanan con afán patriotero.

¡Lo agigantan los golpes! Se perfila, inmortal,

defendiendo –impoluto– su glorioso ideal,

confundiendo a los hombres su valor espartano.

Ese roble no pueden convertirlo en astillas:

temblarán los hacheros, caerán de rodillas,

cuando ruja ese ROBLE que se llama Laureano.

El Siglo Siglorama–, Bogotá, 30-VII-1989.    

 

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Vocación de héroe

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

No de ahora sino de siempre general Manuel Jaime Guerrero Paz ha sido hombre de temple. No lo asustan las responsabilidades, no lo arredra el peligro. Quienes lo conocieron como cadete de la Escuela Militar recuerdan que desde entonces mostraba condiciones de mando. Era categórico en sus decisiones y firme en su carácter.

Con tales virtudes, unidas a su espíritu caballeroso y su formación intelectual, sobresalió en todas las posiciones y en todos los momentos a donde lo llevó su destino de guerrero -en este caso acorde con su destino–, hasta coronar, como acaba de suceder entre honores y merecimientos, la más alta cumbre de la cúpula militar.

Guerrero de la paz. Aquí se enlazan sus apellidos para definir, en extraña combinación cabalística, su vocación de héroe. Si por héroe se entiende quien se distingue por sus acc­iones extraordinarias o su grandeza de ánimo, en Guerrero Paz la calificación es exacta. Dice Amiel que el heroísmo «es el triunfo deslumbrante del alma sobre la carne, esto es, sobre el temor: temor a la pobreza, al sufrimiento, a la calumnia, a la enfermedad, al aislamiento, a la muerte».

Ahora que sobrevive a pesar de la carga de dinamita –el portentoso y al mismo tiempo monstruoso invento que Alfredo Nobel aportó para el avance de la humanidad–, dinamita con la que los socios de las sombras pretendieron aniquilarlo, sale triunfal de la emboscada para proclamar: «No me acobardo. Aquí está mi pecho para de­fender las instituciones demo­cráticas del país».

Cuando el pavor hubiera hecho presa fácil en otro hombre de menos de­cisión y menos grandeza, en el general Guerrero, posesionado del Ministerio de Defensa apenas trece días atrás, le templa el alma para afianzar sus profundas convicciones de patriota. Y el país, estupefacto ante tanto terrorismo y tanta crueldad, respira con la actitud valerosa de quien alienta, al precio de su vida y de su tran­quilidad, la marcha adelante en conquista de la paz.

De este episodio tétrico queda otro drama de sangre. Y es que el país se nos ha convertido en un río de sangre. Río borrascoso que cobra víctimas, día y noche, a lo largo y ancho de esta patria atemorizada que todos los días amanece con el pesimismo a cuestas. Y que en el caso del reciente atentado deja tres muertos pulverizados por una onda de dinamita, que había sido montada contra el propio Ministro, o sea, contra las insti­tuciones colombianas. Los tres escoltas, hombres modestos del pueblo, pagaron con su vida sus horas de vigilia por la seguridad nacional.

Mira el país con horror y re­pudio este cuadro dantesco donde Colombia se desangra en charcos de iniquidad. Guerra sorda, sin ningún bene­ficio para nadie, que a la postre no podrá consagrar vencedores. El llanto de las viudas, de los huérfanos, de la Nación entera, ¿no conmoverá a las concien­cias desalmadas? ¿Qué se gana sacrificando a tres inocentes suboficiales, víctimas fortuitas del acto monstruoso? ¿Co­lombia se arreglará con estas injustas retaliaciones?

Reconforta el ánimo, de todas maneras, en medio de tanto dolor, que un valiente guerrero se levante sobre las cenizas de sus guardianes inmolados para hacer un acto de fe en Colom­bia. Para clamar por el imperio de la paz. Para llamar a la concordia, con pulso firme, sin amilanarse ante el peligro.

El general Guerrero Paz, una voluntad intrépida y un recio carácter, bien cara paga su vocación de héroe. Con su co­raje les está diciendo a los co­lombianos que el país no puede desintegrársenos en las manos. Hay que defender la patria, hay que amarla, hay que engran­decerla.

Pasará la hora de te­rror y un día, ya victoriosos de la insania, tendremos que hacer el inventario de los héroes para reconocer que fueron ellos los que nos devolvieron esta patria grande que ahora gime entre sollozos.

El Espectador, Bogotá, 10-XII-1988.

 

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Guerrero de la paz

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El país comenzó a tomar concien­cia sobre la calidad del general Ma­nuel Jaime Guerrero Paz desde su desempeño vigoroso como coman­dante en Cali de la Tercera Brigada, donde enfrentado a la beligerante subversión del M-19 dio muestras de sus capacidades como estratega de esta guerra que mantiene hace muchos años convulsionada la vida nacional. Le tocó entonces librar duras batallas por el restablecimiento del orden en una amplia zona del país, de las más afectadas por la ola de secuestros y muertes, y si sus actuaciones habrían de marcarlo ante los comandos sediciosos, también le harían ganar el reconoci­miento de los colombianos de bien por sus valerosas y efectivas campañas en favor de la paz.

De allí pasó como segundo co­mandante del Ejército y más tarde fue designado jefe del Estado Mayor Conjunto, hasta llegar hace cuatro meses a la primera posición del es­calafón castrense: la de comandante general de las Fuerzas Militares. Ha sido la suya una carrera vertiginosa, que viene desde su paso por dife­rentes cargos de la Escuela Superior de Guerra, ganada como premio a sus méritos profesionales en la milicia y en la rama docente y a sus condi­ciones de caballero a carta cabal.

Uniendo sus apellidos, puede de­cirse que se trata de un guerrero de la paz. Su formación, en efecto, lo sitúa en la legión de los hombres li­bres que entienden el sentido de la paz como un atributo del alma; y que rechazan, por lo mismo, la garra de la violencia como un atentado contra la soberanía del individuo.

Como es además intelectual y lector incan­sable —dueño de una biblioteca formidable que le envidiamos sus amigos, abundante en textos de historia, de sociología, de humani­dades— comprende que la principal causa del hombre es la libertad, y que la violencia, que sólo genera odio y disolución, lo degrada como ser sociable que es por naturaleza.

Hay una faceta poco conocida en la personalidad de Guerrero Paz y es su profesión de sicopedagogo, que le ha permitido interpretar los fenó­menos sociales del país y buscar, con las armas que le entregó la patria, pero sobre todo con su inteligencia muy bien estructurada, el imperio de la República.

No es de extrañar, entonces, que el Gobierno le otorgue ahora el tercer sol de general. Al conquistar la má­xima presea militar, llega a la cumbre que se propuso hace 38 años, cuando se iniciaba como menudo cadete. Su carrera no ha terminado, ya que la patria espera aún mucho de su experiencia. Entra al generalato pleno con el respaldo de su tra­yectoria brillante y con el impulso de sus virtudes de hombre sencillo, amable, culto, amplio para el diálogo, alegre, optimista.

María Teresa, la esbelta y leal compañera de 25 años de vida conyugal, recibe también, para ella y los tres hijos del matri­monio, las glorias del guerrero. Ya se sabe que detrás de todo hombre importante hay una mujer inteli­gente, sin la cual no son fáciles los triunfos de la vida.

Descendiente de familia de militares, prolonga en uno de sus hijos, hoy teniente del Ejército, la tradición de varias generaciones. Pasto, su ciudad nativa, está orgullosa de este ejemplo de patriotismo y fortaleza moral que conjuga las bondades de su raza. Comenta él, con su habitual sentido del humor, que es un pastuso de Moniquirá, donde alguna vez vivió, y sobre todo por su afecto hacia la tierra de su esposa, la Boyacá de las gestas he­roicas y los castos romanticismos.

*

«La patria está grave», es frase suya que se le escucha con frecuencia cuando repasa, preocu­pado, el estado de orden público que se vive en el país. Con espíritu crítico analiza el fenómeno de la insurgencia y profundiza en las raíces sociales generadoras del clima de malestar público. Y como guerrero de la paz se duele de tanta descomposición y tanto atropello que atentan contra la tranquilidad de la nación, esta nación mutilada y sangrienta que es preciso redimir. Y lucha, con las armas del combatiente y las luces del intelec­tual, por devolvernos una patria grande.

El Espectador, Bogotá, 11-XII-1986.

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El talante de Álvaro

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Irrumpe de nuevo en la política colombiana, con su gesto inconfundible de curtido estratega y ahora más mosquetero que antes, Álvaro Gómez Hurtado. Observador sagaz del proceso democrático de los Estados Unidos, donde la política, más que una con­frontación de candidatos, es un juego inteligente, trabajará su campaña con todo el arte y la habilidad que asimiló en aquella nación. No tratará de copiar el exacto modelo norteamericano, porque nuestros pueblos y costumbres son diferentes, sino de emplear ciertos recursos, a la colombiana, para ganar la batalla.

Quienes aún pretenden presentar a Álvaro Gómez, para disminuirlo, como el godo sectario que no lo es, incurren en acto de ingenuidad. Aquellos tiempos de los pitos y las camisas negras, de un lado, y de la invitación de un ilustre liberal a no saludar a los conservadores, de otro, rasgos carac­terísticos de un país hegemónico —lo mismo conservador que liberal—, se encuentran desdibujados para las actuales generaciones.

Hoy el electorado es sobre todo de juventudes, y de juventudes con nueva mentalidad. Éstas ignoran quién fue Laureano Gó­mez y tampoco les interesa averiguarlo. El voto es joven en Colombia, o sea, incontaminado de viejos resabios. Por eso, Gómez Hurtado representa un suceso serio y como tal hay que asumirlo.

Asustar a los liberales, tal vez para que se unan, con el coco de este señor que a nadie puede atemorizar con desenfrenos que no posee, es perder el tiempo. Hoy se vis­lumbra, y más tarde se definirá ante el país confundido que busca soluciones, el estadista moderno, ponderado, cal­culador, fortalecido por la lucha y por los fracasos anteriores. Hay que recibirlo como real alternativa de poder. Es hombre inteligente, hábil para el menester político y pre­parado para el manejo de los problemas nacionales.

Inútiles esfuerzos, por consiguiente, los de quienes buscan ganar elecciones con incentivos partidistas. Ahora el voto decisivo lo ponen los jóvenes —una franja inescrutable—, y algunos viejos continúan sangrando por la herida de los odios sin cura. La contienda que se aproxima será de ideas, y ante todo de ideas audaces. El pueblo está cansado de ser liberal o conserva­dor y reclama buenas fórmulas sociales. Es aquí donde la figura de Álvaro Gómez ejercerá papel influyente sobre las masas desorientadas.

El candidato, que ya lo es por aclamación, dijo en reciente reportaje en París que le gusta cargar con el destino de ser hijo de Laureano Gómez. Recuerda que su padre fue uno de los máximos caudillos de multitudes, jefe indiscutible de su partido, gran huma­nista y moralizador. Pero sufrió la suerte de haber vivido en época de «bárbaras naciones», aquella de los odios y las pasiones abismales que ensangrentaron el alma de Colombia.

Si «hijo de tigre sale pintado», ahí está el descendiente de la noble estirpe listo a defender sus blasones. Ser hijo de Laureano Gómez, cuya dimensión fue reconocida en su tiempo por Luis Eduardo Nieto Caballero, gran liberal, no es un estigma sino un honor. De él aprovecha el discípulo las cosas buenas heredadas que los maledicentes quieren ocultar, sin poder desconocer. De él recibió el talante, la compostura ante la vida, de que tanto se enorgullece el hoy candidato de muchos colombianos.

*

La presencia de Álvaro Gómez Hur­tado en Colombia, después de observar muchos hechos industriales, políticos y sociales en el mundo, es un suceso relevante. La política se engrandece. Aparece un contendor de respeto y así lo aceptan los otros candidatos. Lo sabe el país. La democracia gana cuando surgen estas opciones de categoría.

Eduardo Carranza, cuya vida fue una vibración de la patria, afirmó en su último escrito, antes de morir: «Sólo quise ser siempre, desde siempre y para siempre, hasta el final y más allá, un patriota colombiano, sin distingo partidario. Porque los partidos, decíamos entonces y seguimos creyendo ahora, son disidencias de la patria”.

El Espectador, Bogotá, 10-III-1985.

 

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Núñez, escéptico y sensual

sábado, 15 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Ambas condiciones se refundieron en esta extraña personalidad que dirigió por largos años los destinos de Colombia y cuya imagen está ligada a la Historia como un hecho sobresaliente de la nacionalidad. Fue tres veces Presidente y bajo su mandato se gestaron obras de gran trascendencia que han resistido el paso de los años y demuestran que se trata de un talento superior.

Durante su segundo período presidencial, ejercido dentro de muy complejas circunstancias, le hizo frente a la rebelión de los radicales y promulgó la Constitución de 1886, que partió en dos la historia de Colombia. Disuelto el país por movimientos separatistas, impuso la soberanía nacional y le imprimió consistencia a un Estado sólido, con un Gobierno fuerte.

Era el hombre más avanzado de la época, alrededor del cual giraba la atención pública. Se separaba del mando por breves períodos, y regresaba a él llamado por las urgencias de aquellos tiempos convulsionados. Murió en 1894, a la edad de 69 años, cuando se proponía regresar de nuevo a Bogotá a tomar el mando,

De figura magra y desgarbada, era un ser escéptico y esencialmente cerebral. Se vivía en aquellas calendas bajo los rigores del país gramatical, de célebre estirpe en la vida nacional. Colombia atraía la admiración y hasta la envidia  de los territorios vecinos, menos preparados que el nuestro.

La Constitución del 86, escrita por Miguel Antonio Caro, fue proclamada por Núñez con la prosopopeya que merecía, y representa, a más de pieza jurídica de primer orden, ejemplo de perfecta gramática, sobre la que se dice que sólo le faltaba no estar escrita en latín.

Caro, otro talento de la época, escribió una renombrada Gramática Latina y tradujo en forma magistral La Eneida y Las Geórgicas. Y Núñez era también literato de ponderado mérito, pensador profundo, ensayista denso, periodista y poeta de vasta difusión. Y es autor de la letra del himno nacional.

Este hombre sombrío, calculador y rencoroso, facetas que se unen a su temperamento sensual y romántico para completar la figura controvertida que mantiene en estudio a historiadores y sociólogos, poseía extraños ingredientes  anímicos. Con sus defectos y cualidades es uno de los grandes de Co­lombia. Nunca se dejó tentar por los halagos del dinero y fue, en cambio, defensor incorruptible de la mo­ral.

Entre sus escritos quedan los sabios consejos que redactó para sus hijos, como manual de acendrada filoso­fía para el recto ejercicio de vivir. No hay que extrañar sus profun­das convicciones, si se había formado en Inglaterra y allí se compenetró de las enseñanzas del realismo, la mesura ante la vida, el don de la transacción y el sentido elemental para tratar los problemas.

Sus enemigos lo apodaban el sátiro del Cabrero. Era, por supuesto, término despectivo para referirse a su inclina­ción por las mujeres. Núñez, que conforme gustaba marginarse de la gente, amaba a las mujeres e hizo del idilio su pasión vital. En su biografía hay mujeres tentadoras que pasaban por sus senti­mientos como un aire renovador. A los veinte años de edad su padre lo envía a Panamá para sacarle el cuerpo a la llegada de una hija próxima a nacer, un lío que resul­taría bochornoso.

En Panamá queda una galería de mujeres apasionadas: Conchita Picón, Dolores Galle­gos, Nicolasa Herrera, Gregoria de Haro…. sin mencio­nar otros nombres de oculta reseña, de las cuales se enamoraba y luego huía.

Pero el gran amor de su vida fue Soledad Ro­mán. No se casó con ella, y vaya uno a saber por qué, si era la dama aristocrática que se incrusta en el alma del amante fogoso. A su lado protagonizó uno de los capítulos más escandalosos de la Historia. Era un amancebamiento público que desde el propio palacio de los presidentes hería los pudores de la  sociedad pacata de entonces.

Este hecho denota el escepticismo de Núñez por las costumbres imperantes y además pone en evidencia una gran pasión sentimental. Ella, la mujer religiosa y recatada, resistió to­das las críticas y se mantuvo por encima de los rumores,  hasta cerrar los ojos del ardoroso amante bajo el oleaje del Caribe tropical, que tantas emociones despertó en este hombre sensual y escéptico, romántico e intelectual, una de las fi­guras cimeras de Colombia en todos los tiempos.

La Patria, Manizales, 6-I-1981.

 

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