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Echandía en Armenia

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En los cien años del nacimiento del maestro Darío Echandía, conmemorados este 13 de octubre, el país ha recordado al jurista, al político, al filósofo, al hombre de Estado. Se han mencionado sus grandes ejecutorias en buena parte de los sucesos nacionales de este siglo, como jefe político, catedrático, parlamentario, ministro, embajador, designado, encargado de la Presidencia de la República.

Hay una faceta, sin embargo, que poco se cita: la de banquero. Etapa atípica en su vida, y tal vez por esa razón se pasa por alto y no se le concede la importancia que tiene. Echandía, que pasó su adolescencia en las fincas cafeteras de su padre, vendría, a sus 30 años de edad, a ocupar la gerencia de un banco agrícola en la ciudad de Armenia. Se trataba del Banco Agrícola Hipotecario, del que nacería más tarde el Banco Central Hipotecario.

Corría el año de 1927 cuando ingresó a la banca –la banca rudimentaria de aquellos tiempos–, y allí permanecería hasta 1931. Estos cuatro años de actividad bancaria en tierra provinciana de hondo espíritu cafetero –como era la suya– y en estrecho poblado que todavía no hacía presentir las dimensiones de la Armenia actual, significaban para él una compenetración entrañable con su propia esencia campesina. El sencillo hijo de Chaparral, que había crecido entre cafetales, volvía a ellos con sólo traspasar los linderos inmediatos de su Tolima grande.

Recién graduado de abogado fue juez en Ambalema, pequeño municipio tolimense donde trabajó gratis por espacio de un año, ya que las precarias condiciones presupuestales no permitían mantenerlo en la nómina ni pagarle los útiles de escritorio. Tal vez fue entonces cuando le nació la célebre frase: «¿El poder para qué?» Lo importante era la práctica profesional. De allí se trasladaría años después al Quindío, pero ya con sueldo y con dinero en las arcas institucionales para prestarles a los labradores de las tierras cafeteras, de donde él provenía.

En Armenia, donde también fue abogado litigante, se inició en la vida política,  dato que no suministran sus biógrafos. En efecto, fue concejal y presidente de la corporación. En tal carácter adelantó la transformación de los precarios servicios públicos de esa época. Por aquellos días se fundaba el Cementerio Libre de Circasia, idea revolucionaria que contó con su apoyo y con su vibrante voz de caudillo liberal (que ya lo era) en el ámbito del Quindío.

Y de allí pasaría a la Asamblea de Caldas, de donde daría el salto grande al  Senado de la República, como suplente de Fabio Lozano Torrijos, su paisano tolimense. Lo que sigue, todo el mundo lo sabe. Lo que se ignora es que un día fue banquero y político en la ciudad de Armenia.

La Crónica del Quindío, Armenia, 16-X-1997.

 

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El triunfo de un hombre modesto

miércoles, 14 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Pedro Gómez Barrero, que apren­dió a querer la tierra entre surcos y vacas de ordeño en una finca de Cucunubá (Cundinamarca), un día dio el gran salto a la ciudad. Su ilusión era ser abogado, pero su pobreza no se lo permitía. El único empleo que pudo conseguir fue el de celador de un ministerio, cir­cunstancia que aprovechó para estu­diar durante las horas del trabajo nocturno.

Con pequeños ahorros lo­gró matricularse en la Universidad del Rosario, y después se ganó una beca por su excelente rendimiento académico. Cuando se hizo abogado, supo lo que significaba el esfuerzo del humilde campesino que venció su ignorancia para asegurar el futuro.

Como jefe de Valorización del alcal­de Fernando Mazuera Villegas, quien le daba un vuelco revolucionario a la capital, captó el ímpetu de la urbe desconcertante. Mazuera, convenci­do de las calidades de su funcionario estrella, se lo llevó a trabajar a su oficina privada. Años después, Pedro Gómez Barrero decide independizar­se, y abandona la cómoda posición de gerente que ocupa en la firma de su amigo.

Como lo confiesa a la revista Semana, no tenía ni capital ni proyec­tos sólidos, pero le sobraban deseos de triunfar. Cambia el barro de Cucu­nubá por las moles de cemento. Pero sigue siendo un hombre sencillo.

Cuando en 1974 anuncia el pro­pósito de construir el primer centro comercial del país, una ola de escepti­cismo se hace sentir alrededor de la idea. Pero él no desiste, y así nace Unicentro, obra no superada por nadie hasta el momento. Luego viene Multicentro, prodigio de vivienda multifamiliar. Y al cabo de los días surgen otros dos grandes centros comerciales en Cali y Medellín, lo mismo que dos hoteles en Bogotá, bodegas, oficinas y múltiples solucio­nes de vivienda.

«Ahora que tengo el éxito –dice al cumplir 25 años de labor productiva– lo que más valoro es no ser esclavo de ese éxito». Y es que Pedro Gómez no se ha dejado avasallar por el dinero ni la fama y ha cumplido el noble postulado de ser útil a la sociedad. Como director de Resurgir, embaja­dor en Venezuela, director de Com­partir e impulsor de diversas activida­des, ha demostrado su gran sensibilidad humana.

Hoy es el genial arquitecto de Bogotá, a lo Mazuera Villegas, de quien aprendió sus fór­mulas maestras. Dice que ha realiza­do cuanto se ha propuesto. Su vida es ejemplo de fe, superación y cons­tancia, de creatividad y liderazgo. Sería el alcalde ideal para la ciudad huérfana, que reclama por momentos un gran gerente.

El Espectador, Bogotá, 28-VII-1993.

* * *

Misiva:

Reciba la expresión de mi agradecimiento por su amable artículo que con el título de Triunfo de un hombre modesto publicó el diario El Espectador en su edición del 28 de julio. Me siento sumamente estimulado y honrado con la gentileza de sus conceptos y en este momento en que Pedro Gómez y Cía. S.A. celebra su vigésimo quinto aniversario, recibo su generosa manifestación de solidaridad con mucho orgullo y satisfacción. Pedro Gómez Borrero, Bogotá.

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La huella de Santander

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El pasado 6 de mayo el país se acordó, en forma copio­sa y significativa, del Hombre de las Leyes, con motivo de cumplirse 150 años de su fallecimiento. Sobre Santan­der, llamado también la «conciencia civil de Colombia», es preciso reflexionar acerca de la repercusión que tie­ne su nombre en la conformación de la República.

Pocas vidas tan controvertidas como la suya. Unas veces atacado y otras alabado, el fallo de la histo­ria resulta hoy nítido para señalarlo como el patriota emprendedor y el abanderado del Derecho y la organización de las instituciones. Apenas de 18 años deja las au­las del Colegio de San Bartolomé, donde estudia Filosofía y Jurisprudencia, e ingresa en el ejército libertador. Pasa por las mayores responsabilidades del mando mili­tar hasta conquistar la vicepresidencia y luego la pre­sidencia de la Nueva Granada.

Al lado de Bolívar libra sus mayores combates, sobre todo en las batallas de los Llanos Orientales, de Paya, del Pantano de Vargas y de Boyacá. Al discrepar de Bolí­var, lo alimenta, sin embargo, su fidelidad a la causa de la independencia. Por intervención suya fracasan dos intentos de asesinar a Bolívar. Se involucra su nombre en la conjuración septembrina, sin que aún hoy hayan po­dido ponerse de acuerdo los historiadores sobre si en realidad fue conspirador contra la vida del Libertador.

Condenado a muerte, el propio Bolívar le conmuta la sentencia por la pena de destierro, y en tal virtud aban­dona la patria en julio de 1829 e inicia su exilio en peregrinación por Alemania, Francia, Suiza, Inglaterra, Italia y Estados Unidos, países donde adquiere mayor erudición y ensancha su personalidad. En marzo de 1832 la Convención Constituyente lo elige presidente de la Nueva Gra­nada, cargo que desempeña hasta 1837. Se distingue co­mo estadista objetivo y sereno que le imprime a su administración equilibrio y sentido del orden.

Una vieja dolencia del hígado termina con sus días, hace 150 años, en paz con su conciencia y con la patria, y la historia se encarga de exaltar su memoria como uno de los prohombres decisivos de la nacionalidad. Su accidentada vida amorosa y en ocasiones su impulsivo ejercicio de la vida pública, que en ambos casos han dejado huellas indelebles, parece que corrieron parejos para forjar una apasionante personalidad.

Colombia ha celebrado el aniversario con diferentes actos académicos, honores oficiales, registros en los medios de comunicación y publicación de libros. Menciono,  entre las obras editadas, las que cito en seguida, que he recibido por generosidad de sus autores:

* Santander y el Estado de Derecho, de Horacio Gómez Aristizábal. Obra publicada por la Universidad Central, con nota de presentación de Jorge Enrique Molina y con prólogo do Germán Arciniegas. «Horacio Gómez –dice Arciniegas– acumula documentos y sabe darles cierta frescura a sus estudios. Su tarea es meritoria y su laboriosidad ejemplar». Santander obtiene en este estudio un enfoque que vale la pena repasar. Gómez Aristizábal, que es hombro de Derecho y además de estudio, sostiene en su ensayo que no puede existir democracia sin leyes.

* Francisco de Paula Santander, «el cucuteño» fundador de la República, de Antonio Cacua Prada. Edición de la Academia de Historia de Norte de Santander y Ecopetrol. Una sucinta biografía donde el lector común, y sobre todo el lector estudioso, podrán hallar los rasgos sobresalientes del prócer. Es trabajo ágil, preciso y concatenado para buscar sin mayores tropiezos los hilos de esta vida ejemplar.

* Revista La Tadeo,  dedicada a conmemorar, en sustanciosos ensayos, los perfiles más notables de la vida de Santander. Se revive una página del general José Gabriel Pérez, escrita por orden del Libertador, con la trayec­toria de Santander entre 1792 y 1821. Y se destacan va­liosos ensayos de Alberto Lleras Camargo, Fabio Lozano y Lozano, Alicia Posada de Reyes, Armando Gómez Latorre y Pedro Acosta.

El Espectador, Bogotá, 10-VII-1990.

 

 

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Un coloso de América

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Hoy recordará Jacqueline Kennedy la figura frágil de aquel Presidente colombiano que al lado de su esposo, el Presidente de Estados Unidos, inauguraba los primeros ladrillos, en una soleada mañana del diciembre de 1961, pa­ra la que sería la pujante Ciudad Kennedy en Bogotá.

Jacqueline, que por su propia veleidad descen­dería más tarde de la grandeza que le había construido su héroe, y que hoy ve transcurrir sus días en anchurosa soledad, fue testigo excepcional del encuentro de dos co­losos de América: el uno, de figura atlética, su esposo; y el otro, de aspecto leve y elegante silueta, el presi­dente Alberto Lleras Camargo.

La historia de los grandes hombres queda incrustada en sus pueblos como murallas del pasado. Kennedy, uno de los gobernantes más destacados de su país en toda su historia, comparte laureles, en el horizonte de América, con este Lleras Camargo nuestro, de dimensión internacional. Forjadores los dos de la democracia más arraigada de sus respectivas naciones, eran como imanes que se atraían en el liderazgo de las ideas, del carácter y de los ac­tos de gobierno.

Se pusieron cita en Bogotá, ante la mirada entre perpleja y romántica de una bella mujer que todavía no interpretaba la trascendencia de la gloria, y fue como si América toda se hubiera iluminado.

Retirado desde hace más de diez años de la vida públi­ca, el doctor Lleras Camargo apenas dejaba escuchar su voz, en momentos cruciales, cuando se le insistía demasiado. Pero el país sabía que su conciencia moral seguía vi­gilante el curso de los sucesos, y aunque no se resigna­ba al silencio del capitán lúcido de otros días, se sen­tía fortalecido con la seguridad de aquella vida que marcaba, con su sola presencia presentida, el termómetro acusador de una nación que aún se sostiene del pasado.

Cuando el doctor Lleras Camargo baja a la tumba, en momentos de tanta confusión y de tanta ruindad de espíri­tu, es como si algo se desintegrara en la República. Di­sueltos los partidos y menoscabados los principios, la Co­lombia de la nueva década no se parece en nada a aquella soberana nación que surgió, en los pactos de Benidorm y Sitges, para derrotar la tiranía. Esta otra tiranía de los tiempos actuales, la del narcotráfico y la corrupción, que invade los propios recintos del Parlamento, ha avan­zado con tanto ímpetu, hasta los límites de la aniquilación de toda ética, porque carece de líderes capaces de frenar la barbarie.

Con el doctor Lleras desaparece el estadista más sobre­saliente de Colombia en el presente siglo. Caso deslumbran­te el suyo, que hizo de la palabra el arma más temida y más reformadora de la vida del país. Su aguda inteligencia, perfilada cuando era periodista raso en largas jornadas purificadoras de la mente, habría de imponerse, en sus épocas de político y gobernante, como la brújula que le indicaba a la Nación qué camino debía seguir o qué vicio debía corregir.

Hombre de partido, nunca fue sectario y siempre se mostraba conciliador y fácil para la armonía. Frío, cerebral, razonador, su palabra era la mejor guía en los momentos oscuros. Un discurso suyo volteaba la opinión pública.

*

Con dos años de bachillerato, y con su proverbial sen­cillez y modestia, dio el ejemplo más desconcertante de lo que puede la voluntad del autodidacto. Esta conducta no es fácil encontrarla hoy, y tampoco se reconocería en esta dispersión de las disciplinas intelectuales.

Sin boato, sin discursos, sin cámaras ardientes –y ma­jestuoso en medio de su pobreza regocijante–, ha llegado a una sencilla tumba, por él mismo diseñada, este coloso de América que le enseñó a Colombia el camino de la gran­deza. Su vida, que es su mejor, conquista, será siempre una lección palpitante.

El Espectador, Bogotá, 8-I-1990.

 

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El estadista Gabriel Turbay

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

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Con el título de Gabriel Turbay, estadista santandereano, ha aparecido el volumen XLII de la Academia de Historia de Santander, escrito por Eduardo Durán Gómez, miembro de dicha corporación. Esta serie bibliográfica, financiada por la Gobernación de Santander, se inició en 1932 y su finalidad es dar a conocer los escritos y obra en general de los hijos nativos y adoptivos del departa­mento. Propósito que ha permitido, con algunos recesos lamentables, recoger valiosas producciones literarias e históricas y de paso estimular a los escritores de la región.

Gabriel Turbay, uno de los políticos más brillantes del país, ha carecido de biógrafos densos que trasladen a los tiempos actuales, en toda su dimensión histórica, la recia personalidad de este prohombre bumangués que, según Silvio Villegas, fue el político más hábil de su genera­ción, en ambos partidos; y cuyos atributos, según Abelardo Forero Benavides, lo hacían superior a Gaitán, Alberto Lleras, Darío Echandía o Carlos Lozano, sus contemporáneos liberales, todos sobresalientes en diversas expresiones  de la inteligencia, «porque Turbay no era otra cosa que un político y un estadista”.

Ahora, en el esbozo biográfico que presenta Eduardo Durán Gómez, complementado con páginas de esclarecidos escritores, se le da vigencia al personaje. El autor de la obra, que rebuscó documentos dormi­dos en bibliotecas particulares y dialogó con amigos del caudillo, logra un valedero perfil sobre este Turbay ful­gurante que «padeció la soledad de los grandes hombres», como lo define Gustavo Galvis Arenas en las palabras de presentación del libro, y «se paseó por la política con dignidad y distancia, porque su vocación era el Estado».

Nacido en Bucaramanga en 1901, de padres libaneses, murió en París en 1947, ciudad a donde se había trasla­dado dominado por la amargura, después de la derrota como candidato a la Presidencia de la República en las elecciones de 1946. Su partido, luego de 16 años conti­nuos en el poder, había perdido el mando por culpa de la candidatura disidente de Jorge Eliécer Gaitán, estimulada discretamente por López Pumarejo. Turbay y López, que juntos habían librado gran­des batallas políticas, comenzaron a distanciarse desde 1937, y en  1943 se produjo el rompimiento definitivo.

Aunque su candidatura era la legítima del Partido Li­beral y se trataba del hombre más prestigioso de su co­lectividad, con muchas simpatías entre los conservadores, no logró contrarrestar la arremetida implacable de su contrincante, líder de mucho arraigo en el pueblo. Turbay contaba con el respaldo de la intelectualidad, pero Gaitán, para avivar el sentimiento de las masas, recordó el origen libanés de su adversario y consiguió  despertar contra él un encendido e ignominioso odio ra­cista.

La campaña de la oposición, una de las más virulen­tas e injustas que recuerde la historia, se adelantó ba­jo este pregón repetido por miles de gargantas y en miles de carteles: «Turco no, turco jamás». Este arrebato demencial, cometido contra esta una destacada figura colombiana a carta cabal, y cuyo único pecado, dentro del turbión del fanatismo de su propio partido, era ser hijo de padres extranjeros, tendría a la postre el condigno castigo: la pérdida del poder. Contabilizadas las elec­ciones, Turbay obtuvo 420 mil votos y Gaitán 350 mil (o sea, 770 mil papeletas liberales), contra 540 mil conservadoras, las de Mariano Ospina Pérez, el ganador.

«Pocas veces en la historia un ciudadano se ha visto escarnecido de manera más irracional y lacerante”, anotó Carlos Lozano y Lozano. Era natural que semejante afrenta, de tan bajo e inaudito origen, afligiera el alma de Gabriel Turbay, alma altiva, noble y nacionalista como sus propios farallones santandereanos. Un año después, cuando trataba de recobrar la serenidad, moría solitario en París, con dolor de patria.

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Gabriel Turbay había nacido predestinado para ser estadista. Sus padres, sencillos y laboriosos inmigrantes del Líbano, escogieron a Bucaramanga como lugar propicio para fijar un hogar honorable y hacer progresar su actividad comercial. Al hijo colombiano le dispensaron esmerada educación. Se graduó de médico y alcanzó a conocer algo de la disciplina del Derecho. Pero su verdadera vocación estaba en la política.

Bien pronto llegó a la Asamblea Departamental y allí se codeó con personajes tan prominentes como Laureano Gómez, José Camacho Carreño, Jaime Barrera Parra, Roberto Serpa y Manuel Serrano Blanco. Luego fue secretario de gobierno. A los 20 años era representante a la Cámara. Más tarde sería presidente del Senado, presidente de la Dirección Nacional Liberal, ministro, embajador, designado a la Presidencia de la República. Su carácter recio y su inteligencia luminosa lo hacían el hombre excepcional que todo el mundo buscaba. De sólo 27 años ya era figura nacional. Y a los 30 había coronado su carrera en el Congreso y en el Ministerio.

Fogoso, viril y conflictivo en sus comienzos, cuando improvisaba los primeros discursos en los barrios de su tierra, pasó a ser el gran orador de ideas novedosas y maduras, cuando cautivaba el interés nacional desde los altos escenarios de la. democracia. La política era su obsesión y el parlamento su ámbito natural. Se dice de él que nunca pronunció un discurso estéril.

Formidable diplomático, por todas partes dejaba huella de sus condiciones de mediador y negociador. Fue al Perú como embajador después del conflicto con Colombia. En Washington aprendió a ser más estadista. Cuando regresó al país en 1937, ya se mencionaba su nombre para la Presidencia de la República. Como experto diplomático, virtud que le permitía manejar la política con fina dis­creción, mantenía excelentes relaciones con el partido contrario y proclamaba que el país no podía gobernarse sino con la colaboración de los dos partidos.

Hizo del decoro su mejor virtud. La acrisolada forma­ción que había recibido de sus padres y profesores se re­flejaba en todos sus actos. Sus ademanes delicados y su estampa varonil le abrían muchas puertas. En su caso se plasmó el deseo de Enrique Caballero Escovar: «No le pi­do a la vida duración sino estética». Bajo el mandato de su destino renunció a grandes ideales: el matrimonio, el hogar, los bienes terrenos, la ciencia. Se casó con la política y sucumbió por ella.

En el mejor momento de su carrera, a pocos me­tros del palacio de los presidentes, lo traicionó la suerte. Doloroso camino el suyo que, luego de tantos éxitos, lo saca de la patria y lo conduce a la muerte. Como era noble de espíritu, en su alma no podía anidarse el ren­cor. Pensaba regresar a Colombia, superados los sinsabores y curadas las heridas, a reanudar la lucha. Y en una pieza de hotel, muy lejos de la patria, el asma lo venció para siempre. La vieja enfermedad, agravada por la nostalgia del suelo nativo, clausuraba así una de las vidas más promisorias del país.

Murió de 46 años. Su temprana desaparición representa una de las mayores frustraciones colombianas. Su propio partido, que tanto lo había enaltecido, le impidió llega al poder. Y por los raros caprichos de la vida, otro santandereano, que también estaba predestinado para el Estado, tampoco alcanzó el mando. Luis Carlos Galán acaba de morir a la misma edad de Turbay. Era el político más aventajado del momento. Su trayectoria, de tanta lucidez como la de Turbay, se vio obstaculizada por sus mismos copartidarios, y luego la muerte le cerró para siempre las puertas del Estado.

Turbay y Galán, insignes caudillos liberales, ambos santandereanos y bumangueses, y los dos eminentes patriotas, se sacrificaron por la política. Ambos murieron de 46 años. El departamento de Santander ha tenido dos inmensas frustraciones. Colombia entera ha perdido dos cartas definitivas en momentos cruciales. Vidas paralelas las de Turbay y Galán. El esfuerzo, la lucha y la dignidad engrandecieron sus existencias. Habían  nacido para la grandeza. Y si no consiguieron el poder terrenal, conquistaron en cambio, con el martirio, el re­conocimiento pleno de la historia.

El Espectador, Bogotá, 25 y 31-X-1989.  

 

 

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