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Los destrozos de la selva

lunes, 28 de octubre de 2013 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando en julio de 2008 fue rescatada Íngrid Betancourt de su prisión en la selva después de permanecer seis años en poder de las Farc, dijo que lo que allí hubiera podido ocurrir en el terreno sentimental, allí se quedaba. A partir de ese momento iniciaba una nueva vida. Esto equivale al borrón y cuenta nueva que en determinadas ocasiones es preciso ejecutar para olvidar los actos, disgustos o errores del pasado, y seguir camino adelante como si nunca hubieran existido.

No sé hasta dónde sea posible lavar la mente y la psique para prescindir de los recuerdos incómodos que en el presente caso giran alrededor de las experiencias selváticas que vivió la protagonista. Lo que sí sé es que la selva no es un mundo común, sino un mundo lejano y misterioso, a veces fantástico y otras tétrico, que solo pueden definirlo las personas que allí han morado. Cuando esas personas han estado sometidas a los vejámenes y las torturas de que fueron víctimas Íngrid y sus compañeros de cautiverio, la situación toma contornos mucho más dramáticos.

Antes de caer en poder de las Farc, Íngrid llevaba un matrimonio feliz con su esposo Juan Carlos Lecompte. Así lo sostiene ella en la declaración que dio a la revista Bocas, en la edición de febrero. Pero el amor se acabó en la selva. Diversos factores se interpusieron para que la armonía conyugal se hubiera deshecho en corto tiempo. “Yo lo quería mucho. Él era mi llave”, exclama Íngrid, y revela que un día su ídolo se vino al suelo cuando supo que andaba de novio. Mientras tanto, ella padecía los suplicios de la selva.

Por su parte, Juan Carlos le atribuye una posible infidelidad conyugal durante el cautiverio. La misma Íngrid narra –en su libro testimonial No hay silencio que no termine– algunos vínculos suyos, que podrían considerarse sentimentales, con amigos en desgracia surgidos bajo la tremenda soledad y el implacable desamparo de la manigua. El país recuerda el momento en que los esposos se encontraron después de los seis años de la separación, donde se les vio fríos y distantes.

El amor intenso de sus días felices se lo llevó el viento de la selva. Ante eso, no quedó otra fórmula que el divorcio, que se formalizó en noviembre pasado. Hoy están enfrentados por asuntos económicos, y no de poca monta, ya que Juan Carlos no solo busca el 50 por ciento de los bienes adquiridos durante el matrimonio, sino la misma proporción por las regalías que han reportado los dos libros famosos de su exesposa. Regalías que representan una cifra considerable, ya que por el último de los libros la autora ha recibido más de seis millones de dólares.

Ella, por su parte, rechaza semejante pretensión con el argumento de las capitulaciones que firmaron antes de casarse. “Lo de él es lo de él y lo mío es lo mío”, le dice Íngrid a la revista Bocas. Sea como fuere, lo cierto y deplorable es que el epílogo del romance haya llegado al vulgar terreno de la plata. Como el pleito lo mueven expertos abogados, la reyerta es seria. Y amarga, claro está.

Extinguida la unión conyugal, los destrozos de la selva son evidentes. Esa selva cantada por José Eustasio Rivera –“esposa del silencio, madre de la soledad y la neblina”– produce en este caso y en otros conocidos, o que se mantienen en silencio, graves desgarros en el alma de las parejas. Cada secuestrado arrastra un drama a veces catastrófico. Las secuelas del secuestro, que suelen quedar en el secreto de los hogares, no respetan siquiera los dominios del amor. Aquí se prueba que el amor no es eterno, por lo mismo que el corazón es incierto e impredecible.

El Espectador, Bogotá, 1-III-2012.
Eje 21, Manizales, 2-III-2012.
La Crónica del Quindío, Armenia, 3-III-2012.

* * *

Comentarios:

Su columna me pareció muy bien escrita, como corresponde a un escritor y periodista de su trayectoria. El tema no fue de mi agrado. Ya leímos el libro de doña Íngrid y ya conocimos detalles suficientes del término de su relación con don Juan Carlos. La parte mezquina, y un poco miserable, de las ambiciones de ambos, para mí, carecen de importancia y considero que no son ni noticia ni tema de interés. Gustavo Valencia Garcóa, Armenia.

Eso pasa cuando estas relaciones están pegadas con babas: con la primera dificultad, se rompen, y cada quien le tira la culpa al otro, siendo todos, los culpables de este rompimiento; y si hay dinero o protagonismo de por medio, los dos, o cualquiera de ellos, se sienten con más derecho a opinar o a reclamar, y en ese orden de ideas, le echamos la culpa a la selva, mas no a nuestra relación salvaje. Pachopacho (correo a El Espectador).

Habrá que estar en la ropa de un secuestrado para saber lo que se siente. Por eso yo le perdonaría a Íngrid, pero no esa imagen de subestimación de su pareja. Aunque él reciba mucho dinero, creo que le falta carácter. Tenemos que respetar a las mujeres, pero también a los hombres. Marmota Perezosa (correo a El Espectador).

Creo que las condiciones que se viven como secuestrado en la selva son excepcionales y se debe relativizar cualquier acto o palabra dicha durante este lapso. Dalilo (correo a El Espectador).

Solo agregar la enseñanza bíblica: «El que esté libre de culpa que tire la primera piedra” Rodrigo Otálora Bueno (correo a El Espectador).

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Miedo en las calles

jueves, 10 de octubre de 2013 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Katherine, una joven de 22 años, salió de su casa a las 5:30 de la mañana. Y se encontró con un hombre moreno, de unos 30 años, que le apuntaba al rostro con una jeringa y le decía: “Deme todo o se lo echo en la cara”. Muerta del pánico, Katherine le suplicó que no le hiciera nada, le abrió el bolso y vio que el asaltante lo desocupaba y emprendía la fuga.

Se salvó de ser otra víctima del ácido muriático. Regresó a su casa, y no quiere salir de ella. Con los nervios destrozados, le ha cogido pavor a la calle. La escena acaba de suceder en Medellín, a corta distancia del CAI de la Policía instalado en el sector. Nadie vio nada.

Esta modalidad de asaltar a la víctima con la amenaza del ácido muriático se ha acentuado en Bogotá. Y ocurre en otras ciudades. Hasta el momento, dice una noticia de prensa, se conocen más de veinte casos de mujeres atacadas con ácido en el país. Las mujeres son las preferidas para este delito, pero también puede ser cualquier transeúnte.

En diciembre, Sergio, de 22 años, fue atacado con el mismo ácido al llegar a su casa, por negarse a dar una moneda, y sufrió quemaduras en la cara, el cuello y los brazos. En el mismo mes, otro joven residente en el barrio Castilla sufrió la misma suerte, con daños severos en los ojos, cuyo tratamiento podría costar más de $ 15 millones. Un mes después, Luz Adriana, de 31 años, que a las 5 de la mañana salía de su casa en Kennedy para dirigirse al trabajo, fue atacada por un hombre que descendió de un taxi y la intimidó. Como se negó a entregarle el bolso, el agresor le roció el ácido en la cara y huyó en el taxi.

Son noticias espeluznantes de las que nadie puede estar exento, repetidas una y otra vez, y que dejan lesiones físicas y sicológicas a veces incurables. Estas noticias dan paso a otros hechos no menos monstruosos de la canallada de cada día. Vivimos en las grandes ciudades a merced del raponazo, del cuchillo o la navaja camuflados en los bolsillos, del revólver que se dispara en un instante, de la bala perdida, y ahora del ácido muriático.

La locura se ha apoderado de las calles de Bogotá. Una terrible conclusión de las autoridades señala que la mitad de los transeúntes de la capital sufre de esquizofrenia y paranoia. Entre esas corrientes demenciales nos movemos a diario, desafiando el asalto, la contusión o la muerte. Quienes consumen bazuco, el 80 por ciento lo hace todos los días, mezclándolo con marihuana y alcohol industrializado. Son “crónicos poliadictos”, según definición de los expertos. No queda difícil deducir que quienes andan armados con jeringas para aterrorizar y herir a las víctimas, pertenecen a este submundo enajenado, abismal e incontrolable.

El acalde Petro inicia su administración liderando una campaña de desarme, tanto de las armas amparadas con salvoconducto, que tienen un registro cierto, como de las ilegales, que proliferan con facilidad en los mercados clandestinos. Unas y otras, en determinadas circunstancias, son asesinas. Algún cálculo ligero dice que en Bogotá hay 400 mil armas legales y más de un millón de ilegales. Las otras armas son las blancas y cortopunzantes (navajas, cuchillos, machetes, bisturíes), de imposible cómputo.

Se decomisan armas de todo género. Muchos dejan de portarlas. Después de los tres meses de la campaña volveremos a lo mismo, al aflojarse el control de las autoridades y olvidarse el tema. La verdadera campaña consiste en desarmar los espíritus. Propósito nada fácil de lograr, ya que la sociedad perdió los estribos. La conciencia colectiva, envenenada por el odio, le niega el campo al amor y a la convivencia. El asunto tiene raíces profundas: es social, y ahí es donde hay que atacarlo.

El Espectador, Bogotá, 23-II-2012.
Eje 21, Manizales, 24-II-2012.
La Crónica del Quindío, Armenia, 25-II-2012.

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Comentarios:

Al leer este artículo veo claramente que la ciudadanía debe armarse para salvar su integridad y su vida en una ciudad donde resulta imposible controlar el porte de armas por parte de los criminales. Inclusive si lograra desarmárseles, pueden hacer daño con una simple jeringa llena de ácido. En esos casos la legítima defensa es la única solución. Alfredo Arango, Miami.

Horribles sucesos. El planeta va muy de prisa, sacando a flote todo lo malo. La solución, creo, viene de cada uno de  nosotros, emitiendo la energía del amor y de la paz. Elvira Lozano Torres, Tunja.

Comparto plenamente este criterio respecto a tan sentido tema que agobia a la capital. Eduardo Durán Gómez, Bogotá.

Aunque procuro superar el miedo para no “echarle leña al fuego”, el artículo plantea un problema que día a día se agrava y acrecienta en la capital. Marta Nalús Feres, Bogotá.

Un tipo intentó echarme escopolamina cuando compraba la comida de mis mascotas. Ese mismo día cuando salíamos con un amigo del gym, una lacra nos siguió, pero yo me percaté y el tipo se esfumó. Ahora ando superparanoico. A mi mamá intentaron atracarla ayer, pero por suerte una señora desconocida la dejó ingresar a su negocio y se salvó. Alejdark (Correo a El Espectador).

El ácido muriático, otra modalidad que se le une al fleteo, paseo millonario, escopolamina, paquete chileno, sicariato, prepagos, extorsión, secuestro. Vaya, Colombia debería ser llamada «el país inventor de modalidades para el crimen». Holaforistas (correo a El Espectador).

La columna es fiel realidad de lo que sucede en todo el país y, obviamente, mucho más en las capitales. Esta delincuencia, nuestra violencia endémica y las demás muestras de decadencia civil son consecuencia de los malvados manejos administrativos desde hace doscientos años. La inequidad, la injusticia y la corrupción son la triada madre de la situación paupérrima que vivimos.
Colombianoingenuo (correo a El Espectador).

¿Por qué lo mataron?

lunes, 7 de octubre de 2013 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

¿Por qué mataron a Álvaro Gómez Hurtado? Es la pregunta que formula su hermano Enrique en el libro que publica al conmemorarse los quince años del magnicidio, ocurrido el 2 de noviembre de 1995, cuando unos sicarios lo acribillaron mientras salía de dictar su clase en la Universidad Sergio Arboleda.

Es la misma pregunta que se hace el país frente a este crimen político que permanece impune en la historia nacional, comparable a los de Gaitán y Galán: los tres iban camino de la presidencia de la República y fueron eliminados por oscuros criminales en el momento cenital de sus carreras. Estos y otros sucesos similares se han perpetrado para crear caos y desestabilizar la democracia, y con ellos se ha buscado acallar la voz de los líderes de mayor arraigo popular.

En el caso de Álvaro Gómez Hurtado, se trataba del dirigente más notable y más aguerrido de la oposición contra el gobierno de Ernesto Samper, cuya imagen se había deteriorado, de manera drástica, por lo que era de dominio público –y sigue siéndolo–: el ingreso a su campaña presidencial de dineros del narcotráfico. El proceso 8.000, a pesar de la absolución política que obtuvo el mandatario, se volvió figura histórica que siempre perseguirá a Samper y no lo liberará de culpa. El veredicto del pueblo, en muchos casos manejados por la política, es superior al de los tribunales o los cuerpos legislativos.

Aquella célebre frase de Samper: “De comprobarse cualquier infiltración de dineros (provenientes del narcotráfico) se habría producido a mis espaldas”, no convenció a nadie. El cardenal Pedro Rubiano ofreció el símil perfecto para esa situación salida de lógica: es como si un elefante se mete a la casa y uno no se entera.

Gómez Hurtado, que en los inicios del gobierno de Samper expresó su voz de apoyo a los programas en ejecución, cambió de actitud cuando aparecieron los graves lunares, de tipo ético y moral, que echaban a perder todo lo bueno que pudiera existir. Y pasó a la oposición seria, responsable y vigorosa, que se dejaba sentir, como eco del clamor popular, desde las columnas editoriales de su periódico y desde el Noticiero 24 Horas que él dirigía.

Manifestaba el líder conservador que la continuación de ese gobierno afectado por la corrupción representaba una deshonra para la dignidad de la República, y por lo tanto la solución estaba en la renuncia al cargo. En eso alcanzó a pensar el Presidente, pero luego cambió de parecer. Y se sintió una fuerza de intimidación contra el líder nacional de la oposición, a quien llegó a calificarse de conspirador en asocio de militares y otros sectores de la ciudadanía. Esta acción no ha podido ser demostrada.

El 30 de octubre de 1995, Gómez Hurtado dijo en su Noticiero 24 Horas: “El Presidente no se va a caer, pero tampoco se puede quedar”. Al día siguiente, el editorial de El Nuevo Siglo reprodujo la misma declaración. Dos días después, el caudillo fue asesinado a la salida de la Universidad Sergio Arboleda. Ahora, su hermano Enrique recoge en su libro el itinerario tortuoso que duerme en 150.000 folios del expediente, sin que se vea el propósito de descubrir la realidad de los hechos. Este espinoso camino de la impunidad está sembrado, como otros procesos similares de la violencia colombiana, por desviaciones de la investigación, falsos testigos, mentiras, contradicciones, encubrimientos, falsas acusaciones…

¿Por qué lo mataron? El autor de la obra, que no quiere irse del mundo sin dejar constancia de su perplejidad ante la justicia del país, aspira a que su  pregunta no continúe en el vacío y se conozca al fin la verdad.

El Espectador, Bogotá, 16-II-2012.
Eje 21, Manizales, 16-II-2012.
La Crónica del Quindío, Armenia, 18-II-2012.

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Comentarios:

Todo sigue tapado. Como decía Laureano Gómez: «Tapen, tapen, tapen»…, con sus frases fustigantes acerca de todas las ollas podridas que descubría en el Congreso. Y el tiempo sigue pasando, y todo lo mismo y todo igual o peor. Ironías y tristezas de nuestra querida tierra y política colombianas. Luis Quijano, Houston (USA).

Muy  interesante y precisa visión sobre este doloroso acontecimiento de nuestra vida nacional. Repito la frase que  decía  mi profesor de Historia del Arte, Francisco Gil Tovar: “El día del Juicio, de los niños y de los libros sabremos los autores”. Marta Nalús Feres, Bogotá.

Impecable artículo. Siempre en busca de la verdad y la conciencia de Colombia. Gloria Chávez Vásquez, Nueva York.

Muchas cosas sentí al leer esta columna. Muchas cosas recordé de mi caminar en los medios de comunicación en Colombia. Entre ellas, las amenazas de muerte por algunos denuncios que como periodista y patriota me vi obligada a hacer. Yo podría atreverme a decir que a uno en Colombia lo matan por decir la verdad; lo matan por preguntar, lo matan por defender a inocentes; lo matan por lo que sea. Porque en Colombia se cumple lo de la canción mejicana: La vida no vale nada. Colombia Páez, periodista colombiana residente en Miami.

Le rompieron las alas

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando el sargento José Libio Martínez fue secuestrado por las Farc en diciembre de 1997, Johan Steven no había nacido. En cautiverio, el sargento se enteró de la llegada de su hijo al mundo equívoco que le correspondería vivir. Nunca llegaron a conocerse. Y han transcurrido 14 años. El menor tiene casi los mismos años que su padre duró prisionero en la selva.

El secuestro selvático significa la lenta extinción de la vida. La muerte de la dignidad. Es el oprobio más cruel que puede recibir la persona. Íngrid Betancourt narra a la perfección, en su libro No hay silencio que no termine, esta tortura inconcebible en la naturaleza humana. Esos son los sistemas salvajes que emplean las Farc en esta guerra atroz, cercana al medio siglo, que tanta sangre ha derramado y tantas esperanzas ha frustrado en el país.

El sargento Martínez era el secuestrado que llevaba más tiempo en poder de los guerrilleros. Por eso tenía el precio más alto: había que mantenerlo retenido para ejercer mayor presión sobre el Gobierno a fin de obtener ventajas superiores por su liberación. Así de inicua y rastrera es la industria del secuestro. Como la esperanza es lo último que se pierde, el prisionero soñaba con salir algún día de la selva. ¿Cuándo? El tiempo en la selva es eterno.

Lo único cierto allí es la esclavitud sin horizontes, incesante y despiadada, que no deja un espacio para respirar los aires de la libertad. Esto, a pesar de que se mantenga prendida la llama de la estéril ilusión, la que a cualquier momento puede apagar una ráfaga de fusil o un tiro de gracia. Ese tiro de gracia fue el que acabó con la existencia del sargento Martínez y tres de sus compañeros en  miserable cambuche convertido en madriguera de la infamia.

Su hijo Johan Steven, una llama al viento que apenas comienza a vivir cuando ya tiene que padecer el infierno de la guerra, salió en Bogotá a recibir los restos de su padre, a quien no conoció. No lo conoció, pero lo sentía, lo palpaba, hablaba con él en sus noches de perplejidad. “Señores de las Farc, no esperaba que ustedes lo mataran, que me lo enviaran en un ataúd”, clamó el joven, sin derramar una lágrima. Ya no le salían más lágrimas, porque su corazón estaba petrificado, se había quedado quieto en el oleaje de su infortunio. Se había vuelto una roca en medio de la tempestad.

“Señores de las Farc –continuó impertérrito en su plegaria–, el 26 de noviembre me rompieron las alas, el anhelo de conocer a mi padre personalmente, de darnos ese abrazo tan anhelado durante 13 años, 11 meses y 5 días”. Los llamó señores, como si se tratara de unos caballeros. Y no tuvo necesidad de papel: las palabras le salían del alma, le punzaban el sentimiento, lo hacían  elocuente en medio de la desgracia.

Esta serenidad impasible y conmovedora penetró en la sensibilidad más estremecida de los colombianos y le dio la vuelta al mundo. En un instante, la palabra sosegada de este huérfano de la violencia que todavía no concibe que su padre se le haya escapado cuando creyó tenerlo tan cerca, creció por todos los confines como la voz clamorosa de este país de huérfanos y de viudas que no entiende tanta iniquidad. Este país que no sale de su estupor cuando las noticias dan cuenta de los crímenes de guerra que no tienen perdón de Dios.

Johan Steven tiene 13 años. Eso es lo que dicen sus papeles. Pero yo no sé cuántos años ha madurado por culpa de los episodios de locura que destrozan el derecho a ser niños. Yo lo vi con cara de adulto en las imágenes de la televisión. Este niño grande ha quedado con las alas rotas, y no se sabe hacia dónde levantará el vuelo. El país vive con las alas rotas. Johan Steven es hoy el rostro más duro del secuestro y de la violencia colombiana.

El Espectador, Bogotá, 30-XI-2011.
Eje 21, Manizales, 30-XI-2011.
La Crónica del Quindío, Armenia, 3-XII-2011.
Aristos Internacional, n.° 34, Alicante (España), agosto/2020.

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Comentarios:

Muy buena columna. ¿Ni siquiera nuestros nietos o biznietos podrán ver este país en paz?  Gustavo Valencia García, Armenia.

En este artículo está plasmada la realidad que estamos viviendo por culpa de la  guerra permanente de las Farc, sin objetivos y sin ningún horizonte. Este adolescente que maduró demasiado pronto por esa realidad, mostró su dolor ya sin lágrimas. Veo en él un futuro líder y creo que será un orgullo no solo para su familia sino para Colombia. Ligia González, Bogotá.

Cuando leo y veo las noticias siempre horribles de las Farc no puedo menos de sentir un odio y una rabia que enceguecen todo mi corazón. ¿Qué buscan las Farc con esos asesinatos tan viles y cobardes como los recientes y los que cometieron con los diputados de Cali?  Fuera de que no tienen ninguna bandera política se convirtieron en unos vulgares narcotraficantes, secuestradores y asesinos. Luis Quijano, colombiano residente en Houston (Estados Unidos).

Este artículo despierta la conciencia del ser humano más inconsciente. Gloria Chávez Vásquez, Nueva York.

Leí su artículo y con una lágrima que se negaba a desprenderse, sólo puedo decirle: una obra de arte al dolor y a la infamia. ¡Pobre nuestro país! Juan Fernando Echeverri Calle, Medellín.

Una pieza magistral, que interpreta muy bien lo que yo creo que sentimos todos los colombianos de bien.  Beatriz Rivera, Medellín.

Magnífica columna, y te felicito por ella, al mismo tiempo que me duele pensar que hayas tenido que escribirla. Creo que hubieses preferido, como yo, que no fuera necesario hacerlo. Ricardo Bada, Colonia (Alemania).

Las Farc es la plaga más temible, pavorosa, cruel y despiadada que hay sobre la faz de la tierra. Dios nos proteja a todo momento de esta máquina de la muerte.  Juanlunados (en La Crónica del Quindío).

He leído con la atención debida el artículo Le cortaron las alas. Excelente página que supo interpretar el dolor de ese niño que no pudo conocer a su padre por la intransigencia de una guerrilla que no se conmueve por nada. José Miguel Alzate, Manizales.

 

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Los perros de la guerra

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Jennifer, la cocinera de confianza de Alfonso Cano, salió de la vivienda junto con las dos mascotas del guerrillero: Pirulo y Conan, labrador dorado y perro criollo. Ella era la encargada de cuidarlos cuando no estaban con su amo, que era en contadas ocasiones. Por las mañanas, luego de asearlos y darles de comer, Jennifer los llevaba a dar una vuelta por los alrededores.

Cumplida su misión, aquel día entró con los perros a la vivienda, a las tres de la tarde. Entre la empleada y el par de mascotas se habían establecido grandes lazos de afecto. Los perros, nobles por naturaleza, poseen fino instinto para distinguir con rapidez a las personas que los quieren, y a las que, por el contrario, no los quieren. Y así mismo demuestran sus preferencias. Pirulo y Conan vivían jubilosos con Alfonso Cano, con quien habían realizado largas  travesías por la selva. Y con Jennifer, que les daba de comer y todos los días los sacaba a pasear.

Lo que ella no sospechaba era que sus pasos estaban vigilados. Los ojos de algún soldado vieron la entrada de los perros a la vivienda oculta en la espesa montaña, la que había sido usurpada a un indígena. Ya se sabía que el guerrillero se desvivía por sus mascotas hasta el punto de no permitir que se les dijera perros: había que llamarlos por sus propios nombres, equivalentes a los nombres de pila de los humanos en el agua bautismal. Las mascotas (se sabía con precisión que se trataba de dos perros) se convirtieron en su perdición. Pirulo lo acompañaba desde la antigua zona de distensión.

Sin quererlo (porque los animales no tienen malos sentimientos, como los hombres), las mascotas entregaron a Cano a las autoridades. Ese día, la casa fue bombardeada y en el ataque cayó el guerrillero más buscado del país, que varias veces se había escabullido como por arte de magia por entre las ráfagas que estuvieron a punto de darle captura o abatirlo. Esta vez lo delató su afecto por los perros, uno de los pocos afectos que conservaba. Conan fue herido en el combate y Pirulo huyó. Ambos dejan escritos sus nombres como personajes de la violencia colombiana.

En las filas contrarias, las del Ejército, hay una heroína: la perra Sacha. Era  experta en antiexplosivos, labor para la que había sido adiestrada durante largo tiempo, y en la que realizó más de cien operaciones exitosas. Se tiraba desde el helicóptero en compañía del soldado que guiaba sus pasos, y en la profundidad de la selva descubría las minas antipersonas y olfateaba la presencia del enemigo. Después de cinco años de combates, murió abaleada en el bombardeo al campamento del Mono Jojoy. Su maestro, el soldado Zamora, dice que su pérdida es igual de dolorosa a la muerte de un hijo. Para honrar su memoria, a Sacha le levantaron una estatua.

Durante el presente año, más de veinte perros antiexplosivos han caído en campos minados. Las noticias no suelen informar sobre estos mártires de la guerra. Son héroes anónimos que mueren en el campo de batalla y que carecen de una cruz o de un recordatorio dentro de las bajas de la población civil o militar. Las noticias de prensa informan así, por ejemplo: “Dados de baja diez guerrilleros en el Cauca”, y al día siguiente: “Fueron abatidos ocho policías en Arauca”. ¿Y los perros? Ellos no tienen prensa. No tienen dolientes.

Hay escuelas caninas de entrenamiento, tanto del Ejército como de la Policía, dedicadas a la lucha contra los explosivos, donde están matriculados estos perros inteligentes que se especializan en el rastreo de olores y de huellas, y a la postre mueren en los combates. Unos sobreviven. Otros ganan, con su muerte, medallas de heroicidad, como Sacha. O pasan a la historia, como Pirulo y Conan, por haber pertenecido a un guerrillero famoso. Todos merecen honores, no importa el campo donde hayan vivido.

La guerra no solo es de los hombres, sino también de los animales. Y no solo el perro es protagonista de las contiendas salvajes: a lo largo de la historia también se han empleado caballos, cabras, camellos, palomas mensajeras, aves de corral… Educados todos con el fin siniestro de ayudar al hombre a destruir a su propio hermano. Esa es la guerra: elemento monstruoso, rapaz, depredador, asesino,  que busca no dejar nada en pie, ni siquiera la nobleza y la inocencia de los animales.

El Espectador, Bogotá, 17-XI-2011.
Eje 21, Manizales, 18-XI-2011.
La Crónica del Quindío, Armenia, 19-XI-2011.

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Comentarios:

Excelente columna de los animales de la guerra. Por fin algún medio se dio cuenta que ellos existen en esa guerra que se inventaron los humanos y que no tienen nada que ver. Jaime A. Reyes.

Me gustó el sentido homenaje a esos héroes, que son sacrificados,  al pagar con su vida la lealtad a sus amos. Recuerdo  los elefantes de Aníbal, el legendario estratega y conquistador cartaginés, quien  los convirtió en verdaderas máquinas de guerra. Gustavo Valencia García, Armenia.

Qué bello homenaje a los perros, a todos los animales que nosotros, los seres humanos, a veces tan crueles, a veces tan innobles, metemos en nuestras «broncas», como suele decirse en México. Diana López de Zumaya, colombiana residente en Méjico.

Muy buena nota. A mí también me ha llamado la atención la presencia de estos nobles animales en la guerra. Me pareció muy triste la suerte que corrió la perra Sacha.  No sé por qué razón las asociaciones defensoras de animales no hacen nada al respecto.  Carmen Arévalo (correo a El Espectador).

Acá en Estados Unidos,  los perros de la policía son oficiales de la policía y son condecorados por sus actos de valor y los respetan y protegen como a cualquier otro oficial. Mauricio Guerrero.