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Cancún, ejemplo para imitar

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

La isla de Cancún tiene 300.000 habitantes y es conocida como la joven de Méjico. Hace apenas 20 años se proyectó como sitio de atracción para fortalecer la economía de la península de Yucatán, y hoy es un paraíso del turismo internacional. Méjico, que ha hecho del turismo una de sus rentas más importantes, recibe por Cancún la quinta parte de la cifra total que por dicho concepto ingresa al presupuesto de la nación.

En reciente visita a la isla, la que se encuentra rodeada de una naturaleza prodigiosa y está favorecida con los servicios de una estructura turística de primera calidad, me hice la siguiente reflexión: ¿Por qué en Colombia no sucede lo mismo? Tenemos maravillosos encantos naturales, climas para todos los gustos, dos mares, gente amable, sitios exclusivos, y sin embargo… Este sin embargo es el que nos distancia de países desarrollados en turismo como Méjico.

Nos han faltado visión y audacia para explotar las riquezas de que disponemos. No hemos tenido ni el presidente ni el ministro de Hacienda que hayan concebido el turismo como uno de los recursos más sólidos para robustecer las debilitadas finanzas. En Colombia los gobernantes lo resuelven todo con impuestos.

La hotelería de Cancún, que ofrece alrededor de 20.000 habitaciones, se halla entre las más avanzadas del mundo. Esto no hubiera sido posible de no contar con las ventajas de la ciudad construida con los mayores sistemas de planeación, y con visión futurista, donde todo está calculado para el crecimiento estable. Primero se pensó en la estructura de los servicios públicos, en el diseño del casco urbano, en la adecuación de las playas y los sitios de interés público, en la construcción de las vías (en las que no se encuentra un sólo bache en cualquier recorrido que realice) y en la formación de la conciencia turística.

Sobre esas bases vino el desarrollo de lo que es hoy el centro dinámico y fascinante, visitado por viajeros de todas las nacionalidades, el que cada día progresa más y conquista mayores divisas para el progreso de la nación. ¿Podrá decirse lo mismo de Cartagena, Santa Marta o San Andrés?

Hay que admitir, con dolor patria, que en Colombia carecemos de vocación turística. Los gobiernos no se han preocupado por estimular esa vena dormida, y por eso los colombianos se van al exterior en busca del turismo seguro y confortable.

En el sitio que presento como modelo de turismo –y que me perdonen las comparaciones odiosas– existen otros dos factores fundamentales que hacen sentir cómoda a la gente, en los que vale la pena meditar. El primero, el de la amabilidad que se dispensa al visitante en cualquier lugar a donde llegue. El ambiente de hospitalidad está regado por toda la isla. Por eso, se regresa de allí con un sentimiento grato. Y el otro, el de la seguridad. Los sistemas de vigilancia en la isla, y sobre todo la noción de respeto al turista que allí se ha inculcado, permiten disfrutar de absoluta tranquilidad. Y quedan deseos de volver.

El Espectador, Bogotá, 7-VI-1997.

 

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Caminos de Boyacá

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Estas cuartillas intentan pintar, reconstruyendo una travesía caminera, ciertos matices de la Boyacá privilegiada de postrimerías del siglo XX, comarca que ha logrado mantenerse tranquila, con contadas excepciones, en medio del país perturbado por agudos conflictos públicos. Época nacional de profundas crisis sociales enmarcada en ríos de sangre y horizontes de pavura. La inseguridad carcome hoy la paz de los hogares y pretende borrar del alma y de los paisajes los semilleros de poesía y encanto que nos ha regalado la mano de Dios.

Ideal, como terapia, este escape de cuatro días por una de las comarcas más fascinantes de la geografía patria. Territorio abrupto y rústico en muchos de sus parajes, que se mantiene todavía incontaminado de falsas civilizaciones y por eso ofrece paraísos de sosiego y panoramas de ensoñación. Mientras en Bogotá y en la mayoría de las ciudades y provincias colombianas, lo mismo que en los campos azotados por la violencia, la patria se desangra en un mar de horrores, todavía, por fortuna, nos queda Boyacá.

Hoy los caminos de la paz conducen a mi  tierra. Y hacia ella vamos, lector amable. Puede que en algunos sectores sean senderos lentos y escarpados, estrechos y polvorientos, pero son, en cambio, apacibles y seguros, poéticos y sedantes. Invitan a la paz de la conciencia.

El territorio boyacense es reposado como la naturaleza que lo circunda. Allí no se ha atrevido a penetrar el perverso hombre contemporáneo que altera el reposo de otros lugares, tal vez porque le infunde respeto, o quizá confusión, la densidad de la tierra silenciosa. El  silencio no es bueno para la guerra. El fantasma de la violencia, que cabalga por Colombia y el mundo entero como un anticipo del Apocalipsis, si es que en realidad ya no estamos en el Apocalipsis, se ha detenido ante Boyacá.

Un acordeón hecho hombre

Carlos Eduardo Vargas Rubiano es un hombre de leyenda. Bueno como el pan de las mesas campesinas. Su fama de hombre recto, afable y sencillo le da vuelta a Colombia. El país sabe de su carácter jovial y descomplicado. Carlos Eduardo personifica al boyacense en su más pura expresión. Su personalidad está amasada de trigo y viento fresco. Se confunde con el paisaje y se vuelve canción.

Su acordeón es célebre en el país. En él revientan las primeras notas de las campiñas musicales, en territorio de torbellinos y guabinas, y declinan, con vibración de arreboles y letargos telúricos, las melancolías del atardecer. Nunca un acordeón se ha pegado tanto al alma de su amo. Nunca el hombre ha estado más cerca de la entraña de un acordeón.

Carlóse, como cariñosamente se le conoce y se le nombra, fue quien nos invitó a este viaje por la provincia lejana. Ocupaba el cargo de gobernador del departamento. Y la cita era en Soatá. Allí nos reuniríamos con una nómina selecta de colaboradores suyos, de académicos y otras personalidades.

Entre palmeras y poesía

Soatá es la capital de la provincia del Norte. Mi pueblo es célebre en el  país por sus exquisitos dátiles. Con ellos se han hecho famosas y hacen las delicias de los viajeros una serie de golosinas autóctonas: limones rellenos, toronjas en arequipe, besitos azucarados, masaticos de arroz… Soatá es un pueblo dulce. Se le conoce como la Ciudad del Dátil.

Es el único sitio de Colombia donde pegó la palma y fecundó su fruto. Por raro capricho de la naturaleza, sólo en las palmeras de mi pueblo coexisten flores masculinas y femeninas que, entrelazadas al igual que en el reino de los hombres, se atraen sexualmente y producen vida. El polen penetra en las flores femeninas y prolonga, a través de copiosas cosechas, la conservación de la especie.

Soatá está situada a menos de 300 kilómetros de Bogotá. Hoy se emplean seis horas en la travesía. Una carretera de nunca terminar, que lleva un siglo en plan de rectificación y pavimentación, ha reducido la distancia y ya promete, faltándole sólo 17 kilómetros para llegar a mi  pueblo, continuar su destino sufrido. El general Rafael Reyes la adelantó, siendo presidente de la República, hasta Santa Rosa de Viterbo, su cuna natal. Y allí pareció congelarse por infinitos años. Toda una eternidad para la paciencia de quienes recorren, de Bogotá a Cúcuta, estas latitudes resignadas.

La hacienda legendaria

Tipacoque está a trece kilómetros de Soatá. Es un pueblo dormido sobre su duro lecho de piedra. Se llega a él por entre compactas montañas que descubren el alma endurecida de la roca, como si ésta quisiera precipitarse sobre la carretera y cobrar la aventura del viaje por aquellos desfiladeros asombrosos.

La naturaleza petrificada, con sus imponentes crestas de arbustos carcomidos por los soles caniculares, parece el blasón del pueblo que Eduardo Caballero  Calderón, deseando hacerlo más suyo, lo proclamó un día como municipio independiente. Y lo gobernó como su primer alcalde.

Tipacoque es más un sueño que una realidad. La quietud de sus calles es alucinante. Algún vecino lo observa a uno desde el portón de su casa y no se sabe, en realidad, si aquella es una visión humana o fantasmal. Juan Rulfo nunca estuvo en Tipacoque. Pero ese hubiera sido el escenario exacto para su  Pedro Páramo.

Si usted, amable lector, ha soñado con estar en Comala, la villa mejicana de las almas errantes, vaya a Tipacoque. Le aseguro que hay momentos en que se ignora si se está hablando con seres vivos o con seres fantásticos. Y es que en Tipacoque o en Comala el tiempo está inmóvil. «Lo que pasa con estos muertos viejos es que en cuanto les llega la humedad comienzan a removerse. Y despiertan». Son esos, según Rulfo, los espíritus que vagan y vagarán por su comarca inerte. Tipacoque es también pueblo de sombras y de vapores oníricos. Es otra aldea inmóvil.

La hizo inmortal Caballero Calderón. Lo que uno encuentra por las calles son personajes de novela escapados de los libros del cronista del pueblo. Esta recóndita aldea, cuyos moradores viven ajenos a su propia importancia, es el mayor símbolo de la literatura colombiana. La tierra dura, pedregosa y sufrida, enmarca el dolor campesino tan bellamente cantado en las novelas del genio boyacense.

Cuando uno vuelve a Tipacoque, y lo hace con los ojos del espíritu, salen a recibirlo siervos sin tierra que merodean por las trochas como eternos peones de la comedia humana. Cuando uno vuelve a Tipacoque mirará asombrado cómo se mueven, huidizos y como pasajeros del cosmos, las escasas almas  que desfilan por las calles del silencio como hebras imantadas.

Con Carlos Eduardo llegamos a la hacienda legendaria. El perro nos ladró, y la  buena mujer y su solícito marido, los cuidanderos irremplazables, nos dieron la bienvenida. El ilustre escritor, ausente en Bogotá, llena con su presencia de libros y vestigios múltiples la augusta soledad de la mansión. En el corredor grande se recuerda que el gobierno del doctor Carlos Lleras Restrepo la declaró monumento nacional.

La hacienda, que fue convento de los frailes dominicos, pasó a manos de los Caballero en el año de 1580. La vieja casona, cuya conservación demanda considerable esfuerzo económico, parece un castillo feudal. La hacienda fue repartiéndose entre los trabajadores y hoy sólo conserva, como un trofeo o como un baluarte de la historia, este reducto del corazón y de la inteligencia. Por los corredores y los salones han pasado siglos de historia patria. La casona huele a tradición, a literatura. Bolívar dejó en ella su rastro de caminante pertinaz.

A orillas del Chicamocha

La caravana partió con rumbo a Güicán. Nos detuvimos en Puente Pinzón, a corta distancia de Soatá, una de las referencias imprescindibles de mi pueblo.  El río Chicamocha, escondido en profundidades medrosas, gime sus pesares entre aguas turbulentas. Parece escarbar en las entrañas de la tierra en busca de mayores abismos. Murmura, incontenible, su esclavitud milenaria. Alguna chicharra, que salta por entre piedras y cactos, no se concede tregua en su andar nervioso y pide con sus silbos un minuto de sosiego.

El sol cae vertical, como una saeta en el vacío. Rebaños de cabras, hechas a los rigores de las estériles laderas, buscan afanosas su merienda de espinas y romeros, en composición mágica de durezas y estímulos aromáticos. Y se tiran, con el estómago colmado, en plena carretera, ajenas a la proximidad de nuestro vehículo. Ignoran, las pobres, que engordando sus carnes servirán de suculento festín para los apetitos voraces.

En la plaza de Güicán

De Soatá a Güicán gastamos tres horas. No llevamos prisa, y tampoco la carretera, vía angosta que serpentea en el ascenso con fatigas de páramo, facilita la velocidad. Hay sitios tan estrechos que no permiten pasar a otro vehículo.

Estos pueblitos montañeros que contemplamos engalanados y pintorescos, con sus policromías de iglesias pesarosas y sus plazas somnolientas, simulan un pesebre pegado a la cordillera. Es preciso hacer continuas paradas para  contemplar los farallones tocados de nieve y lejanía. Un día luminoso, que parece alejar la cercanía de la nieve, irradia fulgor y placidez sobre los riscos soberbios. Estos contrastes de sol y páramo, alturas y precipicios, majestad y pequeñez, alborotan el ánimo.

Boavita, La Uvita, San Mateo, El Cocuy, Guacamayas, El Espino, Panqueba y Güicán nos salen al encuentro. En los alrededores, Chita, Chiscas y La Salina miran el avance de la caravana. La Sierra Nevada es uno de los espectáculos más seductores de la geografía colombiana. Su manto de nieves perpetuas flota en el infinito entre ráfagas deslumbrantes. Los rayos del sol perforan el alma de las nubes y hacen resplandecer los peñascos más elevados, que se pierden en lontananza y sugieren una hilera interminable de atalayas marciales.

En la plaza de Güicán, frente al Peñón de los Muertos, se escucha la voz vibrante de los oradores. Sus palabras se repliegan por los contornos con ecos patrióticos. El poeta Pedro Medina Avendaño invoca a la Morenita de Güicán, la legendaria imagen de la Virgen cuya presencia entre los tunebos se remonta a más de dos siglos, y cuyo color, según la leyenda, obedeció a ser alumbrada con cera de laurel y trementina de frailejón.

El historiador Gabriel Camargo Pérez exalta el acto heroico de los aborígenes, que prefirieron suicidarse en alianza colectiva, tirándose al vacío desde lo que hoy se conoce como el Peñón de los Muertos –o el Peñón de la Gloria–,  antes que entregarse a los españoles. Esta epopeya parece diluirse entre los abismos del nevado.

Un hada en el camino

Con Astrid, mi esposa, he recorrido muchos caminos. Sin ella sería menor el conocimiento de la geografía colombiana. Gozamos de los paisajes, de las emociones del campo, de la simplicidad de la provincia. Nos gusta fugarnos sin complicaciones por pueblos y veredas, más allá de los confines transitados por el común de la gente. Nos identificamos con el pequeño mundo maravilloso que se manifiesta en seres y objetos menudos, insignificante para otras personas, y que contiene ocultos embrujos.

Un viaje debe convertirse en experiencia enriquecedora, en oportunidad de fortalecer la visión del mundo y ampliar los límites del corazón. El alma, cuando está ligada con la naturaleza, conserva su capacidad de asombro y de poesía ante la belleza.

Saber mirar lo auténtico por encima de lo superficial; encontrar en la escondida provincia o en el camino perdido la seducción de la quimera; extasiarse ante la comarca desprovista de arrogancia y sembrada de candidez; nutrirse de paisajes, de ríos y alboradas; vibrar con la mañana que se incendia de luces tonificantes y reposar con la tarde que declina entre eclipses encantados y suspensos mágicos… he ahí el secreto para poseer los dones portentosos de la naturaleza.

Regreso con mi esposa de esta aventura caminera. Traemos el alma henchida de hálitos absorbentes. La vida se justifica para el hombre cuando está movida por un aliento femenino. No todos saben encontrar la inspiración de esa dulce complicidad para la alegría y el dolor que es la mujer.

La mía, que es el hada de todos mis caminos, se queda en esta crónica como una vaporosa deidad de la campiña boyacense, transplantada de su campiña santandereana. Y permanecerá aquí como una afirmación de la belleza, como un suspiro de mi viento boyacense.

Bogotá, 5 de mayo de 1993.

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La isla embrujada

miércoles, 14 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El encanto de Providencia, adonde se llega en 20 minutos desde San Andrés, co­mienza en el aeropuerto, bautizado El Embrujo. Yo nunca había visto un mar de tan bella policromía como el que se contempla desde la ventanilla de la avioneta cuando se aproxima el aterrizaje.

En esta mez­cla de colores entrelazados sobresa­le un azul profundo de tanta inten­sidad, que parece dibujada allí la bóveda celeste el día más luminoso de los cielos desconcer­tantes. Por algo se le conoce como el mar de los siete colores. Penetrar en Providencia bajo el augurio del número 7 (fórmula cabalística) es el mejor pasaporte para el placer.

Quien no haya conocido este paraíso supondrá que se trata de un territorio pequeño, pero la reali­dad es distinta: una carretera de 17 kilómetros, muy bien pavimentada, indica el tamaño de la isla. La fertilidad de las tierras y la abundancia de los arroyos de agua dulce representan un regalo de la naturaleza, que no es fácil encontrar en sitios similares. Y como si fuera poco, las elevaciones del terreno (algo inusitado en las islas) dieron lugar a la conformación de una represa que surte de agua potable a la población, lo que representa para el turista una bendición en medio de aquella vida primitiva.

El capitán de navío Julio César Reyes Canal, fundador de la Escue­la Naval de Cadetes, descubrió desde su retiro de la Armada el secreto de aquellos parajes. Visito al amigo en su propiedad King’s Camp, delicioso recinto turísti­co, y desde aquella meseta admiro el cuadro fascinante del mar que se repliega al borde del pueblo, formando una ensenada.

El capitán Reyes me muestra a distancia el Puente de los Enamo­rados, largo corredor de madera que avanza por el mar, con seduc­ción romántica, hasta la isla de Santa Catalina, y me recomienda que no deje de visitar la fortale­za, constituida por dos viejos caño­nes, que quedó como testimonio de los remotos conflictos bélicos por la posesión de la isla.

Cuando más tarde llego a Santa Catalina, me maravilla, como entu­siasta defensor de la ecología, encontrar en su entrada una valla que reza así: «Amigo, los manglares: 1º – Evitan la erosión de nuestras playas. 2° – Cuidan de pequeños peces, caracoles y langostas. 3º – Nos dan sombra. ¿No crees que es suficiente razón para cuidarlos y protegerlos?».

A poca distancia descubrimos un sencillo y acogedor restaurante en vía de inauguración, que su propietaria, Nona Escalona Martínez (de nacionalidad nicara­güense, pero residenciada en Co­lombia hace varios años), va a bautizar con el sugestivo nombre de Animea (palabra que traducida del hebreo, según comenta, significa Salud y Paz). Mientras saboreamos el apetitoso plato de rondón (comida típica de la isla) le decimos que este mensaje de Salud y Paz se lo enviamos a Nicaragua en momentos en que pretenden arreba­tarnos nuestro legítimo derecho sobre el archipiélago.

* * *

Todo en Providencia, incluyendo a Santa Catalina, es una fantasía. Allí se va a no hacer nada. Es el sitio ideal para el descanso y la contem­plación. La belleza de sus playas (Cayo Cangrejo, Manza­nillo, Suroeste, otras menores), cuyas aguas transparentes dejan ver los fondos del mar sembrados de corales y peces infinitos, certifi­can el embrujo que se leyó en el aeropuerto. A esto se suma la calidez de los nativos, seres senci­llos y amables que parecen conju­gar la simplicidad de la vida agres­te.

Entre los moradores, sea cualquiera su condición social, pre­valece el trato igualitario. Allí se vive la verdadera democracia, y esto se corrobora con la coexistencia de varias religiones por igual desarro­lladas: católica, bautista, adventis­ta. Nona, la nicaragüense, nos de­cía con excelente fundamento que Dios hay uno solo y cada cual lo encuentra a su gusto: lo importante es hacer el bien.

La temporada familiar se hizo más plácida –e inolvidable– en las confortables cabañas Agua Dulce, de los esposos quindianos Carlos Alberto Ángel y Consuelo. Verda­dero remanso de paz y hospitalidad.

El Espectador, Bogotá, 4-IX-1993.

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La isla del tesoro

miércoles, 14 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El único sitio de Colombia donde los taxistas ceden el paso a los peatones es la isla de San Andrés. Si alguien sabe de otro, que lo señale. Así crecería el estrecho catálogo del civismo, un artículo en extinción. Si se trata de Bogotá, los taxistas, que por su des­potismo y brutalidad se han converti­do en enemigos públicos, atentan a todo momento contra la vida de los pobres transeúntes que no saben cómo ganar la acera en medio de los atrope­llos sin cuento de la urbe endemonia­da.

En San Andrés, salido yo de mi infierno capitalino, quedé desconcer­tado con el dato que comento. Al principio, supuse que se trataba de una explicable lisonja para la hermo­sa caminante que buscaba atravesar la vía. Más tarde, otro taxista hacía lo mismo con un abuelo despistado. Y luego me tocó el turno a mí, que no puedo seducir a nadie con mis atribu­tos físicos, y que tampoco, para consuelo de los míos, que me acompa­ñaban en la travesía, he llegado a la condición de vejete atontado.

Otra virtud sobresaliente en la isla, que un amigo se niega a creerla por haber tenido años atrás la experien­cia contraria, es la del aseo. Algo extraño ha sucedido allí en los últi­mos tres años. No sé si la cara limpia que presenta hoy San Andrés, y que hace juego con el espectáculo de sus vitrinas esplendorosas y sus locales remozados, se deba a alguna hechice­ría de su gobernador, el brujo Simón González. De todas maneras, en el ambiente flota una sensación de tersu­ra, de orden, de conciencia cívica. En cualquier forma, a San Andrés es mejor ir en época de temporada baja, cuando el comercio se halla en reposo y los turistas pueden circular sin asfixias por playas y calles, entre las venias de los taxistas.

Y ya que hablamos de brujerías, voy a lanzarle un reto a Simón el Mago. Las deficiencias del agua y la luz han sido los problemas mayo­res que han tenido que soportar, desde tiempos inmemoriales, nativos y turistas. Dejemos el agua salada para el mar y confiemos en que algún día circule el agua dulce por los grifos del acueducto. ¿Será posible esta transformación, ilustre gobernador, para antes de concluir su mandato?

Ojalá usted, en llave perfecta con el alcalde local, influya con sus poderes mágicos para que el agua potable y la luz sin titubeos alegren el alma de los sanandresanos. ¿Y qué decir del ae­ropuerto? Es un lunar en mitad del paraíso. Un elefante blanco que nadie ha logrado concluir y que reclama mayor acción para que la obra cumpla al fin su objetivo de aeropuerto internacional.

El archipiélago de San Andrés y Providencia, descubierto en 1629, fue centro de piratas (con el señuelo de las riquezas y las aventuras marítimas) peleado por españoles, ingleses, holandeses y franceses. Esto provocó una ocupación militar por espacio de 36 años. En 1793, en virtud del Tratado de Versalles, Ingla­terra reconoció a España la soberanía sobre el archipiélago. En 1853 se abolió la esclavitud. Y cien años después, ya como posesión colom­biana, se constituyó como puerto libre.

* * *

Henry Morgan, un filibustero in­glés que durante largo tiempo se dedicó a atacar las colonias españo­las en las Antillas, saqueando las ciudades de Maracaibo y Panamá y la costa de Nicaragua, eligió a San Andrés como base de sus aventuras y allí, según la leyenda, escondió su famoso tesoro. Esta fortuna parece que vibrara bajo el mar en Hoyo Soplador, o Cueva Morgan. Johny Cay, la isla sensual donde algunas gringas extraviadas, y también co­lombianas, van en persecución de los negros en grotesco espectáculo, constituye otro sitio digno de admi­rar. La música reggae, con su lúbrico tono africano, invade el ambiente bajo las contorsiones de los poblado­res que invitan a la liviandad, disfru­tando de paso de los billetes viajeros.

Ahora que Nicaragua busca apo­derarse de lo que no es suyo, en pretensión tan equívoca como so­berbia, en nuestra isla mayor se siente más la soberanía colombiana. Sus fascinantes paisajes, su crecien­te industria hotelera y la amabilidad de sus gentes hacen más grato y emocionante este encuentro con la patria en aguas de piraterías y teso­ros sin fondo, un recuerdo muy nuestro al cual no podemos renun­ciar.

El Espectador, Bogotá, 27-VIII-1993.

 

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En las selvas del Putumayo

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

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Cuando el avión de Satena se halla próximo a aterrizar en Puerto Leguízamo –la pequeña población que recuerda el conflicto con el Perú en los años 30– me vienen a la memoria mis ya lejanas aventuras en la selva. Por extraño designio, en 1958 fui a dar a aquel paraje perdido en lo más profundo de la Amazonia, donde permanecí, como funcionario del Banco Popular, por espacio de un año. Allí conocí al médico legendario Tulio Bayer, que dirigía por aquella época –desterrado de Manizales por sus iniciales ímpetus revolucionarios, después de haber sido secretario de Salud Pública del municipio– el Centro de Salud del puerto, entonces un caserío miserable que recuerdo como una calle larga cubierta de barro a toda hora.

Y sobre esa calle llovía todos los días. El barro y el agua son las imágenes más nítidas que conservo de Puerto Leguízamo. Para hacer posible la existencia en el poblado era preciso, en primer lugar, poseer alma poética y fibra de quijote,  como Bayer y yo las teníamos; y luego vivir provistos de botas pantaneras para atravesar los lodazales formados por aquel diluvio eterno. Me parece ver a Bayer, con sus dos metros de estatura y su rostro de cera, recorrer todos los días, como un gigante fantasmagórico, la distancia entre la Base Naval, donde residíamos como huéspedes privilegiados, y su sitio de trabajo.

Tulio Bayer se había escondido en la selva huyendo de la civilización. Cuando se sintió acorralado por los poderosos, solicitó en el Ministerio un puesto de médico rural en el sitio más remoto y más olvidado, y se marchó a Puerto Leguízamo. Pasaba por un ser misterioso y excéntrico, tal vez un personaje extraído de alguna novela de aventuras, y nadie llegó a sospe­char que allí se escondía el científico graduado en la Universidad de Har­vard.

Usaba en sus excursiones de pesca y cacería las flechas envenenadas de los indios, y a los nativos les curaba las enfermedades con las drogas mágicas que ellos suponían extraídas de las propias plantas medicinales de la selva (el yagé, el chuchuguasi, la balata, el ambil, la corteza de palo coral…) Bayer y yo nos entendimos a las mil maravillas, unidos por el misterio de la selva y por la afinidad –todavía sin descubrirse– de nuestro futuro de escritores. El médico comenzó a escribir allí su novela Carretera al mar, que años más tarde por poco se lleva al cine mejicano.

Ahora, mientras el avión toma la pista, siento un cimbronazo en el alma. Estoy emocionado con mi vuelta a la selva mítica. El viejo aeropuerto que conocí, tal vez el más peligroso del país, que se deslizaba por una malla de acero para sostenerse sobre las raíces de la densa vegetación, ya desapareció. Hoy existe un campo moderno, construido en 1988, al que la Armada le presta mantenimiento. En mis tiempos sólo había dos vuelos semanales de Avianca. Hoy viajan las empresas Aire y Satena (con excepción de lunes y viernes).

Ahora las calles están pavimentadas y el pueblo muestra diferentes signos de progreso. Ya se borraron los lodazales intransitables para dejar atrás el caserío de antaño. Regreso a comparar la época vieja con la actual. A medida que vuelva a pisar el barro que abandoné hace 34 años, surgirán en estas crónicas distintos perfiles sobre una frontera exótica y encantada que deben conocer los colombianos.

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La vida de Puerto Leguízamo gira alrededor de la Base Naval. Sin ella seria un pueblo muerto. Del estrecho caserío que conocí hace 34 años, conformado por una población insignificante, al municipio actual de 17.000 almas, hay una diferencia enorme. Al recorrer el pueblo, hallo construcciones modernas, almacenes, droguerías, salones de belleza, panaderías, muchos bares (signo inequívoco de los puertos), pensio­nes, iglesia amplia y cura abierto, adecuada plaza de mercado…

Me sorprende la tasa estudiantil: cerca de 2.000 alumnos matriculados en cuatro establecimientos, uno de ellos excelente –con 800 alumnos–, dirigido por hermanas de la Presentación. Todo esto es progreso.

La jurisdicción de la Fuerza Naval del Sur, cuya sede es Puerto Leguízamo, abarca un territorio de 34.000 kilómetros. Su objetivo, según me lo indican el comandante de la Fuerza y el jefe del Estado Mayor, capitanes de navío Luis Guillermo Zabala y Jorge Alberto Páez, es mantener el control y la seguridad en los ríos navegables de la vertiente del Amazonas, contribuir al desarrollo regional y garantizar la soberanía nacional en las fronteras. La presencia en los ríos se cumple con buques tipo cañonero, lanzas patrulleras y remolcadores. En el astillero naval se reparan unidades fluviales, particulares o militares, hasta de 300 toneladas.

La Base Naval, donde trabajan más de 200 civiles, representa la principal fuente de empleo. Muchos pensionados se quedan a vivir en el pueblo y allí montan sus propios negocios. En una u otra forma, todos en Puerto Leguízamo son hijos agradecidos de la Armada. Así me lo comentan diferentes perso­nas con quienes converso durante mi estadía.

Pregunto por el hospital flotante de mi época, que funcionaba en un buque maltrecho que perteneció a la oligarquía cauchera. Hasta re­cuerdo su nombre: Jamary. Murió de viejo y lo remplazó un joven hospital. En el perímetro urbano –o sea, por fuera de la Base, donde se hallaba encallado el Jamary– está construido el nuevo hospital, consi­derado la obra de mayor contenido social, como lo aprecio en la visita efectuada a su sede.

Su director, el médico de la Armada Fabio Carmona, me revela datos interesantes. En primer lugar, el del presupuesto, que es de 400 millones al año, asumido por partes iguales entre el Ministerio de Salud y la Armada. La consulta médica y la droga son gratuitas para los indígenas, y a la población civil se le cobran precios reducidos. Los servicios son fundamentales: medicina general y preventiva, cirugía, rayos X, odontología, laborato­rio, farmacia, maternidad, urgen­cias. Además, hay organizados numerosos puestos de salud a lo largo de los ríos.

A 25 kilómetros queda el corregi­miento de La Tagua, donde está acantonada una base militar del Ejército. Sobre esta carretera Tulio Bayer expresó lo siguiente en 1958, en su libro Carta abierta a un analfabeto político: «Conocí la carre­tera Puerto Leguízamo-La Tagua, sobre un resbaladizo barro amari­llo, carretera que no está hecha, pero que ha costado hasta ahora un millón de pesos por kilómetro». Hoy la carretera se halla pavimentada por completo, y la obra la adelantó personal de la Armada y del Bata­llón de Ingenieros Codazzi.

La selva húmeda que en lejanas aventuras fantásticas transitamos Tulio Bayer y yo, expuestos a las mordeduras de la coral, la pelo de gato, la veinticuatro, la podridora, la matiguaja –y tantas otras culebras que no recuerdo ni deseo volver a torear–, tiene hoy otro semblante. Me gustaría contárselo a Tulio Bayer, el gran crítico social, con quien compartí una íntima amistad en el barro amazónico. Más tarde escogió él los caminos de la revolución. Me gustaría, repito, contarle la realidad actual. Pero Bayer murió en París, con aguacero, hace 10 años.

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La alcaldesa de Puerto Leguízamo, Berenice Rojas, y el asesor de la Alcaldía, Jaime Ramiro Ordóñez, me comentan que la planta de tratamiento de agua y el alcantarillado constituyen las mayores ne­cesidades públicas, cuyo costo es de $800 millones, que el municipio se propone acometer en breve plazo. Entre la Armada y la Alcaldía se mantienen excelentes relaciones, que se traducen en diversas obras socia­les. El pueblo cuenta con televisión y oficina de Telecom, y aspira a que el servicio de la parabólica que funciona en la Base Naval, donde se reciben los dos canales nacionales y ocho extran­jeros, se extienda a la población civil.

La pista del aeropuerto, que en el pasado sufrió algunos deterioros por el peso de los aviones Hércules, hoy se encuentra en buenas condiciones gene­rales y va a ser mejorada. El día de mi regreso a Bogotá, el aterrizaje de cuatro aviones –el Hércules, el de Aires, uno de la Policía y otro de Líneas Aéreas Suramericanas, cargado de pescado– pone de presente, como si se tratara de un aeropuerto internacional, una eviden­te transformación.

En mis tiempos la comunicación con el resto del país era tortuosa. Por eso, al sitio lo apodábamos Puerto Lejísimo. Cuando alguien se marchaba, sus amigos, dándose de guapos y con cariñoso tono de reproche, le gritaban a voz en cuello en el momento de subir por la escalerilla del avión: ¡Corrido…! Este mismo grito, que en el fondo era una despedida sentimental de la selva, más tarde lo escucharíamos los valientes que también emigrábamos hacia otros horizontes.

El recibo de la correspondencia era espectacular en razón de la ansiedad que se acumulaba por el escaso transporte aéreo. Martiniano Gonzá­lez, jefe de Avianca, recogía la tula en el aeropuerto y todo el pueblo lo seguía hasta la oficina postal. Como un mago siona, carijona o huitoto (los primeros pobladores del Putumayo), Martiniano pregonaba los nombres de los privilegiados, y de cualquier sitio de la multitud salía esta voz emocionada: ¡Pásela…! Y la carta, de mano en mano, llegaba hasta el afortunado destinatario. No recibir correo correspondía a un sig­no de abandono e infelicidad.

Todo esto lo recuerdo ahora mien­tras recorro las calles actuales del pavimento y la civilización. Y me acuerdo, a bordo de una embarca­ción por las tranquilas y poéticas aguas del Caucayá, donde abundan los delfines rosados, de mis travesías con el médico y con oficiales de la Base Naval por aquellos ríos del silencio y la fascinación, en persecución de emociones fuertes, o sea, en pos del infierno verde, así llamado por el zumbido desesperante de los mosquitos bajo aquellos soles caniculares.

Me parece escuchar el rumor de la selva insondable cuando la profana el hombre. A mis oídos llega el eco de la cruel y sanguinaria Casa Arana, que en el pasado, víctima de la voracidad cauchera, protagonizó uno de los mayores oprobios de la historia colombiana; y en el presente me estremezco, durante los días de mi permanencia en el puerto, con la masacre salvaje –no de la selva, sino de las fieras humanas– de 26 humil­des policías, guardianes de la riqueza nacional, en los campos petroleros de Orito.

La parte final de estas crónicas viajeras se dedicará a recordar los nombres de los héroes del conflicto con el Perú en la década de los años 30. Esos héroes olvidados –entre ellos, cómo no, el buque Cartagena, autor de la toma de Güepí- merecen honores de la patria en estos momentos en que los apátridas buscan  destruir el alma de Colombia.

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Hace 60 años, el primero de sep­tiembre de 1932, se prende el polvorín de la guerra con el Perú. Aquel día las tropas peruanas se toman el puerto de Leticia, que se halla desguarnecido a pesar de los insistentes rumores que corren sobre la invasión. Las autoridades colom­bianas son depuestas de sus cargos. La acción extranjera busca, lesionan­do los legítimos derechos de Colom­bia, apoderarse del trapecio amazóni­co. El acto de agresión representa una afrenta para nuestro país ante el mundo entero.

En el Senado de la República, ese mismo día, se escucha de repente la voz ciclópea de Laureano Gómez, que clama luego de leer un mensaje que acaba de recibir: «¡Paz… paz… paz en el interior. Guerra… guerra… guerra en la frontera!».  Los dos países se lanzan a la contienda bélica en las aguas fronterizas. Las tropas perua­nas se fortifican en Güepí. Y las colombianas, en Puerto Leguízamo, así bautizado más tarde en homenaje al soldado Cándido Leguízamo, quien en acto heroico ofrenda su vida en defensa de la soberanía nacional.

El enfrentamiento armado sigue duran­te los años 1932 y 1933. A la postre, el conflicto jurídico es resuelto a favor de Colombia por el Tribunal de Gine­bra. En mayo de 1934 se firma el protocolo de Río de Janeiro que pone fin al litigio reconociendo los dere­chos colombianos.

En momento crucial, el buque Cartagena avanza por el Putu­mayo. El poderío naval se arrecia en cercanías de Güepí. El disparo de los proyectiles hace trepidar la tierra y estremecer la selva. Los fuegos de ambas partes son encarnizados. Los aviones colombianos siembran el des­concierto. Pero el contrincante no se rinde. Finalmente, el buque Cartage­na consigue la hazaña: la plaza fuerte de los peruanos queda derrotada. Allí se planta nuestro pabellón nacio­nal.

Hoy, el buque glorioso, invadido por la maleza, yace a orillas del río Putumayo dentro de las instalaciones de la Base Naval. El héroe olvidado merece ser trasladado, con los con­dignos honores, al museo naval de la ciudad de Cartagena.

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Muchos colombianos caen aba­tidos por las balas enemigas. Lo mismo sucede en las filas peruanas. Son los héroes anónimos de todas las guerras. La selva amazónica se tiñe otra vez de sangre, como a comienzos del siglo había ocurrido con el pavo­roso drama de los caucheros –en los sitios de La Chorrera y El Encanto–, que inspira a José Eustasio Rivera para escribir La vorágine. El novelista se basa en muchos testimonios histó­ricos, entre ellos, El libro rojo del Putumayo (Bogotá, 1913).

Tres colombianos se llenan de gloria en aquella batalla de ingrata recordación. Son los soldados Cán­dido Leguízamo, Juan Solarte Obando y José María Hernández. Leguí­zamo, herido de gravedad luego de eliminar a tres de sus atacantes, es trasladado a un hospital de Bogotá, donde fallece pocos días después. Solarte cubre con su cuerpo el cañón de una metralleta para evitar la muerte masiva de sus compañeros. Su cuerpo termina destrozado por la ráfaga incontenible. Hernández, a quien se tortura en busca de informa­ción, es fusilado en Iquitos ante una multitud delirante.

A la plataforma se le conduce con los ojos vendados, y se niega a sentarse porque desea recibir la muerte de pie. La descarga de la fusilería le abre el corazón. Todavía vivo, hace esfuerzos para rociar con su sangre la cara de sus verdugos. Y muere, lo mismo que sus otros com­pañeros sacrificados, con el grito fortalecedor de «¡viva Colombia!».

El Espectador, Bogotá, 1, 2, 8 y 10-XII-1992.

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Misiva:

Al terminar la serie de artículos sobre el Putumayo en el diario El Espectador, particularmente grato para mí presentarle un cordial saludo tanto de felicitación por lo acertado de sus comentarios, como de agradecimiento, por haber hecho conocer de tanta gente el alcance de las actividades de la Armada Nacional en estas apartadas regiones del sur de Colombia.

Es indudable que el conocimiento que muestra de esta región treinta años antes, y luego su presencia en una fecha reciente, le dan la autoridad suficiente para poder expresarse en la forma que lo hizo, distinto a como lo puede hacer una persona ajena a la región y que en dos o tres días, orientado por oscuros intereses o personajes, desdicen o mejor echan por el suelo la participación de una institución como lo es la Armada Nacional a lo largo de medio siglo en esta lejana pero bella selva colombiana.

Quiero también presentar en nombre del señor comandante de la Armada Nacional este saludo de agradecimiento, extensivo a las directivas del diario El Espectador, por este aporte que hace como buen colombiano, en un momento como este en que el país lo necesita, ya que antes de hacer críticas injustas e infundadas, que siembran inconformidad generando rencores y odio, debemos enfatizar las acciones positivas del Estado, conduciéndonos a un clima de paz y concordia, que tanto anhelamos. Luis Guillermo Zabala Correa, capitán de navío. Comando Fuerza Naval del Sur, Puerto Leguízamo. (Carta del Día, El Espectador, 30-XII-1992).

 

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