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Las grandes cortesanas (2)

jueves, 30 de enero de 2025 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La condesa Virginia de Castiglione (Florencia, 1837-París, 1899) fue una aristócrata italiana que se destacó por su fulgurante belleza. En el libro De ciertas damas, el presidente Carlos Lleras Restrepo dice que era “bella como una diosa, ansiosa de jugar un gran papel, segura de sus encantos”. Tuvo desempeño fundamental en la formación de Italia, labor que se hizo posible cuando fue la amante del emperador Napoleón III de Francia.    

Esa relación causó gran revuelo social, hasta el punto de convertirse en el plato del día, hecho que la llevó a la cima de la notoriedad. Su presencia en la vida parisiense no podía ser sino luminosa. A esto se sumaba su fiebre por la ostentación, traducida en el lujo, el arrebato y los caprichos, los cuales se le toleraban por ser quien era: una diva asombrosa.   

A los 17 años se casó con Francesco Verasis Asinari, conde de Castiglione, cuyo carácter frío y sobrio desentonaba con el de la condesa, que era extrovertido y propenso a la cólera y la aspereza. Su esposo, que le rendía perpleja adoración, la toleraba de buena manera. A medida que corría el tiempo, las diferencias de carácter provocaron la desarmonía conyugal. Virginia era feliz asistiendo a fiestas, bailes y reuniones diversas sin la compañía del pobre Francesco, que pasó a ser un marido de ficción.

Deshecho el matrimonio, llegaron para ella las aventuras eróticas sin freno ni recato. El apetito sexual era la respuesta lógica para una mujer ardiente que no necesitaba buscar la ocasión de pecar, ya que el placer surgía por todas partes. Alguien la llamó “la condesa de sexo del oro imperial”. Ella tenía como tesis que el amor lo es todo, por ser la esencia de la vida. Más allá de esa noción innegable, gozaba de los amores, “uno después de otro”, según lo anota Lleras Retrepo con tono picante y precisión histórica.

La condesa era un horno de pasión. Tuvo numerosos amantes, y las grandes figuras de la época luchaban por gozar de sus ardores, a sabiendas de que el turno era competido y la preferencia, fugaz. Asimismo, le llovían cuantiosas ofrendas en joyas, apartamentos e incluso palacios, que llegaron a formar una fortuna colosal, casi inmanejable. Francesco, a su vez, tenía sus propios devaneos, y lejos estaba de condenar la conducta de Virginia, si era la misma conducta de él mismo, aunque en menor grado. Ese era el aire que se respiraba en aquellos tiempos movidos por la impudicia, el descaro, el abuso del poder y la arrogancia del dinero.

Pero como la belleza se marchita, llegó el día en que la condesa se miró a la cara y encontró la fuga del vigor y del encanto. Ahora no despertaba deseo entre los hombres y ninguno de sus amantes tocaba en su puerta. Su piel estaba ajada y la decrepitud no podía ser más evidente. Ante esa aterradora realidad, para la cual nunca se había preparado, estaba sola, muy sola. La vida da, y también cobra. Carecía de fortuna, porque esta se había evaporado. Murió a los 62 años, en noviembre de 1899, víctima de un derrame cerebral. Fue enterrada en el cementerio del Père-Lachaise, el más grande de la ciudad y uno de los más famosos del mundo. Allí la fama de la condesa se esfumó en el olvido.

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El Quindiano, Armenia, 15-X-2024. Eje 21, Manizales, 16-X-2024. Nueva Crónica del Quindío, Armenia, 17-X-2024. Letras Hispanas por el Mundo, Alicante, España, noviembre/2024. 

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Las grandes cortesanas (1)

jueves, 30 de enero de 2025 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La fundación Simón y Lola Guberek publicó, en 1986, la obra titulada De ciertas damas, de Carlos Lleras Restrepo, la cual he releído con inmenso agrado 38 años después. ¡Cuán grato resulta volver sobre un libro que ha dejado huella! En aquellos días remotos, el país estaba habituado a los ardientes temas políticos que el presidente Lleras había tratado a lo largo de su vida pública.

De pronto apareció este maravilloso texto suyo que se aparta de esa línea, y nos hallamos con todo un señor escritor que ventila con donosura la vida arrebatada de grandes cortesanas de la historia, y lo hace con tono reposado, reflexivo, picante y sensual. Desentraña episodios escabrosos que tienen el lazo común de la fulgurante belleza femenina, el desenfreno sexual, el ansia de riquezas y poder, el sadismo y la tragedia.

Estos relatos sirven, además, para entender el momento público que caracterizaba a los países donde ocurrieron los hechos, y de paso pintan a los gobernantes y las figuras preclaras. El recorrido comienza con Mesalina (25 d.C – 48 d.C), tercera esposa del emperador romano Claudio, que se vuelve famosa por su enorme belleza y las infidelidades a su marido. Ella tuvo gran influjo en la política. Sobre el emperador, dice Lleras que era “de pobre aspecto físico pero dotado de realismo y buen sentido, y bien dispuesto para los placeres de la vida”.

Mesalina fue emperatriz a los 16 años, y Claudio era 30 años mayor que ella. Con el correr del tiempo tuvo numerosos amantes. ¿Cuántos? Imposible saberlo, pero lo que no se ignora es que vivía insatisfecha en el campo sexual, aunque buscaba a los hombres en forma continua e insaciable. Una máquina del sexo. Claudio, que se hacía el de la vista gorda, también tenía sus propias aventuras. La cortesana no era feliz. A la postre, y burlándose de su esposo, organizó matrimonio con el amante de turno, y no queda claro si el emperador le concedió el divorcio. Murió decapitada. Tenía 23 años.

Lucrecia Borgia era hija del poderoso Rodrigo Borgia, futuro papa Alejandro VI. La dinastía Borgia encarnó, en su máxima expresión, el maquiavelismo y la podredumbre sexual de los papados renacentistas. En aquel tiempo, hijos de cardenales había por todas partes. Hasta tal grado llegó la depravación, que, según se dice, Lucrecia quedó embarazada por su propio hermano César. Qué bien dados estos epítetos que le endilga Lleras: “espléndida, misteriosa y terrible”. Fue la mujer de importantes hombres de la época. En junio de 1519,  hace 5 siglos, concibió a su octavo hijo, que murió en el parto. Ella falleció 10 días después de fiebre puerperal, a los 39 años. La gente de Ferrara, donde fue enterrada, la llamaba “la madre del pueblo”.

Beatriz Cenci (1577–1599) pasó a la historia como la autora de un parricidio. Era hija de un aristócrata italiano de carácter violento e inmoral, que violó a su hija Beatriz, la torturó y le causó los mayores oprobios morales. Estas vejaciones la llevaron a planear el asesinato de su padre, como en efecto sucedió, lo cual dio lugar para que el tribunal eclesiástico, en el papado de Clemente VIII, la condenara a morir decapitada junto con sus cómplices. Este hecho espeluznante tuvo lugar en septiembre de 1599. Beatriz tenía 22 años.

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¿Por qué lo mataron?

lunes, 7 de octubre de 2013 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

¿Por qué mataron a Álvaro Gómez Hurtado? Es la pregunta que formula su hermano Enrique en el libro que publica al conmemorarse los quince años del magnicidio, ocurrido el 2 de noviembre de 1995, cuando unos sicarios lo acribillaron mientras salía de dictar su clase en la Universidad Sergio Arboleda.

Es la misma pregunta que se hace el país frente a este crimen político que permanece impune en la historia nacional, comparable a los de Gaitán y Galán: los tres iban camino de la presidencia de la República y fueron eliminados por oscuros criminales en el momento cenital de sus carreras. Estos y otros sucesos similares se han perpetrado para crear caos y desestabilizar la democracia, y con ellos se ha buscado acallar la voz de los líderes de mayor arraigo popular.

En el caso de Álvaro Gómez Hurtado, se trataba del dirigente más notable y más aguerrido de la oposición contra el gobierno de Ernesto Samper, cuya imagen se había deteriorado, de manera drástica, por lo que era de dominio público –y sigue siéndolo–: el ingreso a su campaña presidencial de dineros del narcotráfico. El proceso 8.000, a pesar de la absolución política que obtuvo el mandatario, se volvió figura histórica que siempre perseguirá a Samper y no lo liberará de culpa. El veredicto del pueblo, en muchos casos manejados por la política, es superior al de los tribunales o los cuerpos legislativos.

Aquella célebre frase de Samper: “De comprobarse cualquier infiltración de dineros (provenientes del narcotráfico) se habría producido a mis espaldas”, no convenció a nadie. El cardenal Pedro Rubiano ofreció el símil perfecto para esa situación salida de lógica: es como si un elefante se mete a la casa y uno no se entera.

Gómez Hurtado, que en los inicios del gobierno de Samper expresó su voz de apoyo a los programas en ejecución, cambió de actitud cuando aparecieron los graves lunares, de tipo ético y moral, que echaban a perder todo lo bueno que pudiera existir. Y pasó a la oposición seria, responsable y vigorosa, que se dejaba sentir, como eco del clamor popular, desde las columnas editoriales de su periódico y desde el Noticiero 24 Horas que él dirigía.

Manifestaba el líder conservador que la continuación de ese gobierno afectado por la corrupción representaba una deshonra para la dignidad de la República, y por lo tanto la solución estaba en la renuncia al cargo. En eso alcanzó a pensar el Presidente, pero luego cambió de parecer. Y se sintió una fuerza de intimidación contra el líder nacional de la oposición, a quien llegó a calificarse de conspirador en asocio de militares y otros sectores de la ciudadanía. Esta acción no ha podido ser demostrada.

El 30 de octubre de 1995, Gómez Hurtado dijo en su Noticiero 24 Horas: “El Presidente no se va a caer, pero tampoco se puede quedar”. Al día siguiente, el editorial de El Nuevo Siglo reprodujo la misma declaración. Dos días después, el caudillo fue asesinado a la salida de la Universidad Sergio Arboleda. Ahora, su hermano Enrique recoge en su libro el itinerario tortuoso que duerme en 150.000 folios del expediente, sin que se vea el propósito de descubrir la realidad de los hechos. Este espinoso camino de la impunidad está sembrado, como otros procesos similares de la violencia colombiana, por desviaciones de la investigación, falsos testigos, mentiras, contradicciones, encubrimientos, falsas acusaciones…

¿Por qué lo mataron? El autor de la obra, que no quiere irse del mundo sin dejar constancia de su perplejidad ante la justicia del país, aspira a que su  pregunta no continúe en el vacío y se conozca al fin la verdad.

El Espectador, Bogotá, 16-II-2012.
Eje 21, Manizales, 16-II-2012.
La Crónica del Quindío, Armenia, 18-II-2012.

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Comentarios:

Todo sigue tapado. Como decía Laureano Gómez: «Tapen, tapen, tapen»…, con sus frases fustigantes acerca de todas las ollas podridas que descubría en el Congreso. Y el tiempo sigue pasando, y todo lo mismo y todo igual o peor. Ironías y tristezas de nuestra querida tierra y política colombianas. Luis Quijano, Houston (USA).

Muy  interesante y precisa visión sobre este doloroso acontecimiento de nuestra vida nacional. Repito la frase que  decía  mi profesor de Historia del Arte, Francisco Gil Tovar: “El día del Juicio, de los niños y de los libros sabremos los autores”. Marta Nalús Feres, Bogotá.

Impecable artículo. Siempre en busca de la verdad y la conciencia de Colombia. Gloria Chávez Vásquez, Nueva York.

Muchas cosas sentí al leer esta columna. Muchas cosas recordé de mi caminar en los medios de comunicación en Colombia. Entre ellas, las amenazas de muerte por algunos denuncios que como periodista y patriota me vi obligada a hacer. Yo podría atreverme a decir que a uno en Colombia lo matan por decir la verdad; lo matan por preguntar, lo matan por defender a inocentes; lo matan por lo que sea. Porque en Colombia se cumple lo de la canción mejicana: La vida no vale nada. Colombia Páez, periodista colombiana residente en Miami.

Mi Día del Periodista

lunes, 7 de octubre de 2013 Comments off

Gustavo Páez Escobar

En octubre de 1977, cuando trabajaba como gerente de banco en Armenia y además era columnista de El Espectador y La Patria de Manizales, me escribía doña Marlén Bruce de Benito, por encargo de don Guillermo Cano, una carta donde me indicaba los trámites que debía cumplir a fin de obtener la tarjeta de periodista, para lo que debía acreditar, de acuerdo con la ley 51 de 1975, varios años de ejercicio en la prensa.

Llené la documentación, y no volví a preguntar qué había sucedido con la tarjeta. Lo lógico era pensar que si el director de El Espectador había solicitado el documento oficial de acuerdo con las reglas fijadas, este me sería otorgado. La verdad sea dicha, nunca tuve necesidad de la tarjeta. Con ella o sin ella –y sin haber estudiado la profesión en ninguna universidad–, siempre me he creído periodista. Bueno o malo, pero periodista. Periodista y escritor.

Alguna vez me acordé del esquivo título, sobre el que no volví a recibir noticia alguna, y supuse que este no había alcanzado para mí. Nunca pensé que era yo quien debía reclamarlo. Y así pasaron largos años. Ya radicado en Bogotá, en mayo de 1994 me surgió de pronto la curiosidad por averiguar qué había sucedido con el trámite que a buen seguro había adelantado doña Marlén, la secretaria de la Dirección de El Espectador.

Dando vueltas por aquí y por allá, al fin localicé en el Ministerio de Educación el bendito documento. Este había sido autorizado en agosto de 1978. Es decir, llevaba 16 años de expedido, sin que el beneficiario lo supiera. En silencio me gradué entonces de periodista, ya con la tarjeta en mi poder y  bien guardada, para cuya reposición (dado que en el ministerio no apareció el original) tuve que adelantar nuevos trámites para rescatar mi glorioso título. Ya era periodista. ¡Periodista profesional!

Como una paradoja, años más tarde la Corte Constitucional dejó sin vigencia el Estatuto Profesional del Periodista. Es decir, ya no era válido –ni lo es hoy– el título dispuesto por la ley 51 de 1975. De esta manera, mi tarjeta de periodista perdió vigencia sin que yo nunca la hubiera utilizado. Se me convirtió, eso sí, en un bello recuerdo. En una anécdota. Y se regresó a lo obvio, a lo que siempre había regido esta materia: la capacidad del periodista no la da el título universitario ni el documento oficial. Es algo intrínseco que nace de la vocación y la formación individual de la persona. Y está ligada a la libertad de expresión.

Hoy, otro Día del Periodista, yo lo festejo a mi manera. Lo celebro haciendo una evocación de don Guillermo Cano, que creyó en mi idoneidad para el bello oficio. Con las 1.800 columnas escritas en los 41 años de ejercicio periodístico, ya pasé la prueba. Y fui periodista desde el primer artículo, escrito en 1971, porque el destino y la vocación ya estaban marcados.

En 1994, al rescatar mi tarjeta refundida en los vericuetos del Ministerio de Educación, yo le manifestaba lo siguiente (y lo ratifico ahora) a doña Ana María Busquets de Cano, la viuda de don Guillermo: “Si don Guillermo estuviera vivo, le brindaría la tarjeta. Corrijo: se la brindo hoy con cariño, ya que él fue su gestor. Y sobre todo, mi patrocinador, que me abrió las puertas del periódico y me animó a escribir”.

El Espectador, Bogotá, 9-II-2012.
Eje 21, Manizales, 10-II-2012.
La Crónica del Quindío, Armenia, 11-II-2012.

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Comentarios:

Su columna deja ver la honestidad y lealtad hacia quien lo ayudó a ser un periodista de clase. Muy sentido su mensaje y una lección para muchos que jamás se le miden a hacer lo que quieren. Amparo E. López, Nueva York.

Mis congratulaciones, y  más que merecidas porque, haciendo eco de tu bella historia, tu profesión de periodista es innata, ubicándola en lo más alto del pedestal, con la independencia y pulcritud de quien hace honor y camino al andar en el ejercicio de la actividad.  Jaime Vásquez Restrepo, Medellín.

Traías la materia prima en la sangre y lo que se debía hacer era muy sencillo: escribir, escribir y «coger oficio» a través de  la autoexigencia, y lo  lograste con lujo no solo en el periodismo sino como escritor, narrador, cronista, biógrafo,  cuentista. El maestro don Guillermo Cano debió tener un ojo muy agudo para elegir, entre muchos, lo mejor. Es como la poesía: no se puede ir a la universidad para graduarse de poeta, pero sí se requiere «oficio», talento, mucha lectura y necesidad absoluta de  escribir. Inés Blanco, Bogotá.

Periodismo es más que tarjeta. Los grandes periodistas de este país no salieron de la universidad, se hicieron oliendo plomo, construyendo cuartillas y recorriendo país. Bueno es recordarlo.  valcas1234 (correo a La Crónica del Quindío).

Sí, uno es lo que es, en su esencia. Excelente la anécdota. Te felicito por tu carrera como periodista y como escritor. No es fácil, ni común, desempeñar ambas actividades con propiedad, calidad humana y eficiencia.  Hoy laboran en el periodismo hablado y escrito muchos diplomados faltos de una formación integral, de  ética, etc.  Elvira Lozano Torres, Tunja.

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Las cenizas de Calarcá, y otras cenizas

lunes, 7 de octubre de 2013 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En enero de 1977, cuando yo residía en Armenia, escribí en El Espectador el artículo titulado Ladrillos de cultura, en el que registraba la inauguración de la Casa de la Cultura de Calarcá, que tuvo su ejecución con auxilios nacionales conseguidos por la parlamentaria Lucelly García de Montoya, gobernadora del Quindío en aquellos días. Se trataba de una construcción gigante que se situaría entre las mejores casas de cultura del país.

En 1990, el poeta Javier Huérfano trasladó allí, desde la capital del país, los restos de Luis Vidales. Ambos poetas son oriundos de Calarcá. Huérfano, que se formó bajo la tutela de Vidales hasta coronar destacada carrera literaria, se encargó de preservar la memoria de su maestro con diferentes expresiones, como la creación de una biblioteca pública en el barrio bogotano donde residía el discípulo.

Luis Vidales, que con Suenan timbres (1926) revolucionó la poesía colombiana, expresó a sus hijos, poco tiempo antes de morir, el deseo de que sus restos fueran llevados a Calarcá. A la muerte de Huérfano en el 2010, sugerí que sus cenizas fueran también trasladadas a la misma casa cultural, para que reposaran al lado de las de su maestro. Se escribiría así una leyenda en el alma de la poesía calarqueña. Y recomendé que la urna cineraria se situara en sitio discreto para no convertir la entidad en un cementerio.

Un año después, el escritor Hugo Hernán Aparicio Reyes notó que había un movimiento de las cenizas, como si estas tuvieran pies. En efecto, se estaban reubicando las urnas. Y escribió en La Crónica del Quindío la columna titulada ¡Carajo, todo el mundo a descubrirse! (las mismas palabras pronunciadas por Luis Tejada en el Café Windsor de Bogotá al descubrir a Luis Vidales, el niño terrible –l’enfant terrible– de la generación de Los Nuevos, como el gran poeta que llegaría a ser).

La llegada de las cenizas de Lucelly García de Montoya, la fundadora de la Casa de la Cultura (que lleva su nombre), determinó una especie de orden jerárquico para los restos mortales allí situados, mediante el cual la política pasaba al primer puesto, y los poetas, al segundo. Dice la nota de Aparicio: “Las losas con sus nombres y algún verso quedaron de cara al muro donde solo prolijos visitantes podrían leerlas”.

La noticia voló hasta Suecia, donde reside el hijo del poeta, Carlos Vidales, profesor jubilado de la Universidad de Estocolmo, que ha manifestado lo siguiente: “Lo que me impresiona no es que quiten esos restos de ahí o que los pongan en un sitio de menor cuantía: no es la calidad del sitio lo que honra o deshonra unos restos mortales, son los restos mortales los que honran o deshonran, según el caso, los sitios donde reposan. Creo que los honores póstumos no enaltecen al muerto, sino engordan al vivo que los organiza y promueve”.

Y agrega: “Si se nos diera el privilegio de opinar al respecto, preferiríamos que sus cenizas (las de Vidales) se confundieran con la tierra calarqueña en lugar de estar prisioneras en una urna. Y, desde luego, no nos gustaría que se las utilizara para librar disputas por sitios de honor con las cenizas de otros muertos”.

El debate está formado, y de él se ha ocupado el espacio virtual NTC, de Cali. También ha terciado en el caso Carlos A. Villegas, exsecretario de Cultura del Quindío, hoy residente en Texas, que revive una idea de su autoría, para la que elaboró incluso el boceto: la construcción del Parque Nacional de los Poetas en tierra quindiana, proyecto que incluye museo de exposiciones sobre la literatura colombina, parque de los poetas muertos, en medio de gualandayes florecidos, sitios de lectura y escucha y escenarios para recitales y conciertos.

“Colombia sigue en deuda con Vidales –dice Villegas, también oriundo de Calarcá– y parece que la indolencia local no entiende la dimensión de este creador de cultura iberoamericana”.

Los sucesos aquí mencionados llevan a pensar en el poco sosiego que tienen los despojos de algunos personajes ilustres. Los mortales no los dejan descansar en paz. ¿Habrá algo más poético –ya que de poesía hablamos– que esparcir las cenizas en el aire o en el agua?

Me vienen a la memoria los siguientes casos. Tulio Bayer pidió a su esposa que sus huesos fueran arrojados por los Pirineos como acto supremo de libertad. Las cenizas de Manuel Zapata Olivella fueron tiradas al Sinú, el río tutelar de su tierra, a fin de que las aguas proletarias se encargaran de llevar sus restos hasta el África, de donde provienen sus orígenes. Juan Castillo Muñoz dispuso que sus cenizas se esparcieran por el Salto de Pómeca, en Moniquirá, hermosa cascada que tiene 17 metros y cae en un pozo cristalino donde se mezcla el esplendor del paisaje con el misterio de los símbolos indígenas de Boyacá.

El Espectador, Bogotá, 27-I-2012.
Eje 21, Manizales, 27-I-2012.
La Crónica del Quindío, 28-I y 4-II-2012.

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Comentarios:

Me ha sorprendido de forma muy grata la amable mención a la memoria de mi padre, Juan Castillo Muñoz, y a su deseo de ver esparcidas sus cenizas en el Salto del Pómeca, lo que hicimos. Gracias por el recuerdo, y por mantener vivo en las letras un ejemplo que nos guía Fabio Castillo.

Este excelente y dolido artículo me trajo a la mente aquella estrofita de mi poema Romance de mi salvación: Amada, cuando yo muera / no dejes que mis amigos / me oculten bajo la tierra. / Que hecho polvo a ti me entreguen / en una caja pequeña. / ¿Recuerdas el monte santo / donde te di el primer beso? / Allí, destapa la caja / y échame a los cuatro vientos. Jaime Hoyos, poeta, Bogotá.

Que cada cual se muera donde quiera y lo entierren donde quiera. Yo pediría poéticamente como Baudilio Montoya: Dame un árbol,  amada, cuando muera, que me acompañe en mi reposo eterno, un sauce fiel que se levante grave señalando la paz de mi silencio. Quiero verlo avanzar desde mi sombra, lo quiero contemplar desde mi sueño. Un día sus raíces blandamente hundiéndose en el suelo horadarán el cedro de mi caja, buscando las cenizas de mis huesos. Por su tronco, tatuado todo por los años, cicatrizado todo por el tiempo, ascenderá mi espíritu anheloso a contemplar la placidez del huerto. Mi savia en él será regalo tempranero que mecerá la vesperal caricia de la mano romántica del viento… (transcribo de memoria). Pero en la práctica: Después de muerto poco importa ya dónde queden los restos. Eso dejémoselo a los románticos que escriben poesía cuando todavía están vivos. Carlos A. Villegas, Texas.

Tercio a favor de esparcir las cenizas. No son sino los restos de la envoltura física. Creo que  nuestro verdadero ser permanece para siempre. Solo cambiamos de dimensión energética. Todo es vida, en permanente  transformación. Elvira Lozano Torres, Tunja.

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