Monólogo de la próstata
Por: Gustavo Páez Escobar
El hombre no me ha dado la importancia que tengo. Me ha visto como un órgano segundón, una especie de pariente pobre o tarado, de esos que existen en todas las familias, pero se esconden cuando llegan las visitas para evitar sonrojos. No le gusta pronunciar mi nombre en público, con timbre de orgullo, como lo hace, por ejemplo, con el corazón y los músculos, símbolos del amor y de la fuerza bruta. Sin embargo, a pesar de mi pequeñez y aparente insignificancia, soy el mayor resorte de su virilidad.
Sin mí, olvídese el hombre de sus torrentes lujuriosos, gracias a los cuales trae hijos al mundo. ¿Hijos del amor? Ojalá. Muchas veces son apenas hijos de la prisa o de la pasión animal. De todas maneras, Eros me ha confiado la secreta misión de impulsar los millones de espermatozoides que brotan en cada juego sensual, destinados a la creación de nuevos seres. Sin mí, hombre arrogante, no podrías prolongar tu sangre vanidosa.
La naturaleza me hizo pequeñita como una nuez de nogal y me asignó un sitio privilegiado para el cumplimiento de mi labor: debajo de la vejiga, en el piso de la pelvis y pegada a la uretra. Vivo en estrecha vecindad con tus partes pudendas. De ellas sí te vanaglorias, ¿verdad? Te entiendo, porque eres un macho consumado. ¿Por qué pudendas? ¿Acaso puede considerarse indigna o indecente la zona de la generación? Yo, en cambio, que desde mi escondite he presenciado tus atrevidos y a veces inconfesables lances de amor, miro tus ‘vergüenzas’ como las partes más nobles de tu condición humana.
Y pasa la vida… De pronto, adviertes cierta dificultad en la micción. No es que te duela nada, sino que la salida de la orina no es tan copiosa, tensa y triunfal como en otros días. El chorro no te funciona bien. Sientes que se queda algún residuo en la vejiga. Haces esfuerzos por eliminarlo, y nada. Cada vez aumentan más tus idas al baño, lo mismo en el día que en la noche e incluso en los momentos más inoportunos. Ahí te comienza la preocupación. La rasquiña, diría yo. Pero como eres terco, o cobarde, o superhombre, no vas al médico.
Pero algún día te decides, al fin, cuando oyes por enésima vez que las visitas al urólogo deben comenzar desde los cuarenta años (y tú ya pasaste hace buen tiempo por esa cifra). El médico te practica un tacto rectal y descubre, claro, que la próstata (es decir, yo, tu cómplice ignorada) se ha agrandado y endurecido más de lo normal. ¿Por el uso?, ¿por el abuso?, preguntas. No, te contesta el urólogo, con tono de compasión: por vieja. Y te da una serie de explicaciones que te causan terror. Por primera vez se te presenta, borroso y fatídico, el rostro del cáncer.
¡Cáncer de la próstata! Eso nunca lo habías considerado, e ignorabas que este cáncer crece con mucha lentitud, incluso durante decenios, y puede llegar un momento en que se vuelve agresivo y causa la muerte. En solo Estados Unidos fallecen cada año más de 50.000 hombres. Es la segunda causa de mortalidad en el mundo. Antes de que tú seas la próxima víctima, te sometes a la ciencia. Esto significa que con alguna periodicidad te realizan las pruebas de antígeno y los tactos rectales. Ahora eres un resignado prostático.
Pasado el tiempo, te hacen una biopsia, y al año siguiente otra, sin que se descubra la maldita alimaña. Pero tienes cáncer, según los indicios que revela tu próstata vieja y enferma (es decir, yo, tu amante secreta). ¡Estás sentado en un cáncer! Abres entonces los ojos a la realidad que nunca habías contemplado: “si mi próstata está vieja y enferma, yo también lo estoy”. Por primera vez te familiarizas conmigo y hasta me dices palabras dulces.
Descubierto el tumor maligno, surge la duda sobre el método más indicado para extirpar el mal: la radiación o la cirugía radical. El médico te explica que este último sistema ofrece riesgos severos, pero es el más aconsejable. Te menciona la incontinencia y la impotencia como posibilidades lejanas, y tú te erizas y hasta te sublevas: “No, no puede ser… ¡No me dejaré operar!”. Entonces el médico te pregunta si prefieres morir. Ante sentencia tan implacable, te decides por la prostatectomía radical. Así, me decretas la muerte, para que tú puedas vivir.
Para calmarte los nervios e inflarte el ego, el cirujano te habla de métodos confiables para curar la incontinencia urinaria, como los ejercicios de Kegel; y para recuperar la erección (tu órgano más preciado, héroe de mil batallas), te menciona una serie de procedimientos eficaces, entre ellos el viagra, el último grito de la ciencia. También te advierte que en algunos casos, que desde luego espera que no sea el tuyo, debe sacrificarse la virilidad a cambio de la supervivencia. Próximo a la operación, te dejo a solas con tus miedos, vanidades y esperanzas.
Más tarde llega el cirujano con su bisturí reluciente, listo al salvaje exterminio con que tú y la ciencia pagarán mi lealtad de toda una vida. Ojalá tu salvador tenga la pericia y el pulso necesarios para no causarte ningún destrozo irreparable. No quiero pensar qué sucederá contigo, muñequito erótico, si acaso no llegas a recuperar en toda su integridad lo que vas a exponer. En tal caso, ¿dejarás de ser tan macho como siempre lo has pregonado? Eso, supongo, se quedará en la intimidad de ti mismo. Tu ego es indestructible.
No quiero ni pensar qué será de ti si al cabo de los días no vuelven a inflarse tus penachos viriles. Mejor cierro los ojos desde ahora, antes de producirse el primer lancetazo. Ahora, queridos prostáticos de todos los tiempos, permítanme retirarme de esta escena tensionante, con dignidad y en sigilo. Voy a prepararme a morir para que tú vivas.
El Espectador, Bogotá, 28 de octubre de 2004.
La Píldora, Cali, No. 127, abril-mayo de 2005.