Un bandido legendario
Por: Gustavo Páez Escobar
Alguien podría pensar que la evocación que hace Eduardo Santa de un famoso bandido de su tierra tolimense en la década de 1930 a 1940, recogida en reciente libro de su autoría publicado por la Alcaldía de Líbano, representa una apología del delito. Pero no es así. Y no lo es por tratarse de un bandido humanitario que se robaba la plata de los ricos para repartirla entre los pobres. Caso similar al de Robin Hood, el también legendario bandido inglés que se convirtió en el pavor de los bosques y logró el carácter de héroe. Lejos de enaltecer la transgresión de la ley, lo que presenta Eduardo Santa, con la linterna del historiador, es la crónica fidedigna de hechos singulares que permanecen grabados en la memoria de los pueblos del Norte de Tolima.
Reinaldo Aguirre Palomo, el personaje, era un campesino nacido en la vereda de San Jerónimo, cerca de Mariquita, en 1912. Dotado de gran fortaleza para las faenas agrícolas, sobresalió como vaquero y domador de potros. Su apuesta estampa varonil, simpatía y buenos modales le hicieron ganar rápidas ventajas en el mundo de las mujeres, por quienes sentía fuerte atracción. Al paso de los días, sus conquistas femeninas en los bares y en los caminos de su tierra serían incontables.
Un día se incorporó como soldado en la guerra contra el Perú. Allí dominó el arte de las armas y ejecutó actos valerosos. Campesino avezado en las trochas de su comarca, se familiarizó pronto con las selvas inhóspitas del Putumayo. Y desertó de la vida militar cuando recibió un castigo inmerecido. Luego comenzó a vagar de escondite en escondite. Varias veces estuvo a punto de ser capturado, pero siempre se escapaba. Cuando se sintió acorralado, se dedicó al abigeato y al atraco en los caminos. Más tarde formó una cuadrilla y comenzó a asaltar fincas. El producto de las rapiñas lo repartía entre los pobres de la región.
Se convirtió en el terror de los caminos y en el azote de los finqueros. Poseía el don de la ubicuidad: estaba en todas partes y nadie lo veía. Era un fantasma que ninguna autoridad lograba aprehender. Aparecía y desaparecía como por arte de magia. Todos lo ocultaban, porque era el paño de lágrimas de todas las necesidades. De paso, seducía y enamoraba. Una noche se disfrazó de Carlos Gardel para seducir a una maestra rural. Las mujeres, por supuesto, soñaban con el Robin Hood criollo. Conforme aumentaba el bandidaje, crecía la leyenda. Por aquellos días comenzó a conocerse como el ‘Palomo Aguirre’, y así se quedó. Este apelativo sonaba a personaje misterioso, aéreo, conquistador.
Lo de aéreo tuvo aplicación cuando en acto de increíble audacia asaltó el cable aéreo de Mariquita a Manizales, que sostenido por cerca de 380 torres ejecutaba un recorrido de 72 kilómetros (el más largo del mundo), en medio de abismos espeluznantes. Allí se transportaba, entre otros objetos valiosos, el dinero para los bancos de Manizales, del que el ‘Palomo Aguirre’ se apropió varias veces para calmar penurias populares. En un asalto a Armero se llevó toda la plata del banco. Resulta fácil entender, entonces, por qué las gentes favorecidas con su apoyo construyeron, como lo anota Santa, “una interesante y hermosa leyenda de hombre valiente, temerario y generoso”. Lo consideraban, claro está, un bandido “bueno”. El amigo del pueblo.
Otra vez asaltó el ferrocarril de La Dorada. Fue el primer asalto cometido en Colombia a un tren de pasajeros. Hacia 1935 irrumpió con su cuadrilla en la poderosa fábrica de tabaco Casa Inglesa, situada en Ambalema, y luego de dominar al personal directivo, sin hacer un solo disparo, se apoderó de la abundante caja de caudales y huyó ufano en medio de la admiración de las obreras, que habían concurrido a sus labores en traje de fiesta y con máquinas de retratar, sabedoras de la visita anunciada del ídolo justiciero.
Estos pillajes espectaculares merecían grandes registros en la prensa nacional, y en la imaginación pública sonaban como verdaderas hazañas. El nombre del héroe popular se pronunciaba por doquier con respeto y fascinación, y su nombradía llegaba incluso a los altos salones sociales y a los círculos de escritores. Hasta tal grado aumentó la idolatría, que el poeta tolimense y estudiante de derecho Ernesto Polanco Urueña compuso un romance en honor del bandido inaudito, pieza curiosa que recoge Eduardo Santa en su libro.
Tras otras increíbles peripecias, la historia termina en 1940, cuando las autoridades supieron que el malhechor estaba encerrado en una pequeña quinta en las afueras de Mariquita. Hasta allí llegó un pelotón de la Fuerza Pública y le intimó rendición. La orden fue contestada con una descarga de fusil que dejó a tres soldados heridos de gravedad. (El mismo caso que años después ocurriría en un barrio del sur de Bogotá con Efraín González, otro bandido legendario). Cuando el comandante del operativo penetró en la casa de campo, se encontró con un cuadro pavoroso: el ‘Palomo Aguirre’ se había disparado un tiro en la cabeza, y en el piso yacía su cadáver, bañado en su propia sangre.
El Espectador, Bogotá, 12 de agosto de 2004.
Mirador del Suroeste, n.° 66, Medellín, diciembre de 2018.