Gaviotas y jardines en la vida de Chéjov
Por: Gustavo Páez Escobar
Antón Pávlovich Chéjov, el mayor dramaturgo y cuentista de Rusia, lleva a escena en 1896, en la actual Leningrado, su primera pieza teatral, La gaviota, que se convierte en un completo fracaso. Promete entonces no volver a escribir para el teatro. Con todo, dos años después la obra es montada de nuevo, esta vez en Moscú, y obtiene un éxito extraordinario. Con el tiempo se sabrá que es su mejor creación en este género. Poco tiempo antes de morir escribe su última pieza, El jardín de los cerezos (1903), que se desarrolla en una finca rústica como la que él habitaba en sus últimos años. Este par de obras poseen especiales connotaciones en la vida del escritor.
La gaviota es un símbolo de su propia alma transparente y triste. Ave blanca como la espuma. Inteligente y soñadora. Provista de grandes alas, con las que desafía (o desafían ambos: la gaviota y Chéjov) el tiempo tormentoso. El jardín representa el contacto con la vida rural, ambiente en que escribe sus mejores obras: primero, en un predio rural en Melijovo, donde mantiene estrecha relación con grandes escritores de su patria; años después, en Crimea, a donde, enfermo de tisis, se traslada a los 37 años de edad en busca de mejor clima, y allí se dedica al cultivo de la tierra en medio de profunda soledad; y al final de su vida, en el balneario alemán de Badenweiler, en la Selva Negra, donde muere hace un siglo, el 2 de julio de 1904. Había nacido en Taganrog, puerto ruso a orillas del mar de Azov, el 17 de enero de 1860.
Su padre era un tendero que, arruinado en su propia localidad, se traslada a Moscú en busca de mejor suerte. Allí comienza Chéjov a estudiar medicina a la edad de 19 años, profesión que ejercerá al lado de la literatura. Desde muy joven siente pasión por las letras. En Moscú escribe sin pausa para periódicos y revistas, de los que obtiene algunos honorarios para ayudar a sostener la familia. Su nombre toma vuelo, pero no consigue que aparezca un editor que apoye sus escritos. Esto sucede en 1886 con la edición que él mismo hace de Cuentos variopintos, libro que llama la atención de un destacado director de revista que le brinda la ayuda que necesitaba.
Chéjov descubre en el relato breve un venero para su imaginación. Al darse cuenta de que a la gente le gusta más el humor que los tonos graves, comienza a forjar jocosas historias tomadas de la vida cotidiana, aliñadas con finas dosis de gracia e ironía y con la almendra oculta que le pone la magia al verdadero cuento.
Es él quien sienta las bases para el relato corto y sustancioso que ha llegado a nuestros días, género que domina con lúcida maestría. Su penetración en el alma de la gente y en los problemas sociales lo dota de agudo espíritu crítico frente a las angustias populares y los abusos de la aristocracia.
Con lenguaje llano y expresivo, en que campean el sutil ingenio y la sátira punzante, el gran sicólogo que hay en Chéjov retrata a los actores de una época dramática, la vivida en Rusia bajo la tiranía de Alejandro III. Y describe un estado social. Son cuentos llenos de vitalidad, que se pasean por el ambiente y las costumbres de la época y toman al hombre como el centro de un proceso histórico.
Amigo irreductible de la verdad, defensor acérrimo de los humildes y crítico contumaz de los sistemas opresivos, el escritor sugiere un cambio en la vida de su pueblo. Sus personajes, dotados de enorme fuerza sicológica, son seres del montón que ejecutan los más simples quehaceres y al mismo tiempo muestran sus lacras y fragilidades humanas.
En aquel mundo de burócratas, jubilados, pequeños comerciantes, potentados caídos en desgracia, mujeres frívolas y hombres anodinos, el cuentista dibuja la condición humana. En Yalta, a donde se desplaza en temporadas de convalecencia y trabaja como médico rural, se familiariza con los campesinos, los cazadores, las criaturas indefensas, la pobre gente de provincia. En 1890 viaja a Sajalín, en Siberia, para investigar la situación de los deportados que se aglutinan en la cárcel de la isla. Tres años después escribirá La isla de Sajalín.
Sus relatos son de una simpleza desconcertante. En ellos nada sucede en apariencia, pero todo se transforma. Chéjov abrillanta cualquier tema. La magia de su escritura reside en el realismo, mezclado de impresionismo, con que trata los sucesos de la vida corriente. Al trabajo creativo se entrega con fervor pasional. Como cree en la bondad humana, impugna la conducta rastrera. No es practicante religioso, ni militante político: su credo es el hombre. Su ética cotidiana es el amor a la gente.
Lo ofuscan los fulgores de la fama y confiesa que prefiere ser un hombre y no un monumento. En entrevista de 1957, William Faulkner, uno de sus mayores discípulos, manifiesta lo siguiente: “Un cuento se acerca a la poesía en que casi cada palabra debe ser exacta. En la novela puedes ser descuidado, en el cuento no. Me refiero a los buenos cuentos, como los que escribió Chéjov”.
La noticia sobre la tuberculosis irrumpe en plena producción literaria del escritor, a los 29 años de edad. Noticia que como médico lo perturba en grado sumo, al saber que su vida será muy corta. Vivirá 15 años más, pero de ahí en adelante le corresponde sufrir la angustia existencial bajo los más crueles tormentos. En el plano sentimental ha tenido algunos amoríos pasajeros. En 1901 se casa con la actriz Olga Knipper. Es un matrimonio casi platónico, ya que ella continúa trabajando en Moscú, mientras él, agobiado por la tisis, se mantiene en el campo. En este período le escribe a su esposa tiernas cartas de amor, que más tarde serán editadas como parte de su obra literaria.
En 1904 hace crisis su situación económica, y Olga se va a vivir con él al campo. A los pocos meses, Chéjov muere en el balneario de Badenweiler. Por ferrocarril se traslada su cadáver a Rusia, y el pueblo le tributa grandioso homenaje. Antes de morir, le había dicho a su médico: “Es inútil poner hielo sobre un corazón vacío”.
El Espectador, Bogotá, 4 de noviembre de 2004.