Un instante de Luis Carlos Galán
Por: Gustavo Páez Escobar
El país recuerda en estos días los 15 años del magnicidio de Galán, ocurrido en Soacha el 18 de agosto de 1989. Y yo recuerdo el día en que lo conocí en Armenia, en 1979, hace 25 años. Fue un encuentro inesperado y efusivo, que voy a reconstruir en esta página como tributo a su memoria. Hay hechos fortuitos que perduran en el sentimiento durante toda la vida, como este del saludo privilegiado con el dirigente político, lejos de discursos, de protocolos y afectaciones sociales.
Aquel día estaba yo invitado al acto en que el Comité de Cafeteros del Quindío iba a mostrar al líder nacional las instalaciones donde funcionaba, en la sede de un antiguo convento, una empresa extraordinaria: el Centro de Servicios para el Trabajador Cafetero, situado cerca a la plaza de mercado. El Comité había establecido dicha obra para satisfacer necesidades importantes del trabajador campesino, al tiempo que le brindaba esparcimiento y educación.
Los principales servicios consistían en consulta médica y odontológica, cine recreativo y educativo, alfabetización, restaurante, farmacia, salón de juegos, almacén agrícola, biblioteca, correo, televisión, peluquería y una enramada para practicar deportes. Se disponía además de un empleado experto para escribir las cartas que los trabajadores analfabetos, provenientes de otros sitios del país, desearan enviar a sus novias o familiares.
En ese momento había inscritos 3.500 campesinos, provistos del respectivo carné para hacer uso de los servicios, sobre todo los sábados y domingos. Era un verdadero club del campo, único en Latinoamérica. Pero a diferencia de un club social, no se expendían bebidas alcohólicas. Varios servicios se prestaban gratis, y otros a precios módicos.
Esta vez el político invitado era Galán, que ya poseía amplio prestigio en el país. Yo me había encontrado con dos amigos, media hora antes del acto. Eran ellos los escritores Euclides Jaramillo y Alirio Gallego. De pronto, como un ser anónimo, vimos al personaje, completamente solo, que caminaba por entre los tenderetes y observaba con interés el movimiento de la ciudad y la actitud de la gente en ese sector popular. Nos apresuramos a saludarlo e hicimos la presentación de nuestros nombres y actividades (los tres, fuera de escritores, ocupábamos posiciones representativas en la ciudad).
Luego lo invitamos a tomarnos un café en un sencillo local vecino a la plaza de mercado. De inmediato surgió el diálogo cordial. Nos preguntó por las vicisitudes del café, por la vida social y económica de la región, por los problemas públicos. La conversación fluyó espontánea, como si fuéramos viejos amigos. Esa media hora de franca tertulia, en medio del ambiente desprovisto de solemnidad, agigantó la dimensión del caudillo.
Como admirador de la gran facilidad de palabra que tenía Galán, se me ocurrió preguntarle cómo había adquirido el don maravilloso de la oratoria, que hacía estremecer las plazas públicas. Ante lo cual, nos hizo esta sorprendente revelación: él era una persona tímida que no gustaba de las reuniones sociales de mucha gente, en las que se sentía cohibido y hablaba poco. Sus tertulias favoritas eran las que no sobrepasaban las cinco o seis personas, como la que realizábamos en ese momento. Pero cuando se ponía ante un micrófono, se transformaba. Se olvidaba de su timidez, y su espíritu y sus ideas vibraban en presencia de las multitudes.
Cuando finalizó el acto del Comité de Cafeteros y los directivos del gremio lo invitaron a una reunión privada, el exministro y posible presidente de la República buscó entre la concurrencia a sus tres amigos ocasionales y se despidió de nosotros con un cálido apretón de manos, manifestándonos que habíamos sido sus mejores interlocutores en su paso por el Quindío.
Nunca más volví a hablar con Galán. Y siempre lo admiré desde la distancia. Cuando diez años después lo asesinaron en la plaza de Soacha, duré varios días conmocionado ante el monstruoso suceso que le arrebató la esperanza a Colombia en aquellos momentos cruciales.
El Espectador, Bogotá, 9 de septiembre de 2004.