Mujeriego irrevocable
Cuento de
Gustavo Páez Escobar
Nazario Umaña y Saldarriaga es un codiciado solterón. Considera que si por tanto tiempo se ha mantenido invulnerable, su celibato es impenitente. Hombre del alto mundo, como habrá podido deducirse por sus apellidos que huelen a aristocracia, es cliente asiduo de clubes y casinos y personaje sobresaliente en cualquier acontecimiento social.
Maneja con igual desenvoltura el frac, el esmoquin o el vestido de corte inglés, que el palo de golf o el coche de actualidad. Es el primero que llega a las cabalgatas que organizan sus amigos y el último en abandonar los encuentros etílicos con que los matrimonios de su círculo estrechan los lazos de la camaradería.
Conversador ameno, anima cualquier reunión. Hombre culto y enterado de los aconteceres económicos, políticos o mundanos, no puede prescindirse de él como consejero o simple informador. Galante con el bello sexo, es personaje apetecido por la finura de sus gestos, por el garbo de sus ademanes, por su chispa siempre florida, por sus dos apellidos muy bien enlazados, por la prosperidad de su bolsillo.
Y tiene igual suerte entre las adolescentes en persecución de marido o entre las doncellas que apenas comienzan a despegar las alas, que entre cuarentonas, viudas y separadas. No faltan, como es natural, las aventuras clandestinas con señoronas y damiselas, terreno que trajina con pericia y refinamiento.
Su tenacidad por mantenerse célibe entre tantas tentaciones hace pensar en romances afortunados, pero también en ocultas frustraciones. Y lo que es peor, en impedimentos de orden superior. Porque no está bien que con todas esas gabelas, Nazario Umaña y Saldarriaga haya rechazado el matrimonio, y aun la unión libre, que en su caso no desentonaría. Ya comienza a hablarse de homosexualismo y aberraciones, pero él resiste, sin inmutarse, las alusiones que escucha o se imagina. No sólo las ignora, sino que se siente más defendido entre la duda y el enigma.
Ha logrado resguardar su reputación y bien sabe que el honor es la mejor respuesta a la maledicencia. Los ojos de solteras y solteronas, de viudas y señoronas, escudriñan sus andanzas en busca de la prueba o el simple indicio para lanzar el bombazo que todos esperan. Y no faltan las que por despecho serían capaces de armar un escándalo, de llegar a descubrirle enredos o deslices que ellas mismas no han podido protagonizar a su lado.
Pero Nazario, que conoce las luces nocturnas de París con la misma facilidad con que frecuenta los salones de la aristocracia, también sabe recorrer en su ciudad caminos y vericuetos hasta donde no alcanzan a llegar las miradas escrutadoras.
Resbala a veces, pero es hábil para no caer. Sus pasos son firmes, y tan cautelosos, que a su alrededor se ha levantado un muro de misterio, y también de dignidad, contra el que nadie ha podido atentar. Tendrá sus lances amorosos en la penumbra, pero se le ignoran líos de faldas como piedra de escándalo.
Que se siga insistiendo sobre su homosexualismo poco le preocupa. Se siente así más a sus anchas, pues ha dejado de ser el peligro público al que todos temían. Alguien ha puesto a rodar la especie sobre sus encuentros con ciertos cachifos de dudosa identidad y no han faltado las lenguas traviesas que se entretienen enredando fantasías.
«Las mentirillas en la sociedad son inevitables», reflexiona Nazario, y se ríe de sus calumniadores, con justificada dosis de humor, pues uno de ellos es el catedrático Valenzuela, quien mientras goza fabricando chismes, descuida a su mujer, cuarentona algo pasada de carnes y que por eso la tiene subestimada para la infidelidad, olvidándose que para muchos paladares es más apetitoso el menú balanceado a base de grasas. Ella, que disfruta las finezas de Nazario del mismo modo que su marido se divierte con la fama ajena, podría desmentir las consejas, pero prefiere callar.
Nazario Umaña y Saldarriaga, delicado en sus maneras, agradable y galante, es solterón empedernido, y no por falta de aptitudes para cambiar de estado, pues como se ve es mujeriego irrevocable. Explota su desprestigio y nada le importan los cuentos que le inventan. Como usted no es amigo ni vecino suyo, puede vivir tranquilo. Yo, que he descubierto sus artimañas, vivo aleccionado con la candidez del catedrático Valenzuela.
Hoy he ido en busca de Nazario y lo he encontrado electrizado ante la bocina del teléfono. Es una voz femenina que, entre enigmática e insinuante, lo invita a una entrevista. Su acento es melodioso. Nazario se exalta al instante, pues bien claro está que se trata de una cita de amor, y da rienda suelta a pensamientos insanos que se alborotan con sólo escuchar el nombre de La Rubiela como sitio para el encuentro.
La Rubiela es el marco ideal para refugiarse a su acomodo. Es el lugar pecaminoso donde puede solazar sus entusiasmos. Él se mantiene disponible, como buen solterón. La interlocutora se niega a revelarle el nombre y sólo le dice que puede conocerla en diez minutos, en el reservado del fondo.
Vuela hacia La Rubiela forjándose escenas anticipadas. Perito en cuestiones del amor, no ignora su lenguaje. «El sitio preciso para el romance», se paladea. Allí se combinan encierros estratégicos y se protegen reputaciones como la suya, y como la de la dama incógnita, que deben defenderse. Piensa en ella, sin conocerla. La idealiza al momento: rubia, o morena, o alta, o bajita, o bella, o fea, o joven, o jamona… Es lo mismo. Lo que importa es la mujer.
Se burla de su amigo Valenzuela que vive en función de chismes. Con todo y ser tan charlatán y tan buen conversador, lo compadece por los cuernos que Nazario le ha puesto. Su mujer es graciosa. Quizá el catedrático no lo ha descubierto, pues esos kilos de más no le permiten saborear el tajo bueno del matrimonio. La complace a medias, y una mujer complacida a medias es una mujer peligrosa. Aunque catedrático de humanidades, que presume de ser muy leído, está lejos de interpretar a André Maurois cuando dice que «la golondrina y la mujer, desde el momento en que eligen un macho, piensan en el nido».
Desde que a Nazario le pusieron el mote de homosexual, que no ha podido quitarse de encima, se ha ideado un caminadito y unos ademanes que afirman la sospecha. Se reúne con muchachos, para que no lo duden. Con ese contorneo avanza hacia La Rubiela. «Allá el profesor con su ingenuidad, y yo aquí con mis aventuras.» Penetra a la casa. Ha llegado el momento de la emoción, del encierro garantizado. Ensaya, ante la puerta del reservado, la sonrisa, el galanteo seductor.
No lo piensa más y descorre el velo. Allí estará la hembra ansiosa. Pero al avanzar siente que se le congela la sangre y se le detiene la respiración. Porque la hembra resulta con cara de hombre y él no es especialista en estas lides, por más que así se le considere. El catedrático Valenzuela se queda mirándolo fijamente, con sonrisa incierta, que no se sabe si es irónica o desafiante. Con los dedos tamborilea despacio, en aparente calma, el mueble atravesado a la entrada. Y sigue mirándolo sin pestañear. Nazario siente que bajo sus pies el mundo se consume.
Yo, que no resisto los momentos de tensión, prefiero no esperar el desenlace y me escabullo. Como soy poco curioso, me despreocupo después de averiguar pormenores. Deduzco que algo serio debió ocurrir, pues el catedrático Valenzuela dejó el chismorreo, su mujer hace gimnasia diaria y está en dieta rigurosa. Nazario Umaña y Saldarriaga reconquistó su posición de tenorio, abandonando para siempre su caminadito afeminado. Y hasta se rumora que le ha empalagado la soltería.
(Del libro El sapo burlón, 1981).