Los indeseables
Por: Gustavo Páez Escobar
La vida moderna no deja vivir en paz al individuo. El gigantismo y el alboroto que se sufren en ciudades como Bogotá, Medellín o Cali han desquiciado la tranquilidad de los habitantes y robado el tesoro de la privacidad. Ni siquiera en el seno del hogar, donde se supone que se está aislado de los asedios externos, se puede disfrutar de reposo absoluto.
Con solo pisar la calle, entramos en el mare mágnum de la vida citadina, de tan difícil manejo. A pocos metros aparece la señorita de la encuesta, que solicita nuestra opinión sobre asuntos sociales, económicos o políticos, o acerca de un producto industrial del cual no tenemos la menor idea. Le decimos que vamos de afán, pero ella aduce que el cuestionario es sencillo y nos frena el tránsito.
Luego surge el primer indigente del día, a quien entregamos unas monedas. Si la dádiva no le agrada, nos indica su tarifa. En cada cuadra, en cada esquina, en cada semáforo, tendremos que vérnoslas con el ejército de pordioseros, repartidores de volantes, vagos, desplazados y atracadores de que está llena la ciudad.
No todos los pordioseros son auténticos, y es difícil descubrir a los falsos. Hay quien pide limosna mostrando al niño en los brazos, o la lacra en la pierna, o la receta médica. Otro cuenta que acaban de robarle la billetera y solicita plata para el bus. El de más allá narra una situación dramática, para mover la compasión del transeúnte. Pero como las mismas historias las escuchamos varias veces en el día, los dramas familiares pierden credibilidad.
A toda hora tenemos que esquivar a los energúmenos conductores del servicio público que andan como bólidos por las calles, no respetan los semáforos, violan todas las normas de circulación, profieren toda clase de vulgaridades y mantienen sorda a la ciudadanía con los pitos desaforados de sus vehículos. En cuanto al abuso del pito y el desespero ante el timón, ni siquiera las damas están excluidas de tales arrebatos, y hay algunas tan iracundas, que infunden pavor.
La irritación, la rudeza, la ordinariez, la insolidaridad son tal vez los vicios más comunes que brotan en la vía pública. Por ella desfilan rostros amargados, agrios, ariscos, aunque también, de improviso, alguna expresión cordial. Bogotá es una ciudad amable. Una de las capitales más bellas de América. Pero los malos ciudadanos la hacen hosca. Ellos son los indeseables de esta crónica.
La ramplonería da al traste con las costumbres refinadas de viejas épocas. La lista de expresiones plebeyas es extensa, y basta citar algunas: fumar en la oficina, en el ascensor o en el restaurante; escupir en la calle; orinar en las paredes; pintar letreros en los muros; robar las tapas de las alcantarillas; destruir los teléfonos públicos; utilizar el pito como medio de agresividad y no de emergencia… El uso inmoderado del pito refleja la histeria colectiva. Bogotá es hoy una ciudad de sordos y neuróticos.
Podría pensarse que el atropello concluye con el regreso a casa, pero no es así. La floreciente época del mercadeo y el internet, que está destrozando la paz hogareña, nos hace víctimas de toda clase de abusos e invasiones que atentan contra el derecho a la tranquilidad. Alguien llama a felicitarnos por el lote que nos acabamos de ganar. Si somos ingenuos, iremos a la oficina ‘milagrosa’ y allí sabremos que el premio consiste en la cuota inicial para adquirir un lote en el cementerio, que la firma trata de vendernos por un precio exagerado.
El mismo truco lo utilizan algunas empresas para anunciar que la suerte nos ha favorecido con un plan hotelero en Cartagena o Santa Marta, que comprende la estadía gratis durante tres días, pero pagando nosotros el transporte aéreo y el consumo en el hotel. Por la noche llama una casa comercial a ofrecernos novedosos sistemas de crédito, o un banco a interesarnos por su tarjeta de crédito, o una revista que busca nuevos suscriptores con la mitad de la tarifa… ¿Cómo harán estos magos de la publicidad para descubrir nuestro teléfono, y por qué no respetan nuestras horas de descanso?
Estos desesperantes sucesos cotidianos, de los que nadie se libra, son el precio que tenemos que pagar en esta era deslumbrante de la tecnología y en este mundo caótico que hace mucho tiempo perdió el equilibrio.
El Espectador, Bogotá, 25 de marzo de 2004.