El azote del hambre
Por: Gustavo Páez Escobar
El hambre se volvió apocalíptica. Los estragos que produce en el mundo son superiores a los ocasionados por la epidemia de la peste negra, que entre mediados del siglo XIV y comienzos del XV, y sobre todos entre los años 1347 y 1351, sacrificó la tercera parte de la población de Europa Occidental. En varias ciudades quedaron testimonios sobre esta hecatombe terrífica. Thomas Mann, en su novela La muerte en Venecia, pinta el drama con abrumadora nitidez, como para que la humanidad aprenda a meditar sobre las grandes catástrofes.
Pero los destrozos de la peste, que azotaron Asia y Europa durante cincuenta años y luego se extinguieron, resultan menos intensos frente a la devastación causada por el hambre en el planeta entero y durante muchos siglos, con una saña que crece todos los días y no da señales de querer detenerse.
Según revelaciones de la FAO, el número de hambrientos en el mundo pasó de 800 millones en 1996 a por lo menos 1.100 millones de hoy (el 20 por ciento de la población mundial). En sólo África hay 28 millones de personas en riesgo inminente de morir por inanición. En Lesotho, que supera los dos millones de habitantes, la quinta parte no tiene esperanzas de sobrevivir. En Angola desaparecerá un poblado completo. En una aldea de Zimbabue las comidas se limitaron a tres veces en el curso de siete días, por no haber llegado el camión con alimentos de la ONU.
«Desde hace una semana mis cuatro nietos sólo comen calabaza una vez al día», dice una anciana desesperada. En igual situación se encuentran otros pueblos africanos que por la pérdida de sus cosechas de trigo carecen de reservas de comida, y cuyos habitantes caminan hacia la muerte lenta y atroz en el año 2003.
En Centroamérica la sequía y el hambre acosan a 8,6 millones de habitantes. Las pérdidas agrícolas producidas por los desastres naturales han liquidado los depósitos de alimentos, lo mismo que en África y en otras latitudes del mundo, y mantienen a grandes núcleos de población en angustia permanente. Allí las principales víctimas son los niños menores de cinco años, que viven entre la desnutrición crónica.
En El Salvador, el 23 por ciento de los niños padece de desnutrición; en Nicaragua el 33 por ciento, en Honduras el 38 por ciento, en Guatemala el 48 por ciento. En el mundo hay 6,6 millones que mueren todos los años de física hambre. Son niños tristes y famélicos que han perdido el gusto por la vida y que carecen de fuerzas para caminar y asistir a sus clases. Todos los días se extinguen en su pleno germinar estas vidas infantiles que brotaron para sonreír durante un instante y luego desaparecen.
En América Latina el número de hambrientos llega a 46 millones y los pobres a 211 millones. En Colombia hay 28 millones de personas en extrema situación de pobreza, y muchos apenas tienen posibilidad de ingerir una comida al día. El 64 por ciento de los habitantes vive con menos de dos dólares diarios.
El estado de la mendicidad se acentúa cada vez más en el país con las caravanas de desplazados, corridos por la violencia, que en forma incesante llegan a los centros urbanos con sus pequeños hijos a cuestas y sin recursos para subsistir. Esta tierra fértil, de eminente vocación agrícola, sufre también de hambre, en grande escala, porque el terrorismo mantiene asolados los campos.
Con cuánta propiedad se refiere Gabriela Mistral al hambre colombiana, y en general al hambre mundial, en carta de 1941 (que parece escrita para nuestros días) dirigida al Club Rotario de Bogotá, la que comenté en reciente artículo sobre la gran protectora de los desposeídos, cuya denuncia no sobra repetir, para que repercuta en los oídos de gobernantes y legisladores: “Lo único válido es una liquidación de la hambruna, la desnudez y la ignorancia populares. Y cuando digo aquí ‘desnudez’ tengo en los ojos la carencia de casa y vestido, es decir, la falta de algodón sobre el cuerpo y la escasez de habitación humana».
El Espectador, Bogotá, 23-I-2003.