El dolor de Otto
Por: Gustavo Páez Escobar
Todos los libros de Otto Morales Benítez están dedicados a su esposa. Desde que hace treinta años inicié cordial amistad con el ilustre escritor caldense, y a partir de entonces comencé a recibir sus numerosas obras, me ha causado admiración el hallar siempre estas palabras rituales, inscritas como apertura invariable de sus trabajos: «A Livia». Son como dos signos cabalísticos, a los que Otto no tenía que agregar nada, porque lo decían todo. Este homenaje constante indica que Livia ha sido única en su existencia y por eso se convirtió en la eterna compañera, en la amada ideal, en la entrañable confidente de todas sus horas, de todas sus alegrías, penas e ilusiones.
Ante la partida súbita del ángel protector, el esposo afligido siente que el destino incomprensible le ha roto el alma y nublado el espíritu. Este roble del vigor y exquisito caballero de la carcajada homérica sufre hoy la ausencia cruel que nunca alcanzó a imaginar cercana. Su dolor es tanto más intenso cuanto más sólida era la unión conyugal. En un instante, al igual que en los turbios temporales, se estremecieron cincuenta y seis años de matrimonio feliz, donde nunca existió una sombra, ni la menor discordia, ni la más leve indecisión para conjugar la vida con elevadas miras y firmes empeños.
Livia prefirió la vida silenciosa a la figuración social. Pocas veces se le veía en actos públicos, sobre todo después de la muerte de su hijo Daniel, fallecido en París a la temprana edad de 23 años. Y siempre, desde la intimidad del hogar, fue solidaria con su esposo, lo mismo en los episodios estelares que en los momentos adversos del político, del estadista y del escritor.
Era su orientadora discreta, su culta consejera y su aliada inmejorable. Como poseía erudición y sensibilidad artística, además de fino olfato para captar la conducta humana, una sutil sugerencia suya era suficiente para señalar el camino preciso que resolvía un asunto enredado. Otras veces lo hacía para pulir la frase oscura y darle brillantez al pensamiento. El escritor era Otto, y Livia, su guía amorosa.
Pero llegó la parca inexorable y todo lo desestabilizó. La risa exuberante que ha resonado en el país entero y que transmite a la gente optimismo y vitalidad –tan necesarios en estos momentos de postración nacional–, se volvió triste. El lampo del infortunio, cuando todo sonreía, trajo turbación a esta noble familia, tan comprometida con las causas grandes de la nación. Los hijos y los nietos, los mayores depositarios de la semilla fecunda, ya figuran en la sociedad como miembros de la estirpe hidalga que ha sobresalido por sus virtudes morales y su comportamiento ciudadano.
El dolor de Otto toca la propia sensibilidad del país. Protagonista de no pocos sucesos de la vida pública, ha sido desvelado trabajador de las causas sociales y culturales. Su obra literaria, política e histórica –que se acerca al centenar de volúmenes– abarca sobresalientes temas de la vida colombiana en buena parte del siglo XX. Sus tesis sobre el mestizaje y el espíritu nacionalista, que hacen resaltar lo regional y lo auténtico de nuestra idiosincrasia, han merecido las mayores consideraciones y lo consagran como uno de los autores más versados en estas materias.
Cuando al hombre bueno y al distinguido amigo lo hiere la adversidad, sentimos su angustia como si fuera propia. Es cierto que en el dolor se purifican las almas, pero mientras se supera la prueba –como tiene que ocurrir en toda desgarradura humana–, el corazón sangra. En el dolor el ser humano se vuelve más sensible, y al mismo tiempo su fibra espiritual se hace más resistente.
La tierra sufre con el arado que perfora sus entrañas, pero luego se recupera y produce frutos. Para entender y compartir la pena de Otto, viene al caso la frase de Benavente: «Mi corazón sólo sabe elevar a los dioses esta plegaria de amor infinito, la más hermosa de nuestra religión: ‘Dios de los dioses, evitad el dolor a cuanto existe».
El Espectador, Bogotá, 28-XI-2002