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Los oficios de antaño

sábado, 11 de febrero de 2012

Por: Gustavo Páez Escobar

En 1977, residente yo en Armenia, ciudad desde la cual escribía frecuentes columnas en el periódico manizaleño La Patria, recibí del doctor José Restrepo Restrepo, director y propietario de dicho diario, un precioso libro que acababa de ser editado, coincidiendo con los 50 años de vida del autor: El pastor y las estrellas, de Eduardo Santa. Esta obra sería la más representativa de su producción, al convertirse en una historia fascinante que narra el itinerario de un viejo pastor por horizontes encantados, al tiempo que descubre los oscuros territorios de la maldad humana, atizados por el odio, la envidia, la ambición, la intolerancia.

Abogado, académico, poeta, cuentista, novelista y ensayista, y por otra parte exdirector de la Biblioteca Nacional y profesor emérito de la Universidad Nacional, Eduardo Santa ha sido trabajador incansable de las letras, como lo acreditan sus numerosos libros, que han merecido altos elogios de la crítica. Dueño de una prosa vigorosa y castiza, realzada con los nobles recursos de su sensibilidad poética, sus cuentos y novelas tocan los grandes conflictos colombianos, como el de la violencia y los rencores eternos que han arruinado la paz pública durante casi dos siglos de rivalidades fratricidas.

El manejo sicológico de los personajes y la penetración aguda en la provincia le han permitido a Eduardo Santa la pintura de cuadros turbulentos sacados de la amarga realidad que vive el país. Sus ensayos literarios e históricos significan otro aporte importante para el estudio de la patria desde diferentes enfoques. La  vena poética cumple su cabal expresión en El paso de las nubes (1995), bello poemario movido por la fuerza lírica, el sensualismo y la añoranza.

Con El libro de los oficios de antaño rescata el alma del pasado al evocar los trabajos comunes en la vida de los pueblos, labores silenciosas y cotidianas que plasmaron el folclor nacional en largas épocas de quietud y ensoñación. Quienes venimos de aquellos tiempos lejanos, desdibujados hoy por el cambio de costumbres, no podemos olvidar a personajes elementales como el boticario, el carpintero, el peluquero, el fotógrafo, el sacamuelas, el voceador de periódicos, el estafeta de correos o la costurera doméstica, ni pasar por alto ambientes pintorescos como el de las pesebreras, los gitanos y los culebreros, amén del licencioso de las chicherías y los sitios de encuentros furtivos.

Acaso queden todavía, en algunas aldeas y pueblos, rezagos de tales rutinas, pero los oficios de ayer no son los mismos de hoy. El país era otro: había aptitud para la simplicidad y tiempo moroso para la delectación. En las pulidas páginas de recordación del escritor tolimense se hace admirable su capacidad descriptiva para dibujar, con geniales toques poéticos y sentimentales –cual otro Euclides Jaramillo Arango–, más de cincuenta ocupaciones básicas dentro del discurrir pueblerino, sin las cuales serían inconcebibles la vida comunitaria y el bienestar hogareño.

Este delicioso relato de los oficios de antaño se vuelve una memoria auténtica del ayer legendario, y de paso recupera los cuadros de costumbres vividos en su niñez y juventud, género literario desfigurado por las amnesias del tiempo y que Eduardo Santa revive con enorme poder narrativo, al igual que lo hace en otras de sus obras, como Cuarto menguante, Los caballos de fuego y La provincia perdida.

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Hija de tigre sale pintada. Sarita Santa Aguilar, hija de Eduardo Santa, es una niña prodigio que a los trece años es ya autora de su primer libro, titulado Caminos de vida, en el que sus padres seleccionaron cuarenta y dos de sus mejores poemas escritos entre los seis y los diez años de edad. «Leyendo sus poemas –dice el gran lírico Óscar Echeverri Mejía– he comprobado, una vez más, que el poeta nace y que el poema es un don del Creador».

Este caso hace recordar a Ana Frank, que antes de los dieciséis años escribió el testimonio estremecedor sobre las monstruosidades de Hitler en la Segunda Guerra Mundial. Sarita, que desde su más tierna edad siente amor por los animales, la naturaleza y el ambiente hogareño, dice en su canto al árbol: «Cada hoja que se cae es un recuerdo cayendo en el olvido». Y a su conejita le advierte que «la reina de esta casa es mi corazón».

El Espectador, Bogotá, 14-XI-2002.

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Misiva:

Acabamos de abrir la página de El Espectador en la que aparecen tus magníficos comentarios sobre Los oficios de antaño y el libro de Sarita Caminos de vida. Nos gustaron mucho y los hemos enviado por e-mail a varios amigos residentes en el exterior. Te estamos muy agradecidos. Eduardo, Ruth, Sarita.

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