Diabluras de los sistemas
Por: Gustavo Páez Escobar
El mundo contemporáneo, lleno de avances y descubrimientos asombrosos, es cada vez más impersonal. Lo que se ha ganado en ciencia se ha perdido en humanismo. El hombre es un desconocido: más importante es la máquina. La era de los sistemas, con computadores capaces de efectuar las operaciones más inverosímiles; con cajeros automáticos que cuentan billetes a velocidades increíbles y nunca se equivocan; con correos electrónicos que pueden llegar en segundos desde el sitio más remoto del planeta, esta era deslumbrante y endiablada deshumanizó al hombre.
El ser humano se volvió un número, una ficha, una partícula de desecho dentro del caos fantástico que conocemos con el nombre de “progreso”. La ciencia moderna se olvidó del hombre y lo dejó relegado en el último sitio de la modernización. Al pobre individuo, siendo la persona más importante de la Creación, hoy le cuesta trabajo que sus propios conocidos lo reconozcan. La máquina no sólo lo ignora, sino que además lo pisotea.
A Íngrid Betancourt, que lleva seis meses secuestrada y que por razones obvias no ha podido atender un préstamo de vivienda, el Fondo Nacional del Ahorro le envió la siguiente comunicación: «Debe cancelar el crédito en cuotas mensuales sucesivas, compromiso que usted no está cumpliendo». La Dian le dirigió una carta similar, cobrándole el impuesto sobre patrimonio a fin de «preservar la seguridad democrática».
En ambos casos, el computador no tenía por qué saber del secuestro, ya que no lee periódicos ni ve televisión. Sólo maneja cifras y envía los mensajes que le ordenan sus jefes. Y éstos carecen de tiempo y sensibilidad para impedir que cursen exabruptos como los aquí transcritos.
Un amigo mío, riguroso con sus compromisos, se encontró un día con la noticia de que era deudor de una obligación incumplida, que nunca había contraído. A raíz de lo cual no pudo obtener un crédito bancario que gestionaba. Presentó argumentos de peso para demostrar que no debía suma alguna, pero siempre lo ponían a hablar con los sistemas y la respuesta era contundente: «Usted aparece en pantalla». Como no logró pasar más allá del empleado mecánico que lo miraba con ojos de condena (una prolongación del robot), demandó al organismo crediticio para probar su inocencia y cobrarle los daños y perjuicios.
Sugestionado por los pajaritos de oro que me pintó un promotor de ventas para subir de categoría en mi tarjeta de crédito, acepté la oferta. El halago consistía en duplicarme el cupo actual y sobre todo –con motivo de un viaje al exterior– en expedirme amplios seguros de salud y de vida. Pero sucedió que en el trámite interno quedó pendiente una comisión de $ 2.000, por lo que días después me llegaron dos facturas: una con el saldo trasladado a la nueva tarjeta, y la otra con el residuo de los $ 2.000.
Pagadas ambas facturas, un mes más tarde continuaba intacta la cuenta de los $2.000, incrementada con intereses de mora. Por primera vez durante los 25 años de manejo estricto de la tarjeta, resulté deudor moroso, aunque no por culpa mía sino de la entidad. Horror para mí, que durante mucho tiempo fui banquero honorable.
Y habló la pantalla: los $ 2.000 habían sido abonados por error a la cuenta nueva, mientras la otra continuaba insoluta. El empleado me dio la certeza de que todo quedaría arreglado con el comprobante interno que había elaborado. Pero la operación volvió a fallar, y cuando fui a usar la tarjeta del ascenso, estaba bloqueada por falta de pago. De nada sirvió el largo tiempo de buen manejo, ni el flamante cupo de crédito, ni los certificados de excelencia que me llegaban todos los años, para impedir que los sistemas trituraran al cliente anónimo por la irrisoria suma de $ 2.000 que no debía.
Un amigo mío, ingeniero de sistemas, llama al computador el «idiota inteligente», y agrega que es el hombre quien debe saber manejarlo para que no produzca los estragos que se mencionan en esta nota. Por desgracia, el común de los ejecutivos modernos amparan su irresponsabilidad con argumentos recursivos que a los pobres usuarios –cuando nos ponen a hablar con la pantalla– nos queda difícil rebatir.
Como los sistemas no ven, ni oyen, ni entienden y carecen de sentimientos, llevamos las de perder. Repito: la era contemporánea, de tanto brillo y de tan prodigiosos inventos, deshumanizó al hombre.
El Espectador, Bogotá, 7-XI-2002.