Éxodo
Por: Gustavo Páez Escobar
El drama de los desplazados por la violencia es hoy el mayor reto social que afronta Colombia. Es un problema de tal naturaleza, que no será posible lograr la tranquilidad pública y superar los desastres económicos que nos tienen al borde del colapso, sin taponar antes esta vena abierta que representa una sangría permanente en la vida nacional.
La cifra de los desplazados, que todos los días crece con peores efectos, se aproxima a tres millones. Mientras esas corrientes migratorias abandonan a marchas apresuradas los campos y los pequeños municipios, las grandes ciudades, sobre todo Bogotá, reciben el impacto de esa población desestabilizada que entra a aumentar los nudos de pobreza que no logran desatar las autoridades.
La violencia ha desvertebrado el mapa cultural del país al desarraigar a la gente de su hábitat y alejarla de sus costumbres y querencias, creando estados de angustia y frustración en esos seres errátiles y sin horizontes que deambulan como parias por los centros urbanos, sin esperanzas ni ilusiones que les alivien la miseria cotidiana. ¿Qué va a hacer Colombia para remediar esta catástrofe que destruye la dignidad de la vida y para cuya solución no se encuentran a la vista dineros suficientes ni fórmulas eficaces?
Los miles de colombianos que huyendo de las balas asesinas se han ido a las ciudades en busca de seguridad y trabajo, violentan sus almas al romper su identidad con las tierras nativas y renunciar a sus tradiciones y hábitos, que constituyen su razón de ser. El individuo ha de estar atado a lo que orientó sus primeros pasos y le permitió el desarrollo de la personalidad.
Si estos hilos afectivos se destrozan, no puede haber felicidad ni progreso, ni confianza en el país y en las autoridades. Cuando se llega a esa situación nebulosa, donde incluso la fe en Dios se debilita, la propia idiosincrasia nacional se resquebraja. Es aquí donde los gobiernos deben poner todo su esfuerzo por propiciar el bienestar público, para devolver la paz espiritual a los colombianos.
De enero a junio de este año aumentó en doscientas mil personas el número de los desplazados. Los campos se están quedando sin agricultores. La relación con la tierra, que en otros tiempos era una enseña de la patria, es hoy cada día más precaria. Según estudio de la ONG Codhes, tres millones y medio de hectáreas (35 mil kilómetros cuadrados), el equivalente a 14 veces el tamaño de Bogotá, «fueron abandonadas o cambiaron forzosamente de dueño desde 1996 hasta final de 2001».
A los tres millones de nómadas a que se acercan los nuevos habitantes citadinos, hay que agregar el millón más que corresponde a los colombianos que en los últimos cuatro años salieron del país y no regresaron. Son personas desesperadas que van en busca de mejor suerte, aunqu pocos son las que la consiguen. En reciente viaje a Estados Unidos, tuve oportunidad de conversar con varios compatriotas y enterarme de las difíciles circunstancias que viven los desplazados en aquel país, a merced de la explotación laboral, la falta de empleo o la resignación a oficios miserables.
Colombia se está desintegrando. La violencia ha impuesto otro esquema: el del desarraigo y la destrucción de la identidad. Ya ni siquiera sabemos cuántos habitantes somos, tanto en lo regional como en lo nacional, porque el éxodo constante ha distorsionado los mapas y desdibujado las regiones. Colombia es un país paria.
Es una realidad que hay que aceptar. El Gobierno debe buscar medidas urgentes para remediarla. A Nicolás, nacido en días pasados, el capricho de las estadísticas se le antojó asignarle el número 44 millones. ¡Falso! La falta de censo reciente –por falta de dinero para ejecutarlo–, en este país mutilado por los miles de muertes violentas, por los colombianos que se van y no regresan y por otros fenómenos contemporáneos, hace pensar en otra cosa.
No importa si somos 40 o 44 millones. La dolorosa verdad es que los violentos y los gobiernos nos han tratado mal. Veremos si en los próximos cuatro años, que se anuncian de reconstrucción nacional, se eliminan las caravanas de desplazados que hoy hacen invivible el aire de las ciudades y desolador el rostro de los campos.
El Espectador, Bogotá, 10-X-2002.