Brevedad y desmesura
Por: Gustavo Páez Escobar
La verbosidad en Colombia se ha convertido en vicio nacional. Son pocos los que hablan o escriben con brevedad, tal vez por suponerse que el exceso de palabras imprime importancia. Los discursos kilométricos están a la moda del día. Los políticos y los gobernantes creen que hablando largo convencen más, y sucede todo lo contrario: aburren más. Hay escritores, sobre todo cuando están en la cumbre de la fama (cuando menos tiempo se dedica a pulir las palabras y condensar el pensamiento) que elaboran textos farragosos e insoportables, que nadie lee. Lo mismo ocurre con algunos columnistas de prensa.
El discurso de posesión del presidente Uribe, de solo 20 minutos, rompió con estos esquemas. De entrada, le enseñó al país el arte de la brevedad, como parece que va a ser el estilo de su gobierno. Brevedad sustanciosa, claro está. Dijo lo que tenía que decir y no incurrió en el hábito común de las promesas desmesuradas, dichas con tono de encantamiento.
Así, le evitó al país la fatiga de las interminables oraciones de otros tiempos, matizadas de frases refulgentes y retóricas floridas, que suelen quedarse en el papel, con escaso cumplimiento en la práctica. Otro modelo de concisión y sindéresis fue el discurso de Luis Alfredo Ramos, presidente del Congreso. Buen comienzo del ritmo paisa que se instaura.
El hombre contemporáneo, movido por la prisa y la frivolidad, carece de espacio para la reflexión y la síntesis. Como para escribir breve se necesita tiempo, se escribe largo. De esta tendencia moderna nació la palabra «ladrillo», que significa cosa pesada o aburrida. Si bien se mira, la actual Constitución es un ladrillo. No hubo tiempo, como sí sucedió con la de 1886, de pulir la escritura, ajustarla y abrillantarla. Se puso más énfasis en las discusiones bizantinas que en el contenido de la obra, y a última hora se votó contra reloj y al unísono, cuando se había agotado el calendario.
El texto hubiera podido redactarse con mayor claridad y eficacia, en menos de la tercera parte de lo que representa el mamotreto aprobado. La frondosidad idiomática de nuestra Carta Magna es modelo de desmesura: así es el país actual. Las sociedades modernas del mundo entero no se diferencian mucho de la colombiana, porque la moda universal ha elegido el exceso y el frenesí como norma de vida. De esta manera caminamos hacia la superficialidad y el disparate. «Las puertas del exceso –dice Jorge Edwards– nos han llevado al caos, a una especie de proliferación indigesta».
La ampulosidad, tan deslumbrante como engañosa, seduce a los falsos profetas. Las palabras huecas, pero que suenan bien, estallan en todos los escenarios y atrapan a los incautos. En los mercados del libro, la exageración es mareadora. Tanta basura se produce en este medio, que es fácil incurrir en el engaño. Vaya usted por las librerías de Madrid y sentirá, no asombro por las montañas de volúmenes que se acumulan como si se tratara de pesados cargamentos de puerto, sino escozor. La abundancia de la palabra se convirtió en una peste. La tonta idea de que la inteligencia se mide según la dimensión de los escritos y de los discursos, trastoca la realidad.
Al colombiano se le olvidó la sentencia de que «lo bueno, si breve, dos veces bueno». Ahora llega un gobernante con poder de síntesis y precisión, que huye de la palabrería y de los espejismos, para ejecutar actos contundentes y realizaciones tangibles. No busca impresionar con la elocuencia tropical que otrora se evidenció en el estilo grecocaldense, sino con la acción. Sin embargo, a algún político no le gustó el discurso presidencial por hallarlo «telegráfico». Ese político olvida que lo que necesita el pueblo no son palabras vanas sino hechos ciertos.
El Espectador, Bogotá, 22-VIII-2002.